Edgar Cayce la Historia del Alma. W. H. Church
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Edgar Cayce la Historia del Alma - W. H. Church страница 10
En suma, debemos concluir que el juego de perseguir electrones ha generado para la ciencia algunos enojosos interrogantes de naturaleza puramente metafísica, que por lo general se cree la ciencia física no está capacitada para responder. Sin embargo, hay una hipótesis tentativa planteada por los proponentes de la antes mencionada metafísica experimental, esa nueva ciencia atrevida y disidente. ¿Atrevida y disidente? Bueno, no del todo disidente, lástima. Veremos que la antigua ciencia aún interfiere con la nueva e innovadora, frenando su avance con buena parte de las críticas usuales. De hecho, nuestra llamada «metafísica experimental» evita todo tono aventurado con posibles implicaciones espirituales o religiosas, con lo que mantiene a la metafísica anclada en la materia, en situación muy parecida a la de un pájaro con las alas recortadas. Por consiguiente, una teoría de otro modo prometedora, acaba por no poder despegar jamás. Al señalar esta falla fundamental, me viene a la memoria lo que Madame Blavatsky escribió alguna vez de Darwin: «Darwin inicia su evolución de las especies en el punto más bajo para ir subiendo desde ahí. Su único error tal vez sea que aplica su sistema en el extremo equivocado».5
La hipótesis en cuestión parece apoyarse sobre el implícito supuesto de que una clase de factor de conciencia subliminal, fenómeno completamente natural desprovisto de toda causa sobrenatural, sea un aspecto evolutivo del universo físico. Hasta donde la ciencia puede interpretarlo, este cósmico «misterio de la conciencia», como se le conoce, ha venido evolucionando lentamente durante eones para nacer de la materia primigenia o lo que sea que la Gran Explosión lanzó al espacio en el principio. Hoy en su cúspide está la conciencia totalmente despierta del hombre, la especie pensante más avanzada del cosmos, traída especialmente a un estado de conciencia superior por la misteriosa conciencia cósmica para servir a sus propios fines evolutivos. Porque el universo —según la teoría— necesita de la mente de un hombre como observador, dado que no se puede decir que nada existe hasta que es observado. (Esta última proposición es premisa fundamental de la propuesta). El papel del hombre como observador es contribuir a que la progresiva evolución del cosmos observado se perpetúe y avance, aunque el hombre mismo requiere del cosmos para su propia evolución en curso. En fin, se trata de un arreglo simbiótico, como ocurre en toda la naturaleza cuando una forma de vida desarrolla una mutua dependencia de otra para lograr su supervivencia conjunta. Pero aquí el proceso de simbiosis parece haber alcanzado su estado más elevado, su forma más perfecta. Puesto que el observador consciente es el producto de aquello que él observa. Su unión panteísta forma lo que se ha denominado como una «danza metafísica» entre la mente del hombre y el universo de la materia.6
Las imágenes pueden ser atractivas; la metafísica no tanto.
Debemos preguntarnos con toda humildad: si en el principio no estuvo la Mente del Creador observando —y de hecho durante todo el resto del tiempo— ¿cómo es que un universo no observado se las arregló para sobrevivir y evolucionar por sí mismo hasta la llegada del hombre, unos cuantos miles de millones de años más tarde? Es más, ¿cómo puede la ciencia moderna dar validez alguna a la teoría de la creación por la Gran Explosión, en un mecánico inicio de las cosas desde la materia primigenia, sin nadie por ahí que escuchara u observara ese nacimiento? Si se elimina la Primera Causa, hay que eliminar sus efectos. Sin Observador Principal, nada que observar. Así de sencillo. ¿De qué sirven las explicaciones mecanicistas? . . .
