Edgar Cayce la Historia del Alma. W. H. Church
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«Yo soy el Señor y no hay ningún otro. Yo formo la luz y creo las tinieblas, traigo bienestar y creo calamidad; Yo, el Señor, hago todas estas cosas».17
Es una expresión concluyente. ¿Cómo debemos interpretarla?
Creo que ya tenemos algo para dar con su significado. Esa parte del libre albedrío, que hemos observado, y la necesidad de dar al alma la opción de decidir, al crear los pares de opuestos en un bipolar universo material. Será mejor buscar una explicación más detallada. Y para eso, más nos vale ver lo que Edgar Cayce sacó de los registros akásicos.
Vemos que, en el universo espiritual todo el poder es Uno; y ese Uno es positivo.18
Los hijos nacidos de la Mente y proyectados para existir por voluntad de la Mente Creadora, eran a su imagen y semejanza (Sus seres individuales, dice una de las lecturas, muy explícitamente19), lo que significa que eran proyecciones de la imaginación celestial, células divinas, por así decirlo, del cuerpo de Dios, que de repente tomaron conciencia de su individualidad. Cada una de ellas un universo en sí misma, y capaz de manifestar creatividad de manera autónoma.
Seres andróginos que contenían en sí mismos todos los elementos y características necesarias para reproducirse en forma espiritual mediante la proyección del pensamiento, incluso como su Creador. Quienes, por lo tanto, no tenían necesidad de desarrollar ningún tipo de polarización sexual como parte de su naturaleza. Más bien extrajeron su creatividad de la fuerza divina. (Esto puede servir para ver la realidad tras el comentario del Señor en Mateo 22:30, con respecto a las almas resucitadas en la tierra, quienes no contraerán matrimonio ni se darán en matrimonio ¡sino que serán como los ángeles!).
Dios es Amor, se nos dice. Y de la unión con Dios se deriva pleno gozo espiritual. La creatividad es el resultado inevitable.
Los hijos nacidos de la Mente, mientras mantuvieran la unión psíquica con su Fuente Creadora en la Unicidad, podían estar separados, mas no «apartados». Dios, sin embargo, deseoso de su compañía, había otorgado a los hijos el don del libre albedrío, que pudieran escoger entre permanecer en Su Presencia o apartarse de ella. Porque, sin esa opción, los hijos quedarían en la misma categoría de los ángeles, quienes, aunque creados a una mayor altura en el principio, deben permanecer como servidores (aunque muy enaltecidos, por cierto), atendiendo al Creador. Por otra parte, a los hijos les fue otorgado un patrimonio exclusivo, si decidían ganárselo, elevándolos por encima del más alto de los ángeles.20 Si a través del ciclo evolutivo espiritual ellos se perfeccionaban, se convertirían en verdaderos coherederos con el primer Hijo, y corregentes del universo con Él en un interminable modelo de creatividad y crecimiento espiritual. (Porque, como alguien sabiamente observó alguna vez, crecer es el eterno mandato de la Mente).
En cierta ocasión que se pidió a Edgar Cayce describir el ciclo de la evolución espiritual comparado con la evolución del hombre en carne y hueso, respondió con rodeos. La evolución en el plano espiritual, señaló, no se puede apreciar bien desde otro plano.21 Es de suponer que tendremos que esperar a haber alcanzado ese nivel para saberlo.
Entretanto, hay otro punto que nos desconcierta. Y al no poder conseguir al señor Cayce para que nos responda, vamos a intentarlo nosotros mismos. Tiene que ver con el hecho de que Lucifer, el primero de los arcángeles en ser creado, al parecer fue dotado con una característica que Dios se había propuesto reservar sólo para los hijos: el don del libre albedrío, o la opción. ¿Fue éste uno de esos «accidentes» antes mencionados? Tal vez. O quizás fue una parte de los misteriosos planes del Señor . . . En todo caso, sin la deliberada desobediencia de Lucifer, ¿qué causa habría surgido para dejar caer, por así decirlo, el «Huevo» bráhmico y crear ese universo inferior? Y sin ese acontecimiento salvador, ¿dónde, en nombre del cielo, estaríamos ahora todos nosotros las almas apartadas? En el abismo, es lo más probable. En cambio, henos aquí: avanzando a tientas en nuestro lento y arduo caminar ascendiendo de vuelta a la Mente del Creador, lo cual —se nos ha asegurado— es nuestro destino a menos que por insensatos elijamos algo distinto.
Nuestra fuente nos señala que el hombre en su estado original o de conciencia permanente, es alma, con un cuerpo espiritual como el del Creador. Y que aquí, en carne y hueso, el alma es la parte de Dios en nosotros. La conciencia de carne y hueso en lo material fue creada sólo para que el alma pudiera ser conciente de su separación del poder de Dios. Y fue Satanás, o Lucifer —como alma, se nos dice— quien «creó esas necesidades», a través de su propia caída, para que este estado se diera.22 Tampoco se arrepiente de lo que hizo. De ahí el enfrentamiento constante de carne y espíritu, que es una réplica de aquella rebelión original en el cielo.
«Como es arriba es abajo», dice el axioma hermético.
Y tal como existe un Salvador personal en la tierra, cuyo Nombre podemos invocar a voluntad, también existe un demonio personal.
Sin embargo, el relato de esa batalla primordial de las Fuerzas Invisibles entre el arcángel Miguel, servidor de la Luz y Señor del Camino, y Lucifer, Señor de la Rebelión y las Tinieblas, concluye con una recomendación de prudencia. Se sugiere que todo el mal actual en la tierra debería ser visto de manera impersonal, como diversas influencias contra las que debemos luchar, más que como obra de una personalidad específica. De hecho, el intento de personalizar el mal, o el error, si a eso llegamos, es más acertado que no señalarnos a nosotros mismos.
¿Y por qué eso?
Cada uno de los que estamos en el plano terrenal vinimos por voluntad propia, como almas en busca de experimentar en carne y hueso un reino de conciencia aparte de Dios.
Nosotros también caímos.
3
LA ROTURA DEL HUEVO CÓSMICO
¿Nuestro origen cósmico en un huevo?
Debemos tomarlo como una metáfora, por supuesto. Además acertada, para los sabios de la antigüedad, quienes la inventaron en una época que no conoció temas tan complicados como la mecánica cuántica o la relatividad. Pero los tiempos cambian, y con ellos sus símbolos. Ya no podemos fomentar la arcaica idea de un Dios que anida o un cosmos que sale del cascarón. Dejemos la postura de huevos descomunales al largamente extinto pterodáctilo y busquemos un simbolismo más actualizado para expresar el nacimiento de nuestro universo.
Lo encontramos en el punto geométrico.
Centrado en su propia nada ingrávida (existe a cero gravedad, atención), este inerte e invisible punto nuestro representa un potencial de energía nunca antes soñado, suspendido en un tiempo y espacio aún no manifiestos. Quizás no mayor que un átomo muy comprimido, resultante de un universo súbitamente aplastado por su propia gravedad o desintegrado por partículas antimateria, ahora empieza a crecer como capullo en flor después de un prolongado invierno. En ese nanosegundo de movimiento interior, de repente sale de sí mismo con toda la fuerza y velocidad de un genio liberado de su botella después de eones de inercia. Una enorme explosión de materia comprimida durante mucho tiempo —una inimaginable Gran Explosión que aún resuena en las más lejanas latitudes de un universo en constante expansión mientras el antiguo punto geométrico corre por igual en todas direcciones— convirtiéndose en un círculo que se ensancha ilimitadamente