Edgar Cayce la Historia del Alma. W. H. Church

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Edgar Cayce la Historia del Alma - W. H. Church

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en sus estudios del átomo y el universo, entrando así al patio trasero de la religión, algunos contendientes religiosos han intentado invadir los terrenos de la ciencia con una mal denominada «ciencia» propia, llamada ciencia de la creación. La cual, aunque en algunos aspectos refleja un escaso conocimiento de los principios científicos básicos, con lo que se descalifica a sí misma como verdadera disciplina científica, de todos modos sirve para demostrar que ciencia y religión ya no pueden evitar el cruce por sus terrenos antes mutuamente exclusivos. Y para ser sinceros, ¿acaso no es precisamente una cruzada fecundación de ideas de estos dos reinos rivales lo que se necesita en esta crítica etapa evolutiva? Porque se nos ha dicho que ya se está gestando una nueva raza madre que llamará al mundo a una mayor unificación a todo nivel.

      Nuestro tema aquí es la unicidad.

      Ciencia y religión son los pilares gemelos de nuestra civilización moderna. Cada una tiene su función separada, claro, como la tienen la cabeza y el corazón en el hombre, y ninguno de ellos puede sobrevivir sin cierto grado de cooperación del otro. Hay que reconocer esa interdependencia y actuar en concordancia, o el bienestar de todo el organismo correrá peligro. Igual ocurre con el intelecto y la emoción: los necesitamos a ambos, interactuando en forma equilibrada, o corremos el riesgo de convertirnos en una doble personalidad encaminada a la autodestrucción.

      Trato de llegar a una percepción de la totalidad de las cosas. No obstante las mentes e inventivas increíblemente prolíficas de nuestros mejores científicos, asistidos como nunca antes por una casi ilimitada tecnología, el innato desprecio de la ciencia por los valores espirituales crea un lado «ciego» que impide muchos avances posibles. ¿Durante cuánto tiempo una ciencia librepensadora podrá evadir o desechar las realidades espirituales que pugnan por salir bajo sus inquisidoras manos, por así decirlo? Tarde o temprano, deberá encarar la necesidad evolutiva (de la que apenas un escaso número de científicos está siendo consciente) de reconocer la existencia de una Fuerza divina universal, o Dios, tras todo lo que ahora examina con tan deliberado desinterés por su naturaleza fundamental. Cuando lo logre, la ciencia tendrá que establecer objetivos y pautas interdisciplinarias sobre esa premisa unificadora. Para la humanidad el progreso resultante, tanto espiritual como material, será realmente espectacular y nos capacitará para crear una utopía terrenal si así lo deseamos.

      En cuanto a la religión, su tarea de autocorrección luciría un tanto más difícil, pero ¿qué es imposible para Dios? La religión es una casa que está muy dividida en contra de sí misma, y ya es una maravilla que Dios pueda encontrar morada bajo su debilitadas vigas. Todas las grandes religiones del mundo necesitan unirse, en espíritu si no en la práctica individual, bajo un tema común a todas: «El Señor nuestro Dios es Uno». Luego, trabajando en equipo con la ciencia en todo el mundo, este cuerpo religioso unificado puede llevar a cabo una labor organizada bajo un ideal común, en busca de erradicar la pobreza y la ignorancia que sin proponérselo tantas veces han fomentado en el pasado, con políticas interesadas y socialmente retrógradas. No es posible satisfacer las necesidades del ser interno ignorando el externo.

      Si trabajamos juntos, cosecharemos los frutos de la unicidad. Y de unicidad, dijo Cayce, es de lo que realmente se trata la evolución. Cualquier cosa que aparte a cualquiera de nosotros frena el avance de los demás, y todo aquello que nos una eleva a la humanidad como un todo. Jesús, al dirigirse a aquellos espiritualmente necesitados que se reunieron para escuchar sus palabras pocos días antes de su última cena, formuló su Ley de la Unicidad mediante una sorprendente profecía. Su cumplimiento puede ser un proceso en curso, incluso ahora. «Pero yo, cuando sea levantado de la tierra», dijo Él, «atraeré a todos a mí mismo».3

