Oleum. El aceite de los dioses. Jesús Maeso De La Torre
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Yavé me trazaba un camino y me urgía a aprender la ciencia de la Orden de Leví. Y desde aquel día, acompañé a mi padre a aquel microcosmos de medicina y farmacopea. Asimismo aprendí a preparar el santo óleo para ungir al sumo sacerdote el día de la Expiación, y a tener preparada una redoma especial por si Dios tenía a bien enviarnos al Mesías Salvador. Yo rezaba todos los días para que el Altísimo eligiera uno de aquellos años para enviar al Ungido y que mis manos, o las de mi padre, fueran las creadoras del santo ungüento.
No cabía más honor en la tierra para un judío.
Aquellos años de mi pubertad fueron difíciles para Israel y nuestros corazones se incendiaron de ira y destilaron pesar. Palestina entera soportó el oneroso yugo del nuevo procurador romano Poncio Pilatos, quien protegido por el feroz antijudío Sejano, el favorito del emperador Tiberio, se comportó como lo que era: una hiena del desierto, un gobernante cruel, severo, corrupto y ladrón.
Extrañó en Jerusalén el ascenso fulgurante de Pilatos, quien, casado con una hembra de la familia imperial, había sido señalado como sospechoso del fallecimiento de Germánico, que le había dejado en bandeja el trono a Tiberio. Había sustituido al no menos corrupto Valerio Graco, el que había cesado al venal sumo sacerdote Anás, reemplazándolo por su yerno Josef Caifás, un saduceo al que manejaba a su antojo a cambio de la participación en negocios bastardos en los que ambos llenaron sus bolsas.
Los judíos soportábamos una tiranía que nos mantenía hundidos en el polvo de la humillación, y los amaretzin, comerciantes y tenderos, sufríamos impuestos abusivos difíciles de soportar. Solo los sadoki, la infame casta sacerdotal, cooperaba con Pilatos.
Mi padre y otros fariseos del sanedrín mantuvieron encendidos enfrentamientos con Caifás, al que tacharon de cobarde frente al déspota gobernador romano. Y habrían de pagarlo en el futuro.
El sumo sacerdote, que representaba la máxima autoridad religiosa y terrenal del pueblo judío, no alzó la voz ante la matanza de unos indefensos peregrinos galileos, cuyos cadáveres cubrieron el Patio de los Gentiles, acusados de soliviantar la paz del santuario con sus gritos antirromanos pero inofensivos.
Nada más arribar a Jerusalén al frente de la Legión XII, Pilatos instaló unos estandartes con las figuras de los césares Tiberio y Augusto en la Torre Antonia, sede de las cohortes romanas, y el águila romana fue enarbolada frente al mismísimo templo de Dios, contraviniendo el pacto firmado con Octavio Augusto de no hacer ostentación de imágenes de ninguna índole en tan sacrosanto lugar.
—¡Romanos, nuestra ley prohíbe la exhibición de ídolos! —gritábamos.
La ciudad estaba soliviantada y una legación de notables del sanedrín viajó a Cesarea para exigir a Pilatos la retirada inmediata de los lábaros paganos, entre ellos mi padre, que presidía la facción farisea. C.omo hombre sanguinario y tiránico, Pilatos los amenazó con cortarles el cuello allí mismo. Los cómplices saduceos quedaron callados. Pero sí hubo una respuesta. Los fariseos presentes, a una señal de mi padre Fazael, se arrodillaron, apretaron los puños y mostraron sus cuellos desnudos al sorprendido procurador, quien, impresionado por su fervor religioso, accedió a regañadientes a su demanda.
Mi madre Bosem, mi hermana Arusa y yo, conocidas las noticias, temimos por la integridad de mi padre, quien a su llegada manifestó preocupado a mi tío y a mí:
—La cautividad de Babilonia será recordada como un juego de niños con lo que se avecina, queridos míos —nos aseguró con un gesto de intranquilidad y frunciendo el entrecejo—. Ese nuevo procurador, Pilatos, es un hombre despiadado e insaciable.
