Edgar Cayce la Historia del Alma. W. H. Church
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Precisamente así, de hecho.
Como alguna vez lo dijo Cayce, acontecimientos ya anunciados apuntan a una inevitable convergencia entre los mundos del espíritu y la materia a medida que los avances tecnológicos lleven al infatigable explorador científico a terrenos cada vez más remotos de la investigación. Todo en el universo material, como lo planteara Cayce, está diseñado igual que en el espiritual, pero en una forma divergente, muy similar a la manifestación de una sombra.6 Y puesto que las leyes naturales tienen su origen y equivalente superior en las leyes espirituales, el descubrimiento de una ley inferior nos acerca simultáneamente a una intuitiva comprensión de aquello superior, de lo cual se deriva. Alcanzado este nivel de entendimiento espiritual de las leyes del universo, el hombre ha avanzado bastante en su designio de convertirse en señor del cosmos, y de sí mismo. Sin embargo, adquirir demasiados conocimientos con muy poca comprensión es peligroso, como para desgracia suya aprenderían los atlantes . . . (Veremos su catastrófica caída en un capítulo más adelante).
Entretanto, con respecto a ese hilo de similitud que mencionamos, aquí tenemos algunos ejemplos.
El primero tiene que ver con la teoría de la creación en la Gran Explosión. Si fue una auténtica «explosión», podemos estar seguros de que su aspecto más notable fue una enorme vibración central —esencia de la luz y el sonido— que espontáneamente se expandió en todas direcciones por los recién nacidos terrenos de tiempo y espacio, sin que se haya detenido jamás. Sobre esto, la ciencia está completamente de acuerdo, claro, y continúa rastreando las primigenias ondas de luz y sonido a través de nuestro universo en expansión. Pues bien, entonces: ¿Qué dijo Cayce, mucho antes de que se hablara de esa enorme y vibrante explosión, que conmocionó al mundo de la ciencia moderna? Su visión psíquica de nuestro origen universal difería muy poco. Claro que ese poco era mucho en términos espirituales. Todo, dijo, proviene de una Vibración Central —Verbo y Luz— que toma formas diferentes en el continuo despliegue de su manifestación por todo el universo.7
Y afirmó, para complementar, que todas las vibraciones son parte integrante de la Conciencia Universal; que toda fuerza de la naturaleza, toda materia, existe como una forma de vibración, que es vida en sí misma. Esto incluye el cuerpo físico del hombre. Al describir electricidad y vibración como la misma única energía, Cayce definió la vibración como el movimiento o actividad de una fuerza positiva y una negativa, que crea los modelos de vida eléctricos hallados en la más pequeña de las partículas atómicas y, por consiguiente, incluso en algo al parecer «inanimado» como una piedra. Toda vibración, concluyó en una nota profundamente metafísica a la que la ciencia debería prestar atención, al energizar cualquier forma material que tome, debe pasar por una etapa evolutiva y salir de ella.8 Esto es tan cierto de una hoja que brota en primavera, destinada a cumplir su ciclo estacional de realización, como lo es de un hombre o de una estrella en desintegración. Pero en el caso del hombre, la evolución de la materia está sujeta a la mente como «constructora», y al alma. Pues lo que diferencia al hombre del resto de la creación es el alma. El alma es la semilla de Dios en el hombre, y es aquello que le sobrevive, reencarnando una y otra vez en un crecimiento gradual hacia la Unicidad . . .