      La Mente es el constructor, se nos ha dicho, y nuestros pensamientos continuamente se están materializando a innumerables niveles. Uno de esos niveles, por increíble que parezca, tiene implicaciones cósmicas. Implica el factor de resonancia. Porque un aspecto de la filosofía de Cayce es que nuestra evolución humana está relacionada con la del universo como un todo, y que nuestros pensamientos y acciones combinados, si tienen un carácter negativo, pueden poner en marcha una resonancia discordante que afecta no sólo al sol (en el que puede provocar manchas solares)4 y los distintos planetas de nuestro sistema solar inmediato, sino que llega a sistemas de estrellas mucho más lejanos dentro de nuestra propia galaxia y aún más allá. Ese factor de resonancia se pone en marcha, teóricamente, a través de una vasta red etérea de impulsos armónicos que conectan cada parte del universo con las demás, en forma muy similar al sistema de circuitos de las células nerviosas en el cuerpo humano. Y cuando la conciencia colectiva humana sobre la tierra no está en armonía, se supone que el organismo planetario resuena con un tono desafinado, por así decirlo, que afecta de manera adversa la «música de las esferas». En un efecto recíproco que coincide con los principios de la resonancia, nuestro tono alterado rebota hacia nosotros como un impulso discordante causado por nuestra sintonía incorrecta. Sus efectos sobre el planeta pueden verse en forma de terremotos, tormentas solares, plagas y demás, hasta que el factor de resonancia planetario se ajusta a un tono más armonioso. Y esto depende, por supuesto, de la conciencia colectiva del hombre, a quien se entregó el gobierno al principio con el mandato de «someter» la tierra y —en consecuencia— aquello que simboliza la tierra: el ser inferior.

      Es una teoría factible, que tiene nexos aceptables con algunas de las más recientes propuestas científicas y al mismo tiempo, coincide básicamente con la tradición bíblica.

      Veamos algunas teorías relacionadas, extraídas directamente del mundo de la ciencia moderna.

      «Dios no juega a los dados con el universo».

      De todos los aforismos de Albert Einstein, ese es quizá el más conocido y más a menudo citado. También es el que, aún en nuestros días, es objeto de más debates entre científicos pertenecientes a escuelas de pensamiento contradictorias.

      De hecho se ha debatido desde el momento en que se conoció.

      «¡Dejen de decirle a Dios qué debe hacer!» fue la inmediata y airada respuesta de Niels Bohr. Al talentoso teórico cuántico danés le contrariaba muchísimo que Einstein rechazara de plano su propuesta, que más tarde probarían y confirmarían otros científicos, sobre el carácter al parecer caótico y aleatorio del mundo de las partículas subatómicas. Einstein y su ordenado Dios eran los aparentes perdedores. Esa vez ganaron los revoltosos electrones. Con base en el impredecible comportamiento del electrón libre en repetidos experimentos, la conclusión parecía estar clara: en el universo nada se puede predecir con certeza, puesto que la partícula atómica es la esencia de toda materia. (Sin importar que el propio acto y modo de observar el electrón en condiciones artificiales dentro de un laboratorio interfirieran en su comportamiento normal, haciéndolo saltar en forma errática de una órbita a otra, o transformarse súbitamente de partícula en onda, y lo contrario).

      En todo caso, los físicos de partículas ya han empezado a darse cuenta de que el trabajo pionero adelantado por Bohr y otros en su temprana exploración del poco conocido mundo de los sistemas cuánticos no llegó tan lejos como para ameritar ninguna conclusión definitiva. De hecho, recién llegados a este campo han presentado algunos descubrimientos nuevos de naturaleza por demás sorprendente. La investigación actual muestra que el caótico electrón libre también puede mostrar una asombrosa capacidad de auto-organización y lo que nos atreveríamos a denominar una forma de «conciencia» que en realidad lo capacita para responder a los estímulos mentales del observador. Resultado: del caos, orden repentino. La modalidad caprichosa del electrón de laboratorio disparado por un cañón de electrones, que al principio despliega un juego libre del cual surgen organizaciones y reorganizaciones al azar en una ciega manera darwiniana, de repente cambia a un predecible y ordenado patrón de comportamiento ante la atenta mirada de un observador humano (en este caso, el físico).

      Esta interacción percibida entre observador y objeto observado, que guarda el meollo de la «nueva física», conlleva profundas implicaciones que resultan

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