Oleum. El aceite de los dioses. Jesús Maeso De La Torre
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Un gesto de hostilidad cubrió las mejillas del altivo sumo sacerdote y su aguileña nariz se arrugó de forma despreciativa. Una cólera sorda lo roía y sus ojos insensibles descansaron sobre nosotros. Adelantó desdeñoso su labio inferior, y replicó:
—Hablas con demasiada osadía, Eleazar. ¿Tú también eres de los que se oponen al tributo al César? Puedes lamentarlo en un futuro.
De repente me volví rabioso y olvidé mi condición de aspirante a escriba.
—Sumo sacerdote, vuestra única lealtad debería ser para Israel —dije.
Caifás desvió con ojeriza sus pupilas de ave rapaz, clavándolas en mí. Me azoré.
—¡Extrema tu prudencia, joven! —exclamó Caifás, airado—.Guarda tu lengua de cachorro temerario. Para Roma solo somos una mácula en el mapa de su colosal imperio. Nos toleran porque les servimos como paso de caravanas hacia Arabia, Antioquía y Palmira. Pero deja que se perturbe la paz en Palestina y nos aplastarán como se aplasta a un escorpión venenoso.
Mi padre se había quedado perplejo con mi repentino atrevimiento y me miró con ojos compasivos, aunque impresionado. No éramos unos ingenuos para creernos su preocupación por la sed del pueblo. Para él, el acueducto supondría un negocio cuantioso y de la parte del tesoro del Templo obtendría una sustanciosa parte.
—¡Andaos con cuidado! —Soltó un enigmático gruñido que nos dejó sin habla.
Una insidiosa corriente de desconfianza se abrió entre el saduceo y nosotros. Caifás nos lanzó de nuevo una mirada de ira y reto y mis piernas temblaron pues comprendí al instante que en sus pensamientos se abrían negros abismos de venganza. Sus tentáculos eran largos y bajo sus ostentosas vestiduras sacerdotales escondía garras de ave rapaz. Una expresión de disgusto curvó las comisuras de los labios de mi abochornado padre, que se vio injustamente señalado.
A mí me pareció una ligereza indigna de un sumo sacerdote de Israel y reprobable a los ojos del Altísimo, pero también conocía que él y su facción saducea poseían poderosos medios de disuasión. Caifás era una amenaza latente.
—No te preocupes, hijo, aunque es un hombre calculador y perverso que se cree a salvo de todo castigo, su codicia será algún día su perdición —me aseguró.
Mi padre me ocultó la magnitud que encerraban sus palabras, pero aquel día comprendí cuán fiero enemigo poseería en adelante la familia Eleazar.
Y sus adversas consecuencias no tardaríamos en sufrirlas con aspereza.
Jerusalén era un remanso de paz y la luz rojiza del ocaso comenzaba a espesarse.
IV
JERICÓ
Año XIII del reinado de Tiberio César
Una de aquellas tardes precursoras de la primavera, cuando un clarín de luz y de verdor anunciaba la florida estación en los valles de Judea, mi padre me informó de que en el mes de adar —marzo— la familia se trasladaría a la ciudad oasis de Jericó, donde conocería a la que iba a convertirse en mi esposa.
Como era costumbre, mi padre había concertado mi boda en el seno de la familia de un levita, un próspero mercader de dátiles, de nombre Uziel ben Gadara, que se convertiría durante unos días en nuestro anfitrión y, de llegar a un acuerdo, en mi futuro suegro. Debería elegir a una de sus dos hijas, más o menos de mi edad.
La noche anterior quemé incienso en mi habitación y la atmósfera se llenó del aroma de Dios, mientras mariposas nocturnas revoloteaban por las lamparillas de aceite. Me tendí en el catre, crucé los brazos sobre mi pecho y me dejé bañar por la claridad lunar que penetraba por mi ventana. Pensé cómo serían aquellas muchachas que se me ofrecían, y que mi joven corazón tanto deseaba. Y sin poder evitarlo traje a mi memoria la silueta inalterable y sugestiva de la princesa Salomé.