—Nos hablan de la amistad de Roma cuando esos malditos Pompeyo, Craso y Casio profanaron el Santo de los Santos y expoliaron sus tesoros —intervino mi tío.
Mi padre bufaba furioso y yo tomé conciencia de lo que es ser dominado por otro pueblo de costumbres y creencias tan distintas. Hablé con voz queda:
—Un rabino galileo, Yeshua ben Josef, predica por Galilea un nuevo reino, cura a los enfermos y consuela a los desamparados, predicando la igualdad entre los hombres y la compasión como norma de convivencia. No niega el tributo al César y aunque él no se proclama, sus seguidores lo consideran el verdadero Mesías que esperamos. Quizá en él esté la esperanza de Israel.
Mi tío, hombre mesurado y prudente, se mesó su barba gris y dijo:
—Cada vez que surge un mesías, Israel sufre y padece. Al final, ese rabino galileo se convertirá en un mártir del pueblo, pues ni Pilatos, ni Herodes Antipas, ni Caifás transigirán para que ponga en riesgo sus negocios y la férrea pax romana, ¿entendéis? Ahora nos tocar probar la amargura de la humillación.
Me noté aturdido por la funesta opinión de mis familiares más queridos.
Nosotros no comprendíamos cómo aquellos extranjeros podían creer en dioses de mármol tan estériles como infecundos, aunque ellos a su vez nos tachaban de adorar a un dios temible y despótico y amo de nuestras vidas, que además ponía trabas a nuestra felicidad. Pero ignoraban que en esa fe inquebrantable y en ese temor a Dios residía nuestra fuerza como pueblo.
Y como yo mismo, no había un solo israelita que no deseara la llegada del Libertador.
II
SALOMÉ
Año XIII del reinado de Tiberio César
Recuerdo aquella tarde con nitidez diáfana, al poco de regresar mi padre de su misión a Cesarea. Mi tío, el reputado comerciante Zakay, al que yo amaba por su bondad y sabiduría, me envió como otras tantas veces a llevar unos productos al palacio de los asmoneos, donde en algunas épocas del año solía residir la familia de Herodes. Algunos componentes del linaje real habían acudido a la festividad del Suvuot, la que se celebra cincuenta días después de la Pascua.
Salí de la tienda, bordeé el muro oeste del santuario, crucé el puente y accedí al palacio que se halla frente al Atrio Regio del templo, y donde flameaba el emblema real herodiano. Portaba una caja repleta de tarros de aceite para el baño y de caros perfumes. Los haces de un sol anaranjado convergían sobre la fastuosa mansión regia, que parecía un crisol de oro. Pensé que se asemejaba a una primorosa pintura griega.
Hacía mucho calor y las moscas y el asfixiante mes de elul, a primeros de agosto, torturaban con saña a los jerosolimitanos. Sabía que, al reconocerme, los guardias que vigilaban el portón no me impedirían el paso para hacer la entrega en el aposento del mayordomo Sekhmat, como era la costumbre.
—¿Eres tú Ezra, el perfumista? —me preguntó el escolta al verme.
—Sí, soy el hijo de Fazael Eleazar —informé confundido por la novedad.
—La señora Salomé, la amirah, desea hablar contigo. Vamos, pasa conmigo para presentarte ante el intendente del palacio, el kurós Chuza.
Expresé mi extrañeza, pero lo seguí nervioso y con no menos diligencia hasta el aposento del orondo y rollizo palaciego, que me recibió con afecto. Crucé con él unos pasillos donde no percibí ninguna representación de animal, persona o dios, como prescriben las creencias judías. Todos sabíamos que la familia herodiana era maestra de la diplomacia y sabían cómo aparecer devotos ante el pueblo y los sacerdotes, aunque sus costumbres fueran abiertamente paganas e inmorales.
Vasallos