Edgar Cayce la Historia del Alma. W. H. Church

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Edgar Cayce la Historia del Alma - W. H. Church

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mental o «pre-materia» etérea. (Pero eso, debo confesarlo, es mi propia idea personal). En el artículo se las identifica como «entidades invisibles, exóticas» —delgados hilos giratorios de fuerza y energía descomunales, aunque ya decadentes muchos de ellos— que aún quedan del tejido del universo recién nacido. En ese primer instante de la creación, fueron arrojadas al espacio en todas direcciones como una gigantesca red de lazadas que giraban vertiginosamente. Su diseño fue maravilloso y preciso. Con rítmicas pulsaciones, el extremo final de sus lazadas perfectamente estructurado se movía a la velocidad de la luz para barrer la materia prima convirtiéndola en terrones que en sus giros generaron las galaxias.

      ¿Qué es todo esto? ¿Un creciente culto de misticismo científico? Teoría tras teoría, vemos que la ciencia se va dejando llevar por premisas místicas. Es como si de pronto todas las leyes de la naturaleza conocidas empezaran a dar paso a fuerzas desconocidas. Y eso podría ser precisamente lo que está ocurriendo. Porque hay una Nueva Era que ya prácticamente nos alcanzó, y fuerzas irresistibles lanzan a todo el género humano a una edad de cambios revolucionarios y un despertar que escapa a nuestro actual nivel de comprensión. Es muy natural que todo esto atrape al científico, igual que a los demás. Pero lo que en realidad está experimentando, más que una transformación mística, no habría de saberlo él mismo, es una espiritual. No obstante, le cuesta admitirlo.

      Resumamos:

      Primero, una Gran Explosión —no vista y no oída— pero de algún modo verosímil para científicos de todas partes que la consideran como la más aceptable de las teorías de la creación. Entonces el caos, observado en una cámara de pruebas. Y del caos, orden. La propuesta de un universo que se organiza a sí mismo, como la teoría de la elección entre los físicos de partículas. Luego, simbiosis: una danza metafísica entre mente y materia, a nivel cósmico. Y, por último, esas cuerdas cósmicas: supuestos hilos de energía invisible colgados por todo el universo, mediante los cuales algún Genio no identificado esparció en el principio del tiempo y el espacio el material simiente que formó las galaxias . . .

      Puras conjeturas, todo esto. Conjeturas, también, de respetables publicaciones científicas. No es que me burle de ellas, no faltaba más. Y tampoco que las desapruebe. Por el contrario. Pero es inevitable preguntarse: si eso es ciencia, ¿por qué faltaría rigor científico si se explora lo paranormal o se acepta como premisa vigente la existencia de una fuerza divina y una entidad espiritual para explicar tantos misterios acerca del hombre y el universo de otra manera inexplicables?

      Existe todo un mundo de ciencia espiritual esperando ser explorado. ¿Por dónde empezar? Para medir un círculo, como dijo alguien, por cualquier parte se empieza.

      4

      LOS SEIS DÍAS DE LA CREACIÓN

      Primer Día.

      La tierra era un caos total, las tinieblas cubrían el abismo. Y dijo Dios: «¡Que exista la luz!». Y la luz llegó a existir. A la luz la llamó «día», y las tinieblas, «noche». Y vino la noche, y llegó la mañana: ése fue el primer día.

      Así, según el autor del Génesis, empezó y terminó el Primer Día de los seis días de la creación. (El séptimo, recordemos, fue un día de descanso).

      Pero ¿cuánto dura un día, por el reloj del cielo? Un día de Brahm, dice la tradición hindú, hablando de tiempo medido en términos de Dios, tiene unos 4500 millones de años de duración. Tiempo suficiente para que Rip van Winkle pasara durmiendo a la Eternidad, mientras Dios apenas empezaba Su tarea . . .

      Siete días, en total. Unos treinta mil millones de años, si usamos la calculadora bráhmica. ¿Y si no? Bueno, pues todavía nos quedan otras opciones.

