Edgar Cayce la Historia del Alma. W. H. Church
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En el Bhagavad-gita, un conocido texto védico, encontramos esta encarnación del Ser Superior denominado Atman. Sin embargo, los estudios del Gita dejan claro que debemos considerar el Atman simplemente como otro nombre y forma de Brahman o Brahma, o Brahm, si así se prefiere. Los puristas, atrapados en el concepto de dimensiones y divisiones escalonadas del Uno, por supuesto argumentarán lo contrario, e insistirán en las sutilezas de la diferenciación. Esos matices filosóficos no caben aquí. No se trata de negarlos, por supuesto. Pero optemos más bien por una Unicidad fundamental. Nombres diferentes y otros rostros, quizá, pero la misma Entidad divina. Eso es lo que importa.
Y también es cierto del Cristo.
En la interpretación psíquica de Cayce de la versión bíblica de los acontecimientos, descubrimos al Señor interpretando su papel divino como Guía por excelencia en unas treinta distintas encarnaciones en carne y hueso, todas con nombres diferentes, pero siempre el Cristo. Más adelante lo encontraremos en varias de esas apariciones históricas. Sin embargo, se puede revelar aquí una de ellas, de pasada. Este fue la del Adán andrógino, como Él existió antes de la proverbial Caída. Y la última, por supuesto, ya la hemos identificado como Jesús de Nazaret. ¿Y entre estas dos? Todas, salvo unas cuantas, permanecen en el misterio.
No obstante, cabe la posibilidad de que uno de ellos haya sido una encarnación en la antigua India, con un nombre brahmánico. Porque las lecturas de Cayce nos cuentan que el «Salvador» bíblico, bien sea en su manifestación en carne y hueso, o como ese impulso crístico invisible que lleva a otros a ser uno con la única Conciencia Universal, ha influido en todas las formas de filosofía o pensamiento religioso que a través de la historia han enseñado que Dios es Uno.7 En todo caso, para nosotros es fácil imaginarlo como Maestro de la cosmogonía y filosofía védicas, deificado y mitificado por reverentes escribas hindúes que a su paso entre ellos, habían vislumbrado su divinidad. Es un escenario posible. Sin embargo, no necesitamos insistir en él, por supuesto. De cualquier manera, sin duda explicaría, como nada más podría hacerlo, por qué dos de las principales religiones del mundo, tan claramente diferentes en términos culturales y geográficos, ofrecen una versión de la creación tan sorprendentemente parecida.
Y hay otro aspecto más de su paralelismo que podemos estudiar: la Palabra. OM. En el léxico hindú, «OM» es el sonido vibratorio y símbolo de Brahm. También se le conoce como la «Corriente Audible de Vida», un término oculto que puede equipararse, en esencia, con la Voz de la Creación, el Verbo. (Recordemos que el sonido, como la luz, es solo un modo de energía o vibración). Repetido una y otra vez durante el acto de meditación, OM (pronunciado «Ommm») es el mantra hindú tradicional. Se cree que su repetición audible eleva las vibraciones corporales en tal forma que despierta la energía kundalini que reposa dormida cual serpiente enroscada en la base de la columna vertebral, a medida que el que medita pasa a un estado alterado de conciencia. Se dice que una vez despierta, esta «energía» transformadora sube como una flecha dentro del cuerpo siguiendo una trayectoria ya establecida y activando ciertos centros espirituales hasta que alcanza el más alto de ellos, en esotérica asociación con la glándula pituitaria localizada en el centro del cerebro. Se supone que si alcanza ese pináculo, quien medita experimentará un estado inefable de unicidad con Brahma, o Dios. Este estado de arrobamiento se denomina samadhi. Es equiparable, por supuesto, al «éxtasis» de los santos y místicos cristianos, que han logrado un estado de unión meditativa con Dios a través de la elevación de la conciencia crística interna, obviamente un proceso de transformación idéntico pero bajo distintos términos de referencia metafóricos. En lenguaje psicológico, este mismo estado meditativo se denomina «conciencia cósmica».
