Oleum. El aceite de los dioses. Jesús Maeso De La Torre
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Oleum. El aceite de los dioses - Jesús Maeso De La Torre страница 6
—Me lo imagino, mi amisah, recordad que vivo en el santuario, y que estoy al tanto de cuanto se cuece de bueno y de malo en las cocinas del poder de Israel.
La princesa no pudo soslayar una mirada hacia mí de abierta simpatía.
—Aun siendo todavía muy joven, ¿estás casado? —preguntó sorpresivamente—. Como mujer considero que eres atractivo y que puedes aspirar a una hermosa muchacha. Tu posición en el Templo, esos ojos grises y brillantes, tu apostura, la nariz griega, ese hoyuelo en el mentón y tu abundante cabello te ayudarán mucho, te lo aseguro.
—Gracias, mi señora —aseguré turbado y con evidente sonrojo—. Pero aún no he contraído esponsales. Mi padre ya los ha concertado con una muchacha de Jericó de la tribu levita —la informé—. En breve la conoceré y la convertiré en mi esposa.
Percibí que Salomé poseía además un alma revolucionaria y rebelde. Dijo:
—O sea que la amarás después de conocerla. Es el sino de las hijas del padre Abraham. Los hombres ignoran que lo que no nace con pasión, no puede crecer. Nos cambian y nos venden como ganado. Se nos puede amar por ser bellas, por nuestra generosa dote, o por tener buenos sentimientos, pero se necesita de un relámpago previo, de una chispa que haga que penetremos en el corazón del hombre y el de él en el nuestro. Yo soy el pago de un pacto político, y por lo tanto también sufro esa frialdad en mi casamiento —me confesó con pesadumbre.
La consideración de Salomé me complació gratamente. No era propia de una mujer de alta alcurnia y de la que decían que era el paradigma de la lascivia, sino de una mujer poseedora de emociones. Dialogamos de política judía, y comprobé fascinado que era una joven muy ambiciosa, con fuerza y carisma, inteligente y sincera, sin las dobleces, las falsedades y los fingimientos de los que era tachada por los sacerdotes.
Estaba halagado con sus confidencias, cuando cambió de plática, y me soltó:
—Me siento muy satisfecha con el aceite de tocador que me vende tu padre, con los perfumes y ese electuario milagroso para mis desarreglos de la menstruación, que incluso he regalado a matronas romanas muy influyentes. Pero hoy requiero de ti otro producto más comprometido.
—Haré lo que me solicitéis, mi señora —dije anhelante y alzando la mirada.
—Diríamos que, relacionado con el veneno, ¿sabes? —adujo enigmática.
Me quedé mudo. No salía de mi asombro con tan inconcebible petición.
—La familia Eleazar no fabrica bebedizos mortíferos, sino remedios contra ellos. Lamento de veras no poder serviros —la corté—. Va contra la ley de Dios.
Me noté incómodo al verme mezclado en asuntos ajenos y tan peligrosos que podían acarrear a los Eleazar la lapidación, o la cárcel. Mi padre me desheredaría si consentía en imaginar siquiera un tósigo para quitar el aliento de un semejante y menos de la familia reinante en Palestina. Sin embargo, la hembra real, lejos de inquietarse, llenó los ojos de ternura y me aclaró:
—Quizá no me haya explicado bien —rectificó—. Precisamente lo que deseo es un antídoto poderoso contra cualquier veneno conocido. Elaborar una ponzoña mortal es precisamente uno de los secretos mejor guardados por las féminas de esta familia real. Somos expertas utilizando el acónito armenio, la mandrágora, la cicuta, o el cardamomo indio. Yo lo que preciso es un buen antídoto, Ezra. No me malinterpretes.
—Eso cambia las cosas, alteza —aseguré emitiendo un leve suspiro—. Os prepararé un antiveneno que ya se usaba en los tiempos del Éxodo.
