Edgar Cayce la Historia del Alma. W. H. Church

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Edgar Cayce la Historia del Alma - W. H. Church

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      Lo descrito, de hecho, sobrepasa lo puramente metafórico. En la mente de la mayoría de los defensores de la teoría de la Gran Explosión, esa es exactamente la forma en que ocurrió . . . y en la que seguirá ocurriendo, a medida que, según ellos, nuestro autosostenible universo continúe expandiéndose indefinidamente.

      ¿Indefinidamente? Bueno, pues aquí es donde la principal escuela de teoría cuántica choca frontalmente con la relatividad general. Previendo una gravedad incontenible, Einstein predijo el derrumbe final de este universo finito, en una inversión exacta de sus inicios. Sus puntos de vista, en conflicto con la teoría cuántica, se ridiculizaron y desecharon por anticuados. Pero si se confirman las más recientes especulaciones de los actuales proponentes de la supergravedad, al final el imparable Einstein (como sus fuerzas gravitacionales) resultará vencedor. Y coincide con nuestro punto de vista psíquico de las cosas, como se demostrará muy pronto. Una especie de secuencia Alfa y Omega, por así decirlo, si tomamos prestado ese período apocalíptico en el cual el Señor se proclama a Sí mismo principio y fin de la creación finita.

      Sorprendentemente, esa alusión bíblica nos lleva de regreso a nuestro Huevo Bráhmico. ¿Acaso nos precipitamos un poco en abandonarlo? Porque el huevo, como la serpiente y otros símbolos familiares en las enseñanzas religiosas igual de Oriente que de Occidente, tiene una interpretación oculta y otra que por lo general es la revelada. En el hinduismo, el huevo se convierte en un símbolo esotérico del «No Número», o el oviforme cero, antes de ser agregado el Adi-Sanat —el «Número» o «Él es Uno»— por el cual se convierte en terreno fértil para la multiplicidad de números de la creación visible de Brahm.1 En la tradición occidental, el «huevo» que da la vida pierde su figura oviforme para convertirse en una esfera o círculo. Es el símbolo de la Eternidad, al cual se agrega el punto central para representar el Logos o Verbo, esa Energía Creadora que lleva la Eternidad a una manifestación finita. Este mismo círculo con el punto geométrico en su centro es también el comúnmente reconocido emblema del Sol (el Hijo).

      En su intento de rastrear los orígenes del universo hasta ese invisible punto de compresión anterior a la Gran Explosión, la física moderna acerca la ciencia en forma inquietante a los principios rectores de la religión. La materia se funde con el espíritu, lo natural con lo sobrenatural. De igual modo, una teórica «mente del universo» sigue de cerca a las investigaciones peligrosamente metafísicas de los físicos de partículas que parecen haber descubierto un principio de autoorganización tras el aparentemente caprichoso y caótico comportamiento de las partículas subatómicas. Algunos físicos, muy conscientes de las arenas movedizas que están surgiendo bajo sus pies, se han refugiado en los sutiles aforismos del budismo y el taoísmo, en los que es menor el riesgo de ser acusados del imperdonable pecado científico de la «religiosidad». (Crítica que habría acabado con Einstein de no ser por su indiscutible genialidad). Este giro al misticismo oriental ha traído como consecuencia una fascinante síntesis de puntos de vista, expresada en el creciente número de libros de este género inusual, que no es del todo ciencia pero tampoco religión. O que, más bien, podría denominarse como una mezcla filosófica de ambas . . .

      Fue muy a principios del siglo diecisiete que Sir Francis Bacon propuso por primera vez los parámetros correctos para la investigación científica, al declarar categóricamente que «no pretendemos alcanzar los misterios de Dios a través de la contemplación de la naturaleza». Fue una conclusión particularmente sabia para la época, porque cubría dos aspectos: implicaba que la Iglesia no debía inmiscuirse en la ciencia. Pero en esencia, iba dirigida a la creciente necesidad de definir el papel atribuido a la ciencia, percepción que casi no ha sufrido cambios hasta hace muy poco tiempo. Por consiguiente, a través de los siglos los científicos se han dedicado a su única y legítima tarea de descubrir y probar las leyes de la naturaleza, dejando los misterios de Dios a la especulación de los predicadores o el mandato de los papas. No es pues sorprendente que esta prolongada y mutua separación entre ciencia y religión también haya generado una mutua desconfianza, a menudo alimentada por el dogmatismo de las dos partes. Sin embargo, ha llegado el momento de derribar ambas murallas, la separación y la desconfianza, para buscar un terreno común. Creo que por fin vamos aprendiendo que Dios está en las leyes de la naturaleza igual que en todas partes. ¿Por qué los científicos no empiezan —de hecho como ya lo están haciendo algunos— a descubrirlo allí? ¿Y por qué los devotos de la religión no hacen una interpretación más científica de la naturaleza de Dios y cambian lo sobrenatural por lo divinamente natural? Claro que hay otro problema: los hallazgos científicos por fuerza son tentativos, en tanto que los pronunciamientos religiosos son absolutos. Pero como Cayce lo expresó una vez, la Verdad es una experiencia en crecimiento. La religión y la ciencia deben estar sujetas a un constante cambio y crecimiento a medida que evolucionamos hacia Dios.