Prefiero el punto de vista de las imaginativas páginas del Génesis. A pesar de la hipérbole de su simbólico lenguaje, de alguna manera tiene más sentido, y su metafísica general es mucho más sensata. La ciencia debería darle otro vistazo. Tal vez sea posible una síntesis en estos tiempos modernos. Podríamos conservar la Gran Explosión, pero agregar Espíritu y Luz —la Fuerza de la Mente Suprema—. A lo mejor todo encaje bien. Y en cuanto a esa relación simbiótica entre el hombre y el cosmos físico, si nos atenemos a la Palabra de Dios, es una asociación apenas temporal. Porque se nos ha dicho que el hombre fue imbuido con una entidad espiritual que vive para siempre y perdurará más que el universo visible de la materia. Pero mientras permanezca aquí, al hombre le fue otorgado el dominio. Es el legítimo conservador del cosmos mientras dure, con la función de proteger y cuidar todos los mundos que temporalmente puedan satisfacer sus necesidades evolutivas, y de convertirse en miembro activo del gobierno del universo a través de su gradual dominio de las leyes universales.
(Una acotación al margen para el lector: En una época de aguda conciencia de género, quede claro que las anteriores referencias al «hombre» y todas las referencias similares que siguen, tienen un sentido estrictamente genérico y se debe entender que también equivalen a «mujer». Si para alguien es un uso ofensivo, ofrezco disculpas. Pero en un tema como el que nos ocupa, el término de referencia genérico sigue siendo científicamente correcto y no permite otra alternativa viable).
Cayce habló a menudo de la Unicidad de toda Fuerza.7
En esa unicidad deber estar implícito un orden fundamental de todas las cosas. Por lo menos sabemos por observación que del más caótico de los acontecimientos finalmente surge un orden, ya se trate de una erupción volcánica o de la desintegración y recomposición de un continente cuando la Tierra se depura y renueva a sí misma. Asimismo, es obvio que un orden maravilloso y exquisito debe regir el microscópico mundo del átomo y las partículas subatómicas, cuyo ocasional comportamiento errático puede tener una explicación racional que escapa a la comprensión del físico. ¿Quiénes somos, para ver la «casualidad» en acción cuando alguna ley desconocida causa que al parecer caprichosas o caóticas partículas de materia se fusionen en objetos tan preciosos como pueden serlo millones de copos de nieve geométricamente perfectos o el diseño de los encajes que forma la escarcha en el cristal de una ventana?
La ciencia ya ha demostrado que los estímulos mentales de las ondas del pensamiento del físico pueden controlar al díscolo electrón en la cámara de pruebas. Es obvio, pues, que dentro del electrón existe alguna forma de conciencia primitiva. Y que esa conciencia ha mostrado su disposición a recibir instrucciones de una presencia pensante cercana, instrucciones que incluso pueden ser transmitidas en forma subconsciente y recibidas de igual manera. Pero, ¿dónde está o cuál es la Fuerza Invisible que ordena a los átomos armar el copo de nieve cuando asume su maravillosa formación geométrica en la atmósfera superior? ¿O la que reúne las células vivas de cada brizna de hierba que crece con individualidad propia? Volemos mentalmente por un momento al espacio sideral donde las vertiginosas galaxias están reunidas, como titanes, cada cual obedeciendo sus órdenes de marcha impartidas ¿pero, por Quién o Qué?
La respuesta no debe ser evasiva. La hemos tenido al frente todo el tiempo. Me permito repetirla en términos claros: existe una Fuerza de la Mente Suprema Creadora y Legisladora (llámese como se quiera) que instruye y gobierna cada nicho y cada rincón del universo. Ha estado ahí desde el principio, porque el principio estaba en Sí misma. Y puesto que debe haber una ley para cada cosa de la creación, estableció las leyes universales aún antes de desatar la Explosión o pronunciar la Palabra que puso todo en marcha.
Esa filosofía, basada en conceptos espirituales revelados por nuestra fuente psíquica, podría parecer a las mentes científicas demasiado esotérica para tomarla en serio. Sin embargo, como ya lo señalamos, últimamente el mundo de la ciencia ha experimentado un cambio radical, planteando sus propias ideas esotéricas en la medida que empieza a interactuar con la conciencia de la Nueva Era. Una de las revistas científicas más prestigiosas publicó recientemente un breve y sobrecogedor artículo de un astrofísico cuyos puntos de vista no están muy alejados de la metafísica pura. El artículo contiene pruebas suficientes, si uno es capaz de aceptarlas, de que una Inteligencia que impone el cumplimiento de la ley entró en acción el mismo instante en que el universo físico fue creado.
¿El