Las lecturas de Cayce dicen mucho sobre este tema tan complej o. Sin perder la cabeza en aguas tan profundas, igual nos sumergiremos fugazmente en ese insondable pozo de sabiduría en un capítulo posterior, cuando este viaje nos lleve allí. Y veremos que nuestro conocimiento de la materia desempeña un papel necesario en la evolución gradual del alma de regreso a su Origen, y que de hecho es un tema muy ligado a la compleja simbología del Apocalipsis de Juan.
Entretanto, con una referencia más específica aquí, donde nos hemos tropezado con un paralelo por demás obvio entre el «Verbo» bíblico y el «OM» hindú, alguna vez Cayce observó que el habla es la vibración más elevada del cuerpo humano. A este mismo respecto, recomendó el uso de la palabra hablada en la oración como más efectiva que su homologa silenciosa.8
¿Cuántas hazañas inimaginables, podríamos preguntar con razón, mucho más asombrosas que derribar las murallas de Jericó con gritos y trompetas, no habrá realizado el Señor en el principio con los incalculables poderes vibratorios de Su Palabra hablada? Entonces, ¡ es de suponer que una palabra fue suficiente para dar vida a todo un universo! Mas yo les presento la formidable idea de que en la Mente de Dios, mil millones de ideas por mil millones de veces no son mayores que una. Y es ahí, deducción lógica, donde reside el gran secreto de la creación: en su Unicidad. Un átomo es igual a un universo. Y la Mente informa y gobierna todo, el macrocosmos y el microcosmos, hasta la última partícula de polvo sideral . . .
Para reanudar nuestro viaje, ahora debemos iniciar el descenso con nuestro guía psíquico a través de los inmensos y nebulosos dominios de Akasa hasta donde está a punto de estallar la Guerra del Cielo.
¿La causa de esa guerra?
Obstinación. O, en un contexto más metafísico: un mal encauzamiento del don divino del libre albedrío. En resumen: egoísmo. Alejarse, o separarse, de Dios.
¿Y el culpable de esta celestial conmoción? Nada menos que el antiguo Príncipe de la Luz —Lucifer—, hoy conocido en la Tierra por una cantidad de nombres menos halagüeños como el Tentador, Satanás, Diablo, Dragón, Serpiente, Príncipe de las Tinieblas, todos simbólicos de la malévola influencia del libre albedrío mal utilizado.
El primero en ser creado de los siete arcángeles y de todas las huestes angélicas, a Lucifer también se le consideraba el más hermoso: un verdadero «ángel de luz». Tal vez es por eso que su nombre, que significa «portador de luz», y su mandato inicial se relacionaron en la leyenda con Venus, el lucero de la mañana y de la tarde. (Una metáfora acertada, que describe su temprano auge y posterior caída). Es probable que este concepto mítico se remonte al conocido pasaje de Isaías, «¡Cómo has caído del cielo, oh Lucifer, hijo de la mañana!». Las palabras, claro, iban dirigidas como advertencia profética a Nabucodonosor, Rey de Babilonia, quien buscaba, como el equivocado Lucifer, exaltar su trono «por encima de las estrellas de Dios . . .».9
Sin embargo, esta teoría de Venus-Lucifer debe caer, como cayó el propio Lucifer. Venus, igual que los demás planetas y el resto del universo manifiesto, ni siquiera existían cuando Lucifer y sus secuaces fueron expulsados de la presencia de Dios y lanzados al abismo. Es de suponer que allí, en el vacío del caos y despojados de todo esplendor celestial, Lucifer y sus caídos seguidores vagaron sin rumbo fijo por su propia oscuridad, sin un reino o gobierno visible hasta que la segunda creación fue puesta en marcha.
Este universo inferior de la materia se constituyó entonces en una arena en la que las fuerzas