Oleum. El aceite de los dioses. Jesús Maeso De La Torre
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Dominaba la escena, y todo el mundo murmuraba y la miraba, majestuosa entre el vaho vaporoso de los sahumerios de incienso y sándalo. Miró directamente a mis ojos, y a mi turbación contestó cerrando y abriendo sus párpados maquillados con lapislázuli. Me dedicó una abierta sonrisa que adiviné bajo la gasa y un leve movimiento con su mano tatuada de alheña, y yo, reconocido, incliné la cabeza con respeto.
Fui inmensamente feliz. Su amistoso y adicto gesto inundó mi alma de dicha.
Sonó el shofar, el cuerno sagrado, y las tubas de plata, y nos abrimos paso entre el gentío. Accedimos al Atrio de los Sacerdotes donde nos aguardaba el sumo sacerdote, Josef Caifás, quien, en actitud altivamente repulsiva, se hallaba rodeado por los miembros del sanedrín, distinguidos por sus largas barbas y guedejas. Lo acompañaban el regente de Galilea y Perea, Herodes Antipas, su hermano Arquelao, etnarca de Judea, y el coro de músicos levitas que tocaban los címbalos y cítaras.
Transitamos bajo el arco de la Puerta de Nicanor e ingresamos en el Atrio de Israel, donde nos descalzamos. Los capiteles de las pilastras, el friso, los resaltes y las púas de oro de la techumbre, para evitar que anidaran las aves, cegaban con el sol.
Recuerdo que iba tan enfrascado en mis cavilaciones sobre el encuentro con la princesa Salomé que no vi a Caifás hasta que estuve frente a él. El sumo sacerdote exhibía una personalidad ostentosamente equivocada y una arrogancia repugnante.
Poseía un rostro anguloso y cejas pobladas y sus retinas brillaban siempre como si estuvieran encolerizadas. Su semblante daba una impresión de apatía y de desprecio. Había permanecido en el Templo siete días para evitar cualquier impureza, realizado cinco veces el mikvé, el baño purificador, y su rostro estaba macilento y demacrado.
Aunque yo ya pertenecía a la élite sacerdotal y en dos años sería nombrado escriba, comprendí mi insignificancia ante él. Ataviaba su oronda humanidad con las ocho prendas sagradas, el bigdeikódesh, cuatro semejantes a las de los sacerdotes y otras cuatro que le eran exclusivas por su rango y que, por su valor y desprecio a nuestra fe, eran guardadas por los romanos en la Torre Antonia. Vejatorio agravio para los judíos.
Formaban las vestiduras sacras la larga túnica azul, la faja dorada —oculta por su barba patriarcal—, los bajos ribeteados con hebras de oro y campanillas, los bordados con filigranas y el riquísimo peto con las doce gemas distintivas de las tribus de Israel, asegurado con cadenas de oro y plata.
Jactándose como un pavo bajo su espesa capa de orgullo, Caifás tocaba su testa de abundante cabello gris con una mitra y la corona que llevaba inscrito el lema Santidad para Yavé. En las hombreras del efod lucía dos valiosas piedras de ónice. Con todo aquel boato deslumbrador se asemejaba a un rey con sus atributos de gobierno religioso y civil, y el pueblo así lo consideraba, reverenciándolo.
Unos levitas se aproximaron a Caifás con un ternero y dos cabras para que las bendijera. Una sería soltada y conducida por un sacerdote al desierto de Azabel como chivo expiatorio y portadora de los pecados del pueblo, y los otros dos animales serían sacrificados de inmediato, significando que toda existencia pertenece a Dios.
Caifás esgrimió una ligera y forzada inclinación de cabeza al vernos.
Mi padre lo saludó devotamente, untó su cabello y barba con unas gotas de aceite sagrado y le entregó en la mano la redoma con el óleo de la Santificación que yo había elaborado, para que en el Santo de los Santos encendiera el candelabro de los Siete Brazos, que tenía la misma forma de una planta que nuestros antepasados encontraron en el desierto, la salvia, y ungiera con unas gotas el Trono del Altísimo. El sumo sacerdote alzó los brazos y declamó mirando al pueblo:
—«¡Y tomó Moisés el aceite de la unción y ungió el tabernáculo y todos los objetos santos que estaban en él! ¡Y roció el altar siete veces para santificarlo!».
