Ángeles vestidos de negro. Isabel Cortés Tabilo

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Ángeles vestidos de negro - Isabel Cortés Tabilo

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mijito!, ¡la Rosa aquí me dejó, aquí me va a encontrar cuando me venga a buscar! —aseveró.

      —¡Pero papá, si ella está muerta!, ¿qué no se acuerda? —replicó Juan.

      —Hijo, yo siento sus trancos en la noche, ella me viene a llevar —contestó Agustín en el límite de la cordura.

      —Usted está enloqueciendo, papá, será mejor que me acompañe, ¡por la buena o por la mala! —ordenó.

      A pesar de todos los intentos que Juan hizo por llevarse a Agustín de su casa, no pudo ir en contra de su voluntad, era como si una extraña fuerza sobrehumana lo mantuviera anclado en aquella casa. El hombre soberbio, terco, decidió esperar a Rosa todo el tiempo que fuese necesario, hasta aprendió a cocinar arroz, lo hacía durar una semana.

      Cuando cae la noche, sin testigos, Agustín siente los pasos paulatinos de Rosa acercarse a su habitación, semidormido espera en vigilia para ver su silueta. Ella, delicadamente, lo cubre con una manta de lana de oveja envejecida por el tiempo, que tejió en grandes telares artesanales en otrora, en aquella época dorada, que él conservaba como un gran tesoro. Ella, en las noches de misterio y oscuridad; especialmente, cuando hay luna llena, niebla cerrada, lo acaricia dócilmente, besa su semblante, le arregla los cabellos con sus largas y afiladas uñas negras, para finalmente desaparecer con la aurora.

      Agustín, al caer la espesa neblina de una siniestra noche de sigilosos encantos; abre los ojos súbitamente, mira en penumbras el ventanal. El aire es extraño, como una ráfaga de viento cordillerano, que penetra por las rendijas de las puertas, estremece su alma, entre el olor a hierbas y a inciensos. De improviso, él se levanta somnoliento; abre la ventana, ve con horror y espanto, cruzar entre la gélida noche, entre tules oscuros flotando en el aire, a Rosa vestida de negro y montada en una escoba…

       La dama vestida de negro

      En memoria de Delia Fritis Manríquez

      Salieron pausadamente de su humilde casa, ubicada en una quebrada que dejaba ver todo el hermoso valle de Vallenar, se maravillaron al sentir el aroma a campo. Noelia Fernández le pidió a su hija Inés Ardiles que se adelantara un poco, que la esperara en la avenida principal. Mientras ella se detuvo a contemplar con melancolía las casas, las calles, una plaza y la catedral.

      Eran las diez de la mañana y en ese instante, ella parecía beber todo lo más bello de sus recuerdos en esa tierra maravillosa que la había cobijado toda una vida; no obstante, por su ágil mente pasó el recuerdo amargo de su primer amor, lo había amado tanto, con esa simpleza de la gente de campo que no sabe de mezquindades, se había entregado por entero a ese amor, que le brindaba Tomás Borda. En aquella época dorada de sueños de mujer enamorada, él le había dejado su primer hijo; sin embargo, al pasar el tiempo, cuando Tomasito tenía tan solo tres abriles, un día los había abandonado argumentando que iría a buscar trabajo al norte grande, les había prometido que volvería a buscarlos apenas se estabilizara económicamente; pero jamás volvió.

      Ella se quedó como Penélope, tejiendo sueños, esperándolo toda una vida, nunca dejó de amarlo; aunque después ella también conoció a otros amores, lamentablemente eran solo como un bálsamo a su soledad y abandono. De una de esas relaciones, nació Daniel.

      Pasados algunos años, conoció al padre de su hija Inés, Joaquín Ardiles, quien enamorado le ofreció nupcias. Ella se casó con él, tal vez ilusionada con tener un hogar, también cansada de sufrir el desamor de su primer amor, mortificada de luchar sola contra el mundo; del matrimonio nacieron tres hijos maravillosos. Por esas cosas de la vida, un día, Noelia se enteró que su amado Tomás se había casado con otra, una mujer adinerada que apodaban la China; además, le contaron que él había entrado a una gran empresa minera, que tuvieron hijos, vivían en casa grande, lujosa, una mansión preciosa como la que él le había prometido a ella en aquel tiempo encantado, donde soñaban juntos, con las enredaderas, los jazmines de su casa bonita, mientras el sol abrigaba el alma y los sueños.

