Edgar Cayce la Historia del Alma. W. H. Church

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Edgar Cayce la Historia del Alma - W. H. Church

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Él cayó en ella . . .

      Mientras escuchaba a los hijos nacidos de la Mente discutir entre ellos la correcta administración del firmamento inferior, al Creador se le ocurrió un plan provisional. Era un experimento que no violaba del todo la voluntad del Padre, al no implicar una total separación de la Fuente, sino un descenso parcial a los dominios de la materia.

      Como entidades-espíritus en forma astral, Él y los hijos que decidieran acompañarlo descenderían al éter que rodeaba al planeta Tierra y se convertirían en observadores de primera mano de las proyecciones mentales en evolución que conjuntamente habían hecho materializar. En esta ocasión no irían como participantes activos o gobernantes, sino solo como observadores. Básicamente sería una experiencia de «aprendizaje», que los ilustraría sobre cómo operaban las leyes materiales que trabajaban en la evolución de un universo material, mientras ellos se movilizaban sin ser vistos en el aire o sobre las olas o penetraban como espíritus, en rocas y vegetación.

      Fue así entonces, que la primera raza original cobró vida. Así de inocentemente empezó el gradual descenso y caída de los dioses.

      ¿Cómo, es razonable preguntarnos, pudieron los hijos de Dios descender a la materia, esa primera vez, sin materializarse a sí mismos? Edgar Cayce lo aclaró en forma indirecta, al explicar en cierta ocasión que el cuerpo celestial de la entidad-espíritu cósmica posee los atributos correspondientes a lo físico, pero además los cósmicos, con lo cual oído, vista y entendimiento se volvían uno.5

      En otra de sus lecturas psíquicas que viene al caso, encontramos que nuestro guía psíquico se refiere a las fases de la evolución como unas veces ascendentes y otras descendentes, a la manera de un arco.6 Esa metáfora se ajusta a los escritos teosóficos de H. P. Blavatsky, quien nos cuenta que en el arco descendente de la evolución lo espiritual se transforma en lo material; y por consiguiente, en el arco ascendente, lo material se somete al proceso de transformación, reafirmando gradualmente su calidad de espíritu. «Todas las cosas tuvieron su origen en el espíritu», escribe ella, «pues en un principio la evolución empezó desde arriba para continuar su descenso, y no lo contrario, como sostiene la teoría darwiniana».7

      Su intención no era rechazar la validez de la teoría evolucionista, sino echarla a andar por un camino muy diferente. «Si aceptamos la teoría de Darwin del desarrollo de las especies», concluye, «vemos que su punto de partida está ubicado frente a una puerta abierta».

      Es la puerta en la cual la ciencia material no puede encontrar respuestas. La materia, por sí sola, carece de un punto de origen que se pueda rastrear.

      Pero debemos preguntarnos, ¿cuál es la «estrategia» del Espíritu? ¿Por qué el arco descendente y ascendente del patrón evolutivo? Meister Eckhart nos ha entregado esta llave de oro para desentrañar un profundo misterio: «Dios es Inteligencia», nos dice este místico medieval, «entregada al conocimiento de Sí misma».8

      ¿Qué mejor explicación que esa, de la relación evolutiva del hombre con el Altísimo?

      En las lecturas de Edgar Cayce encontramos un eco de las esclarecedoras palabras de Eckhart, cuando nos dice que somos dioses en ciernes. O, como se dijo una vez: «Somos Dios, todavía sin heredar nuestro patrimonio».9

      Precisamente. Eso lo resume todo. Todo el misterio y significado de la creación y la evolución quedan aclarados en esas pocas y sencillas palabras de revelación espiritual. Creador y creación son Uno, dedicado al proceso en curso de Su propia comprensión.

      Y así, quizás, ese descenso inicial de los dioses, en busca de experiencia, después de todo no fue algo malo . . .