No podía estar más orgulloso. Mis manos habían elaborado aquel óleo sacro.
Todo judío sabía que en el Santo de los Santos no entraba la luz solar, y que, en él, el sumo sacerdote consultaba al Todopoderoso sobre el camino a seguir en los difíciles asuntos que comprometían a Israel, en aquel momento bajo el yugo de Roma. O al menos eso pensábamos los más inocentes. Pero en la mente de Caifás solo reinaba el dinero y el beneficio y poco le importaba que le hablara, o no, el Dios invisible.
Caifás recitó la jaculatoria habitual de las grandes ocasiones: Sch ‘ma Israel Adonay Elohenu Adonay Ekhod, «Oye Israel, Yavé es nuestro Dios, Yavé es único».
Josef Caifás confesó ante el pueblo que él también había pecado y tras ser escuchado realizó la primera entrada en el tabernáculo vacío que tenía forma de cubo y donde se respiraba la impavidez de la piedra sagrada. En lugar tan venerable debía presentar ante el Todopoderoso la ofrenda del desagravio, en presencia del Arca de la Alianza que guardaban dos querubines alados, tallados en madera de olivo repujada de oro, y de la que emanaba un intenso aroma a cera, incienso y aceite puro. La primera vez le ofreció incienso y tardó mucho en salir, angustiándonos a todos, pues creíamos que el airado Yavé le estaba comunicando cosas terribles para Israel.
Suspiramos sacerdotes, autoridades y pueblo, cuando vimos su figura traspasar el santo velo. Ingresó por segunda vez para rociar el lugar con sangre del novillo sacrificado y ofrecérsela al aceite sagrado que habían elaborado mis manos.
Luego repitió la ceremonia con la sangre del macho cabrío, y al aparecer ante el doble velo, cargó con los pecados del pueblo al animal que debería ser abandonado en el desierto. Luego con voz cascada proclamó que nuestros pecados estaban perdonados por el Padre Eterno que velaba por su pueblo elegido.
Entonces estalló un gran regocijo. Los levitas tañeron sus kinnor o cítaras, y centenares de palomas, tórtolas y pájaros salieron en estampida hacia las murallas. Al fin, el pueblo, tranquilizado y jubiloso, fue abandonando el recinto entre rezos y cantos.
Pero en aquel momento ocurrió un hecho trivial y desagradable, que a la postre decidió mi futuro y el de mi familia, y que jamás pude relegar al olvido por las funestas consecuencias que nos ocasionó. Cuando mi padre se despedía de Caifás, este lo miró con una frialdad oscura e inextricable. Sin interés aparente lo interpeló con palabras muy duras. Yo, que estaba a unos pasos, escuché el reproche que le dedicó y que me heló la sangre.
—Eleazar —le musitó en voz baja, dejando ver sus dientes inclinados y amarillentos—, no estuviste afortunado en el sanedrín oponiéndote a la financiación del acueducto con el tesoro del Templo. El procurador Pilatos conoce quiénes sois los fariseos que impugnáis el proyecto y te aseguro que no es bueno para vosotros. ¿Entiendes?
Mi padre agitó su cabeza con gestos de incredulidad y en mí produjo un efecto disonante que llegó a humillarme.
—No nos resistimos a su construcción, Josef. Solo que esquilmar el tesoro sagrado nos parece sacrílego. Es dinero santo y del Dios que acabas de ver cara a cara —contestó mi impulsivo padre, concluyente pero respetuoso—. Bastante tienen los romanos para construirlo con el dinero que nos roban de los impuestos.
Caifás lo miró con desconfianza, perdiendo su solemne aplomo. No permitiría a nadie que entorpeciera sus sucios y poco claros negocios del Templo.
—Fariseos y saduceos hemos de hacer causa común con los romanos y aprender a satisfacer los deseos de Pilatos, o correrá la sangre en Israel —replicó terco.