Historia de la Brujería. Francesc Cardona

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Historia de la Brujería - Francesc Cardona Colección Nueva Era

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una bruja amiga. Los denominados magosteros, quemadores a granel de las castañas, para luego venderlas en el mercado nunca se olvidaban de dejar una porción para las brujas como símbolo de buena voluntad, ni más ni menos como los niños dejan comida en las fiestas señaladas para Papá Noel o para los Reyes Magos y sus camellos. Naturalmente, aquellas se consumían en la hoguera recordando un holocausto primitivo.

      Se dice que en los tiempos antiguos, la castaña para la bruja era la de mejor calidad, con el tiempo, cuando las brujas perdieron valor y se convirtieron en cuentos ridículos, se dejaba la peor castaña y se estaba carcomida, mejor que mejor.

      Lo propio se hacía en la puerta de las aldas dejando un pan recién horneado destinado a la bruja (suponemos que algunas se aprovechaban de esta circunstancia y daban buena cuenta de la hogaza).

      Lo difícil es precisar que la hoguera que consumía las castañas recordase el castigo generalmente impuesto a las brujas, porque, al parecer, en Asturias no parece que haya habido autos de fe contra semejantes seres.

      Así pues los asturianos no temían a las brujas y hasta decían que la llevaban dentro y por lo general, no siempre la perseguían y la detestaban. Frecuentemente, la transformaban en un símbolo, una imagen de algún extraño contenido guardado en lo más hondo del espíritu.

      La voz popular conservaba el nombre de Paula la Lumiaga, tenida por bruja, por su carácter tímido y marginado, que con poco se conformaba, pero que de nada tenía miedo hasta el punto de fraguarse un dicho que afirmaba: “causa miedo, quien parece haberse despojado del miedo”.

      Aunque en nuestro tiempo, quizás pasado de moda y controvertido, el que fuera gran novelista santanderino del siglo XIX, José María de Pereda (1833-1906) nos dejó en sus novelas de costumbres unos perfectos acabados de tipos de bruja montañesa. Así en Sotileza, la Sargueta y Carpia, su hija; en El Sabor de la tierruca, la Rámila infeliz a todas luces, en La Puchera, la lagartona criada La Galusa, de origen romano, quizás la más perversa. Por citar algunas.

      Sea como fuere, el propio Pereda manifestará: “Las mujeres que he conocido y conozco calificadas de brujas en este país... todas se parecen y han vivido y viven solas, generalmente sin familia conocida ni procedencia claramente averiguada”.

      Y seguidamente especificará: “Ciertamente, se las teme, pero no se las odia; se las respeta y se las consulta, y aunque según se crea, tengan familiaridades con el demonio, este les sirva como familiar, a veces, en opinión popular, ejercen benéficamente sus malas artes”.

      Él mismo intervino en un asunto de tinte brujesco. Corría el año 1883 en plena Restauración de Alfonso XII, cuando se dirigió a Pedro Madrazo Consejero de Estado, en solicitud de indulto para una tal Policarpa Terices, natural y vecina de Polanco, cuna del escritor, condenada por la Audiencia Criminal de Santander a siete meses de prisión, a causa de las lesiones que había provocado a su convecina Manuela de Rivero.

      La Policarpa había actuado con gran abnegación como nodriza de uno de los hijos del escritor que no se esconde en denominarla “modelo de mujeres honradas y trabajadoras, esposa y madre campesina ejemplar”. Sin embargo, uno de sus temores era la intervención de las brujas y en su caso atribuyó a maleficio la enfermedad de su hijo, perpetrado por Manuela Rivero, tenida por una de las mayores brujas de la vecindad. Solo por indicios, Policarpa propinó una solemne paliza a la bruja que quedó echa unos zorros.

      Así pues en Cantabria, la bruja era tenida por una pobre desgraciada sobre la cual recaía las culpas de todos los males infligidos a sus convencidos convecinos y muchas veces, sin pruebas, ni fundamentos convincentes.