      Todo estos recuerdos de los años mozos calaron profundamente en su corazón, se dio cuenta que hay heridas en el alma que jamás se cierran; sacudió la cabeza como para disipar los pensamientos que aún le dolían, aunque habían pasado más de cuarenta años.

      Al instante, se encontró con Inés, la hija que había tenido con Joaquín, quien la trajo abruptamente a la realidad. Caminaron en silencio; sin embargo, en sus adentros sentía lágrimas que ahogaban las palabras. Misteriosamente, una vecina salió a su encuentro, le deseó feliz viaje con un beso, un abrazo fraterno. Luego, otra vecina coincidentemente, sin razón alguna se acercó rápido a desearle que todo le saliera bien. Mientras Noelia se alejaba, ella se despedía con un pañuelo blanco, lo que la sorprendió gratamente. Después, el señor del almacén alzó su brazo haciendo señales de despedida; hasta los árboles mecían sus hojas suavemente al compás del viento, susurrando por última vez aquella vieja canción de antaño, que ella había cantado tantas veces a su gran amor: «Que seas feliz» que a su vez convirtió en un himno, tanto así que un día su hijo Tomás se la dedicó, triunfando en un festival de la canción. Todo parecía ser como si un gran murmullo de ángeles les anunciaba el último adiós, aquella dama de alegre caminar; ella en otro tiempo siempre vestía de colores vivos, con estampados de hermosas flores, parecía ser que hasta la primavera la había abandonado, dando paso así a trajes tan oscuros como el manto de la noche.

      En aquel momento, su hija Inés sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo, abrazó a su madre, la señora Noelia, respetada por todos quienes la conocieron, quien era una mujer maciza, de cincuenta y ocho años de edad, tez oscura, ojos color café, con un corazón de oro. Inés abrazó a su progenitora regalándole un abrazo tan cálido que la transportó a la niñez, cuando sentía miedo en las noche de insomnio y ella la acurrucaba dulcemente hasta calmar sus temores y ansiedades. Al instante rompió el silencio, exclamó entre sollozos:

      —¡Mamita, por favor no te vayas!, presiento que no te veré nunca más…

      —Hija, no te preocupes tanto, te prometo que volveré apenas pueda —replicó.

      Noelia llegó a su destino, la capital regional. Iba al hospital oncológico a realizarse una serie de exámenes que más tarde confirmarían un cáncer terminal. Al enterarse de aquella funesta noticia, se derrumbó por completo. Salió de allí echa un mar de lamentos que dejaban ver a su gran pesar. Caminó sin rumbo alguno, entre grandes edificios, el bullicio de la gran ciudad, el tráfico que parecía indiferente al dolor de su alma. Buscando tal vez una explicación:

      —¿Por qué a mí? ¡Dios mío! ¿Qué voy hacer ahora? ¡Cómo se lo diré a mis hijos! —se cuestionaba una y mil veces.

      Ahora que, por fin, la vida le empezaba a sonreír. Daniel Zavala, aquel hijo que curiosamente tuvo tres padres, uno que lo engendró y lo abandonó, otro que gentilmente le dio su nombre y apellido y el último que lo crió a medias. Le había prometido una casa cuando era niño, ahora por esas vueltas de la vida, quizás en premio a su perseverancia; de haber sido un niño trabajador, humilde, empeñoso, Dios lo había compensado, ingresando a una afamada empresa. Había llegado el momento, él le había confirmado a Noelia la noticia en esos días; aún resonaban sus palabras en su mente:

      —¡Mamita, llegó el momento de darte todo lo que tú mereces! —emitió Daniel—. Vamos a construir tu casita, mamita.

      Aquel sueño de toda una vida por fin se haría realidad para esta mujer humilde y soñadora.

      Decidieron intervenirla cuanto antes para detener ese terrible mal; pero al operarla solo pudieron determinar que le quedaban dos meses de vida. Ella, inmediatamente,

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