      De hecho, nuestra fuente psíquica sugiere sin titubeos la ilusoria naturaleza del mal. Solo el bien vive para siempre, nos asegura; mientras el mal es solamente un bien descompuesto, o un alejamiento temporal de Dios.10 El mal, dijo Cayce una vez, solo aparece «en la mente, en las sombras, en los miedos» de quienes aún no conocen toda la luz, o todavía no han experimentado el despertar del ser superior.11

      ¿Pero qué le hace todo este filosofar al Diablo? Bueno, parecería desterrarlo una vez más. Pero esta vez, convirtiéndolo en algo irreal, por así decirlo.

      Es probable que, para el final de nuestro viaje evolutivo, ese modo metafísico de ver a Satanás parezca suficientemente sólido. En este momento, no obstante, cuando estamos a punto de un reencuentro con los dioses en el próximo capítulo, en un descenso aún más profundo en los dominios de la materia, veremos que Satanás todavía hace diabluras.

      Y en cuanto a esos desafortunados dioses, un recordatorio: ellos no son otros que nosotros mismos, tal como éramos entonces.

      7

      EL PAÍS DE LOS LÉMURES

      ¿A dónde llegarían los hijos de Dios en su primer descenso a tierra firme? ¿Y más o menos cuándo?

      Dónde pudo ser cualquier parte. Sus fantasmales cuerpos astrales no conocían restricciones materiales. Cualquier ecosistema les servía, en el aire, bajo el agua, o en tierra. Tan invisibles como un espíritu cualquiera, su presencia podía sentirse pero no verse; entonces no tenían enemigos qué temer, excepto los espíritus de las tinieblas al acecho. Sin embargo, si nos lanzáramos a adivinar una localización escogida por su equipo de reconocimiento, elegiríamos el ahora extinto continente de Lemuria como principal zona de caída libre para esa primera raza madre. Respecto al por qué, sólo habría que echar un vistazo a la prístina belleza del lugar: temprano precursor de la Atlántida y Edén, su exuberante vegetación y diversidad de formas vivientes en un escenario de onduladas colinas verdes y serpenteantes riachuelos del agua más cristalina, lo convertían en una auténtica réplica del paraíso superior.

      Ahora, el cuándo.

      Un poco complicado, eso. Los registros akásicos no son muy precisos al respecto, pero en términos generales, podemos situar ese descenso original en la segunda mitad del período terciario, probablemente a mitad de camino en el ciclo del mioceno. En otras palabras, hace unos diez o doce millones de años. Existe una razón válida para tomar ese punto aproximado en el tiempo prehistórico. La cual se hará evidente más adelante.

      A mediados del siglo diecinueve, cuando los bioevolucionistas estudiaban ansiosos sus mapas de rígido trazo en busca de posibles conexiones de tierra en una era anterior que pudieran confirmar la teoría darwiniana de migración de las especies de un continente a otro en los primeros tiempos, para explicar la transferencia de rasgos evolutivos, científicos de ciertos círculos se tornaron más audaces en sus especulaciones sobre la pasada existencia de continentes hoy desaparecidos, como la legendaria Atlántida de Platón, o un continente similar hundido en el Océano Pacífico o índico. Y no precisamente porque respaldaran a teosofistas u otros partidarios de las tradiciones psíquicas y legendarias en este respecto, por supuesto. Eso habría sido demasiado «incientífico». Sino porque desde su punto de vista racional, esos hipotéticos puntos de cruce constituían una justificable invención para validar su proliferación de infundadas hipótesis.

      Uno de esos alegres cazadores de mapas fue un zoólogo llamado Philip L. Sclater. Habiendo observado los lémures de Madagascar, empezó a preguntarse en voz alta cómo fue que esta especie única de mamíferos quedó atrapada en un hábitat insular tan aislado, en medio del Océano índico. El lémur primitivo, pequeña criatura nocturna con características muy similares a las de los monos, ocupaba el nivel más bajo en la escala de los primates. Sin embargo ya se le estaba considerando seriamente como un posible antepasado prosimio del género Homo sapiens. Resulta que ya

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