      La brujería peninsular fue exclusivamente rural

      Sus lugares de reunión para realizar los sabbats o aquelarres pueden mencionarse como auténticos santuarios. Las meigas gallegas lo hacían en Coiro cerca de Cangas (provincia de Pontevedra); las asturianas y leonesas en el monasterio de Hermo y en la Veiga del Palo, y se contaba que en ocasiones volaban junto a las meigas gallegas, al arenal de Sevilla para reunirse con las brujas andaluzas que también lo hacían en Lanjarón (Sierra Nevada - Granada); las castellanas se concentraban en Cernégula (Burgos) y las extremeñas en Barahona (Soria), una cualidad más para el dicho “Soria pura, cabeza de Extremadura, como alusión al avance de la frontera (una extremadura)” durante la reconquista. Las aragonesas llenaban el castillo de Trasmoz (Zaragoza) y las catalanas tenían sus conventículos en Llers, Altafulla, Mirabet, Cervera, el Pedraforca, entre otros.

      En cuanto al antiguo reino de Navarra en el siglo XVII, las reuniones de brujas llenaban casi la mitad de su escenario geográfico, singularmente en los montes Larrun y Mendaur en la sierra de Uli, en los valles del Baztán, Salazar, Roncal y Araiz, en los términos municipales de Valcarlos, Ituren, Burguete, Ciordia, Anocíbar, Goizueta, Arrayoz, Ochagavia, Esparza, Olagüe, Elogiarra y, sobre todo, en Zugarramurdi en el valle del Baztán, del que por su importancia, nos ocuparemos más extensamente. A todos ellos hemos de añadir los escenarios vascongados de Ondarribia, Rentería, Cebeiro, Araya, Maestu, Amézaga, etc.

      Capítulo VI: La brujería vasco navarra

      En 1466, la provincia de Guipúzcoa dirigió una petición a Enrique IV de Castilla, su señor natural, para que hiciera algo eficaz contra las brujas que habían proliferado tan extraordinariamente en el territorio, que constituían un mal de primer orden y las autoridades locales no habían sabido atajar, bien por mostrarse demasiado blandas con las acusadas, bien por temor, hasta tal punto que habían llegado a silenciar en sus informes el acuciante problema.

      El débil monarca castellano accedió a la petición y facultó a los alcaldes para sentenciar y ejecutar en casos de brujería sin derecho a apelación por haber llegado a convertirse en una auténtica plaga social.

      La brujería vasca aparece ligada a una peculiar situación del país: el desorden provocado por los constantes conflictos derivados de las banderías antagónicas entre sí y una tradición de paganismo primitivo ligada a ídolos como la Dama de Amboto en torno a la cual se agruparon adoradores del macho cabrío demoníaco.

      Escenario contradictorio fue así el Duranguesado porque además de hacer sinónimas a las brujas con durangas, había aparecido un movimiento religioso herético de hermanos unidos por la pobreza.

      Procedimientos para desenmascarar

      a una bruja

      El procedimiento conservado más corriente trataba de meter cuantos alfileres cupiesen en el corazón de un gallo. Del mismo modo, si había una bruja en una iglesia y el oficiante se olvidaba de cerrar el libro del altar al final de la misa, la sorguiña o bruja vasca no podía salir del santo recinto porque “el libro que abría camino a los fieles para su salvación, cerraba el paso a la bruja maléfica”.

      Las vascas aseguraban que nunca se debía dar la mano a una bruja agonizante, porque trasmitía sus poderes, más si se le ofrecía una escoba, un palo o un ramo de retama verde. Las ramas de los árboles podían quedar impregnadas de las imprecaciones brujeriles que el viento podía despertar.

      La caza de 1527:

      ¿asunto religioso o político?

      En un principio, expertos en la brujería vasco navarra alertaron sobre los maleficios que las sorguiñas comportaban, pero rechazaron de pleno sus fantásticos vuelos sobre escobas. Sin embargo, pronto ganaron la partida los que creían a pies juntillas los rápidos traslados a través de los aires, sobre todo, a partir de la caza de brujas propiciada en 1527 por el consejo de Pamplona, que había tomado el testigo de la Inquisición de Logroño cuando veinte años antes el Tribunal del Santo Oficio había ordenado la pena de hoguera para más de treinta desgraciadas.

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