      De hecho, hemos visto al absolutismo religioso sufrir rudos golpes en el pasado siglo de progreso científico en la medida que se ha probado debidamente lo insostenible de posiciones fundamentalistas del cristianismo sobre ciertos temas de la interpretación bíblica como la edad de la Tierra, por ejemplo, o el tiempo probable que el hombre la ha habitado. La ciencia no ha entregado ninguna respuesta cierta todavía, pero a la fecha la evidencia ha sido suficientemente fuerte para desbancar aseveraciones fundamentalistas sobre estos temas, por un margen muy amplio. El desmoronamiento de la obstinada resistencia fundamentalista frente a nuevas verdades es sólo cuestión de tiempo, tal como unos cuantos siglos atrás el revolucionario descubrimiento de Copérnico por fin hizo entrar en razón a un papa obstinado.

      Como Gandhi observó sabiamente en alguna ocasión, la Verdad es Dios. Pero como buscadores de la Verdad, que aún no penetran los misterios de Dios, «la religión que concebimos está en permanente proceso de evolución y reinterpretación. El avance hacia la Verdad, hacia Dios, es posible sólo debido a esa evolución». Sabias palabras. Y fue quizás en este contexto de crecimiento espiritual, que más de una vez Cayce afirmó que la verdadera «iglesia» debe estar en nuestro interior, más que en ninguna organización estática, por útil e incluso necesaria, que para algunos demuestre ser como fuerza para «centrarlos» a pesar de la inevitable gravitación hacia el dogmatismo.

      Por otra parte, a veces la ciencia ha sido igualmente dogmática al aferrarse a posiciones no comprobadas. La teoría darwiniana del origen de las especies es un buen ejemplo de ello. Aunque no pasa de ser una teoría discutible, a menudo es exaltada al status de hecho comprobado. Y en este caso, es más probable que sea la ciencia y no la religión la que se vea forzada a dar marcha atrás en el tiempo, al hacer ciertas concesiones importantes cuando modere su posición intransigente. No es que el hombre no haya evolucionado, por supuesto, o que no esté aún evolucionando. ¿Pero de qué y hacia qué? Esas son las preguntas cruciales. ¿Y qué hay del alma del hombre, que tanto afecta el esquema total de la evolución? La ciencia tiene todo el derecho a dudar de la existencia del alma, pero no a pasar de la duda a la negación. De hecho, hace poco un científico catalogó a la ciencia como «el arte de dudar».2 Es una distinción que todos los científicos deben tener muy en cuenta cuando se sientan tentados a rebasar sus propios límites y volverse dogmáticos.

      Uno de los peligros del dogmatismo científico es el embarazoso hábito que puntos de vista desacreditados desde tiempo atrás, tienen de recuperar su respetabilidad perdida cuando una nueva generación de científicos da con nuevos hechos. Ejemplo de ello son ciertas ideas ya descartadas que una vez planteara el científico francés Lamarck, las cuales contradicen el popular dogma biológico acerca de la aleatoriedad de la evolución y acaban de resucitar a manos de un equipo de biólogos de Harvard. Los sorprendentes resultados de sus experimentos con bacterias, publicados por la revista británica Nature en su número del 8 de septiembre de 1988, indican que estos organismos unicelulares son capaces de controlar sus propias mutaciones genéticas, en total acuerdo con la vieja teoría de Lamarck. (Que una criatura multicelular como el hombre pueda hacer lo mismo aún está por probarse, pero la lógica nos dice que lo que un organismo unicelular puede conseguir por sí solo, con seguridad no debe estar por fuera de la innata sabiduría de toda criatura viviente, incluso

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