Entretanto, esos físicos de partículas que hoy bailan un vals metafísico con el átomo, podrían llegar a aprender mucho más del siguiente hilo de similitud con su propia investigación. Todos y cada uno de los átomos del universo, dijo Cayce, tienen su relación relativa con cada uno de los demás átomos.9 Una vez más, hablaba de la Unicidad de toda la Fuerza pero esta vez, curiosamente, aplicada al microscópico nivel de la partícula atómica, demostrando así la omnipresente unicidad de lo más pequeño y de lo más grande, en el esquema divino de las cosas. Y es ahí donde está el meollo de una sorprendentemente simple «teoría del campo unificado», como la que buscaba Einstein, aunque alteraría en forma radical el futuro rumbo de la ciencia. Cayce también habló de la mente del átomo, en una afirmación muy parecida a los más recientes teoremas científicos. De la misma manera, alguna vez definió toda sanación física como un proceso de sintonización de cada átomo del organismo con la conciencia de lo divino que hay en su interior, refiriéndose a esa entidad espiritual residente, que diferencia al hombre y lo sitúa por encima de todas las demás formas vivientes evolutivas del universo.10
La conciencia del átomo individual, al igual que la más grande Conciencia Universal, ha sido una realidad aceptada en círculos esotéricos durante mucho tiempo. Como era de esperarse, pronto se convirtió en una premisa bien establecida de la física de partículas y otras disciplinas científicas relacionadas. Es un hecho perceptible que el átomo es un universo en sí mismo, completo, con su propio y ordenado sistema de satélites girando alrededor de su núcleo, como sujetos a la armoniosa dirección de algún tipo de inteligencia y ley interior, de las cuales a su vez se puede suponer que reproducen y cumplen la ley e inteligencia superiores de la propia Conciencia Universal.
En suma, si los seis días de la creación no hubieran producido más que un simple átomo, habrían hecho un milagro. Salvo que rechazo lo denominado milagroso o sobrenatural. Mi idea, basada en la filosofía de Cayce, es que aquello que percibimos como sobrenatural es solo lo natural, aún no entendido. Pero existe lo divinamente natural, así como lo terrenalmente natural. Esto último se relaciona con las fuerzas finitas y lo otro, con las del Infinito.
5
EL SÉPTIMO DÍA
El séptimo día, Dios descansó.
Aunque más que descanso, tal vez fue una transición. Las Fuerzas Creadoras jamás están completamente en reposo: tanto Cayce como nuestros telescopios nos dicen que innumerables estrellas recién nacidas siguen apareciendo en un florecer de botones de oro en las brumosas y remotas praderas del espacio sideral.
En su interpretación de ese pasaje del Génesis, Edgar Cayce lo consideró una descripción alegórica del primer acto de gracia, la bendición del Creador, por así decirlo, a su propia obra. Describió específicamente el llamado «reposo» como una fase contemplativa, en la cual la Mente Creadora hizo una pausa para permitir que su propósito fluyera a través de todo lo que había puesto en marcha, de manera que se pudiera perfeccionar en sí mismo.1
Un universo que se autoperfeccionara, incluido el hombre. Adoptemos esa premisa. Evolución con un impulso espiritual, más que material. Darwin anulado por la previa acción del Logos. Decreto divino que reemplaza al ciego azar. Y de repente una necesidad, parece, de volver a pensar la aceptada teoría de la selección natural, junto con la teoría genética, en términos evolutivos de un orden muy diferente a lo que el pobre Darwin jamás soñara . . .
La evolución, se ha dicho con razón, no crea nada, solamente lo revela. Sus orígenes están fuera de la materia, en la Mente del Creador. La evolución de todas las ideas tuvo lugar primero en la conciencia de Dios, antes de materializarse. El comienzo de la evolución en el universo físico fue visible cuando por primera vez el Espíritu penetró en la materia, en coordinación con las fuerzas creadoras y energizantes de la Mente, convirtiéndose en lo que consideramos en este mundo tridimensional nuestro como los reinos de la tierra: mineral, vegetal y animal, en las diversas etapas de su expresión.2 A su vez, cada uno de estos tres reinos inferiores, precedió al hombre (señor de la creación) en su llegada aquí. Y cada uno estaba y está imbuido con la fuerza del espíritu, pero no del alma. La fuerza del alma estaba reservada solo para el hombre.3