      Primera, el punto de vista literal. Los partidarios de la literalidad, inflexibles y aferrados a la Biblia, se oponen a todo tipo de interpretación simbólica de los acontecimientos e insisten en que la Palabra se tome al pie de la letra. Siete días son una semana, no más y tampoco menos. (Con todo respeto, cabe preguntarnos cómo abordarán sueños y parábolas los partidarios de la literalidad).

      Cada quien debe interpretar el tema según su propia comprensión, sugirió conciliador Edgar Cayce, cuando se le pidió su parecer.1 Pero por su parte, no dudó en alinearse con los simbolistas, citando el viejo y familiar adagio: «Para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día ». Lo que el humilde psíquico tenía claro, en su asombrosa perspicacia, es que el tiempo no puede tener importancia para el Creador. Ni mil años ni mil millones de años. Todo tiempo es uno, solía afirmar, igual que el espacio es uno, en el reino del Espíritu donde todo está presente —el Eterno Ahora— en la conciencia de Dios. O para expresarlo en términos más absolutos (que la mente finita no alcanza a captar por completo, según Cayce, por su separación de lo Infinito), en realidad no hay tiempo ni espacio.2 Simplemente son conceptos de nuestra conciencia finita. La Mente Creadora originó el tiempo y el espacio como dimensiones necesarias de la creación física —los «pilares del escenario», por así decirlo— de nuestra evolución en un mundo relativo, un universo relativo. Otra dimensión agregada por el Creador, fue la paciencia. Porque, como dice en Lucas: «Por su perseverancia obtendrán sus almas».3 (Era uno de los temas bíblicos favoritos de Cayce, y aparece muchas veces en sus lecturas psíquicas).

      Lo que nos trae, por fin, al último punto de vista relacionado con el tiempo que nos quedaba por analizar: el de la ciencia física.

      La geología, conjuntamente con las demás ciencias de la tierra, ya tiene una posición bastante sólida sobre la edad de nuestro planeta, fijada en unos 4600 millones de años. La edad del universo, que se remonta a la Gran Explosión, es mucho menos precisa. Hasta hace muy poco, los científicos la estimaban en unos quince mil millones de años, pero es una cifra que siempre se corre más hacia atrás en las remotas brumas de un tiempo y un espacio desconocidos. Los cada vez más potentes telescopios permiten contemplar en el espacio sideral fantasmagóricas imágenes de refulgentes objetos celestiales a tantos miles de millones de años luz en el pasado, que dejan al observador atónito y perplejo.

      La revelación más reciente y sorprendente es el avistamiento de dos primigenias galaxias a unos diecisiete mil millones de años luz de la Tierra, que se cree representan una distancia aproximada del 95 por ciento del retroceso en el tiempo hasta la denominada Gran Explosión. El aparato usado para este avistamiento no fue un telescopio ordinario, sino todo un nuevo sistema de potentes detectores de radiaciones infrarrojas desarrollado para el ejército y puesto a disposición de un equipo de astrónomos de la Universidad de Arizona.4

      Con pruebas menos concretas, una solitaria voz en el terreno de la astrofísica —la de S. Chandrasekhar, muy respetado profesor de astronomía en la Universidad de Chicago— ha expresado su intuitiva opinión de que la edad del universo puede estar entre setenta y cien mil millones de años.5 (Lo que nos recuerda los cálculos bráhmicos antes citados, que ahora quizás ya no parezcan tan exagerados).

      En todo caso, nos enfrentamos a un tiempo y un espacio que nuestra mente no puede abarcar. Para no mencionar ese tercer elemento, la paciencia. Sin duda, esos seis días de creación, en los cuales puso en marcha tierra y hombre y llenó de estrellas el firmamento (mucho más vasto que el magnífico techo de la Capilla Sixtina, que Miguel Ángel trabajó buena parte de su vida), debieron mantener al Creador bastante más ocupado de lo que cualquier partidario de la literalidad alcanzaría a explicarnos apoyándose en su reloj de pulsera o un calendario en la pared.

      Resumiendo, ese bráhmico día de descanso era más que merecido.

      Si volvemos de la ciencia a Cayce (o, podríamos decir, de la ciencia física a

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