—En Jerusalén se dice que los Eleazar conocéis secretos de las plantas con los que muchos sabios caldeos palidecerían. ¿Podrá ser posible, Ezra? Pagaré lo que me pidas. He de confesarte que temo por la subsistencia de mi madre y de mi marido, y por eso reclamo tu reservada ayuda. No reina precisamente la concordia entre hermanos, y Roma acecha para desposeernos del trono. Hay que estar preparada.
No deseaba otra cosa que ser complaciente con tan fascinadora mujer.
—Aprovecharé el don que Dios nos legó en el desierto para facilitaros unas redomas de un eficaz antídoto que os regalaré con sumo placer, princesa, y al que deberéis añadir, no lo olvidéis, varias gotas de aceite purificado para acelerar su efecto, si es que tenéis que usarlo, Yavé no lo quiera —le revelé para evacuar su preocupación y agradecerle su sinceridad para conmigo.
—Me halaga que seas tan servicial. Gracias, muchacho.
Abierta la brecha de la franqueza, me consultó sobre las bondades de las plantas curativas y yo colmé su curiosidad. Era evidente que estaba a gusto y deseaba hablar con una persona ajena a la ralea regia, y que además conociera los secretos de la farmacopea. Se interesó por la fabricación de nuestros perfumes y por mis estudios en la Academia y, al rato, y a pesar del abismo que nos separaba, me animé a preguntarle:
—¿Injurio vuestra dignidad, amirah, si os hago una consulta?
—Hazla con libertad, Ezra. Ya tenemos un secreto en común —me instó serena y recogió el felino de uno de los cojines, donde ronroneaba.
Aquella mujer ejercía sobre mí una fascinación rayana en la excitación. Me atreví a mirarla directamente a los ojos y le manifesté mi reflexión. Deseaba saber su opinión, conociendo que no era judía, y por su insumiso coraje natural.
—¿Creéis en el Mesías que espera el reino de Israel, mi señora? —lancé la pregunta, ignorante de si iba a enojarse o llamaría a sus criados para que me arrojaran a la calle a patadas. Aguardé nervioso su respuesta.
Su mirada se reactivó ante mi indiscreta curiosidad. Se tornó grave y me dijo:
—No me tengo por persona religiosa. Por supuesto que no creo en esos dioses griegos y romanos que me producen risa, y detesto que divinicen a sus emperadores, les alcen templos y les ofrezcan incienso, pero tampoco concibo a Dios como vosotros, airado, vengativo, excluyente de los demás pueblos, eternamente agraviado y siempre dispuesto a castigar a su grey, o a quien quebrante la ley. Y esos arrogantes sacerdotes saduceos, ratas de los romanos, me causan repugnancia.
—¿Y sobre el Redentor que nos libre del dominio de Roma? —insistí, deseoso de su veredicto.
Me sentí mal al inmiscuirme en sus opiniones, pero las precisaba. Sonrió.
—¿De verdad, tú que eres un estudioso de las escrituras, piensas que surgirá un enviado que acabará con la dominación extranjera, destruirá a esa laya de sacerdotes venales y corruptos y llevará al pueblo a una edad de oro donde abunde la leche y la miel? Qué poco conoces la codicia de los gobernantes. Los saduceos nunca lo permitirán, ¿sabes? Y los romanos, menos aún, Ezra. No seas iluso, querido amigo.
—Es la esperanza secular del pueblo de Israel —afirmé.
Erráticas fragancias a rosas, jazmines y arrayanes entraron por la ventana.
—¿Y para qué? ¿Para que lo toméis por loco y lo matéis a pedradas? ¿No ha ocurrido siempre así? ¿No está el desierto lleno de los huesos calcinados de muchos profetas que aseguraban ser el Mesías? —me interrogó con su mirada fija en la mía—. Asúmelo de una vez por todas, Ezra. El pueblo judío es bárbaro e ignorante, excluyente