Me venció el sueño y surgió en mi mente una figura femenina con el rostro de la hembra real. Iba vestida con una túnica de lino egipcio y su melena oscura le caía en cascada sobre los hombros. Me llamaba con ternura y yo me acerqué, pero noté que mis pies no avanzaban. Contemplé su belleza sin tacha, semejante a una llama refulgente, e, incapaz de resistir su encanto, extendí mi brazo para tocarla, pero mis dedos hallaron la nada. C.ada vez se alejaba más de mí y se desvaneció hasta convertirse en un punto de luz en la negrura. Y por más que le imploraba que se detuviera, ella se separaba más de mis brazos anhelantes.
Jadeante, lleno de congoja y desprovisto de fuerzas, me desperté y me incorporé sudoroso del lecho. ¿Habría sido un mal augurio sugerido por mi subconsciente? ¿Sería equivocado aquel intento de casarme lejos de Jerusalén, donde estaban mis raíces? A veces buscamos inútilmente certidumbres para vivir, pero obtenerlas en los sueños resulta imposible.
El cielo de Jericó estaba poseído de una calma que presagiaba buenaventuras, y su albor era tan brillante como el añil del cielo. La turbadora fragancia de los dátiles es su aroma característico y no existe en Israel ciudad de perfume más grato. Mi familia y yo descendimos del carro en el que viajábamos, protegidos por un parasol anaranjado. Recuerdo que advertí en mí una indescriptible sensación de responsabilidad y al descender noté mi andar vacilante. Debía elegir a la que sería la compañera en el viaje de mi vida.
«Pero», reflexioné, «¿y si cometo una lamentable equivocación?».
Mi madre me abrazó, recompuso mi pelo alborotado y me aseguró que las dos niñas eran dos hermosuras. Sus palabras me tranquilizaron.
Efectivamente eran dos muchachas muy agraciadas y mejor vestidas, que tenían una rama de lirio en sus manos. Atendían a los nombres de Naomi y Keren. Llevaban pulseras en los brazos y pendientes en las orejas, diademas en sus cabellos y, sobre sus bordadas túnicas de lino, collares egipcios que representaban la flor de loto.
Se miraban entre sí y sonreían. Para ellas yo era un juego y a la vez un premio a sus deseos innatos de hallar marido. Los senos se les habían reafirmado y seguro que el vello púbico había brotado en sus sexos, por lo que ya podían procrear. Pero fue Naomi, la segunda en edad, y que frisaba los catorce, la que selló mi atención y mi deseo, por la mesura de su mirada, la sensualidad de su boca, su larga melena, que le caía por los hombros, y la sutil vibración de su estilizado cuerpo.
Nada impuro parecía rozarla. Y sobre todo me atrajo porque tenía un fugaz parecido con la amirah Salomé: mi canon de belleza en una mujer. Los espejos de sus ojos grandísimos, del color de las avellanas, iluminaban la estancia donde nos recibieron. Sus labios estaban mudos y apenas si insinuaron una sonrisa de simpatía hacia mí. Noté que Naomi hizo un esfuerzo para congraciarse conmigo. Su hermana, entretanto, sacaba su lengüecilla de forma disimulada, o guiñaba sus ojos tintados de antimonio, consiguiendo que me ruborizara.
Muchos pares de ojos estaban prendidos en mí y mi corazón palpitaba.
Me sumí en una intensa reflexión en medio de un silencio casi religioso, como si estuviera examinando la delicada mercancía de un bazar. Lo decidí pronto, pues me parecía humillante para las pretendidas. Alisé mi túnica de levita, y según el ritual de elección de esposa en Israel, tomé una jarra de vino almizclado, eché unos sorbos en una copa de peltre y me dirigí hacia las dos muchachas, que me miraron expectantes.
«¿Cuál