Ángeles vestidos de negro. Isabel Cortés Tabilo

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Ángeles vestidos de negro - Isabel Cortés Tabilo

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estaba al cuidado de su madre, Ester, quien tenía unos setenta y cinco años de edad y era capaz de cuidar con esmero a su hija enferma; la llevaba al médico, a sus quimioterapias, proporcionaba sus medicinas.

      Al llegar al segundo mes de sentencia, Noelia se empezó a sentir muy ahogada, bajó más o menos veinte kilos, su apariencia parecía la de otra persona; en otro tiempo era alegre, silbando, cantando, hasta bailaba con la escoba, que incluso se ganó el apodo por sus hermanos, quienes le decían: «La fray escoba». Ahora, apenas le salía la voz. Antes de partir, le dijo a su hijo Daniel que velara por su familia, especialmente ahora que había sido padre nuevamente, que cuidara mucho a Manuelito el recién nacido que era igual a él cuando era bebé. Daniel tenía que regresar a su trabajo, los permisos se habían terminado, con el dolor de su alma, sin imaginar quizás que ese sería su último adiós, regresó a su hogar.

      Daniel, mientras viajaba al norte, poco a poco, comenzó a sentirse muy inquieto, miraba la soledad del desierto parecido al que sentía en su corazón, absorto en sus pensamientos, presagiando su amor de hijo que su madre estaba en la etapa final de la enfermedad, la perdería definitivamente. Asfixiado en el bus, comenzó a rezar, llegando a la ciudad, caminó decidido a visitar la catedral. Llegó de noche, cuando estaban cerrando el templo, pero alcanzó entrar unos segundos. Se arrodilló frente a Cristo crucificado, suplicó a Dios por la vida de la mejor de las madres, la más sacrificada. Conmocionado con lágrimas que se ahogaban en la garganta, recordó como esa viejecita, a punta de mucho esfuerzo, les había dado educación. En tiempos de escasez, ella lavaba ajeno, planchaba, remendaba, hacía trabajos de costura; a veces hasta que la sorprendía el amanecer. Lo admirable era que nunca se quejaba, todo lo hacía cantando, sonriendo con la esperanza que a sus hijos nunca les faltara nada, ella estaba separada por más de veinte años; por ende, le era extremadamente difícil sobrellevar el hogar sola, con cinco hijos a cuesta. El más pequeño de ellos era Elías, quien fue un gran apoyo para Noelia, cuando no tenían nada para cenar, él en forma silenciosa salía a la calle con una bolsa debajo del brazo, después de unas horas, volvía a la casa con víveres para sus hermanos y su madre, nadie se imaginaba que el pequeño Elías mendigaba para poder comer él y su familia. De grande, siempre fue un hombre muy trabajador; incluso laboraba doble turno, siempre llevaba grabado el recuerdo de su madre en su corazón como su único tesoro.

      Entonces, Daniel, ¿no alcanzaría a cumplir la promesa de niño que había hecho de todo corazón? Noelia siempre dibujaba en las noches, en pequeñas servilletas de papel, la casa de sus sueños sin que nadie la viera, hasta que un día fue sorprendida por Danielito apuñando un papel en las manos, con su más secreto sueño. Mientras ella escuchaba el concierto de termitas comiéndose la vieja vivienda. El pequeño al verla tan afligida, la abrazó, la consoló, con lágrimas de niño sellaron un compromiso de amor y esperanza; le prometió que algún día, cuando fuera grande con la ayuda de Diosito, construiría la casita de sus sueños en el hermoso valle de Vallenar.

      En la madrugada de un abril gris, melancólico, en donde las hojas caían como formando un muelle cama para las almas que sufren, Noelia se comenzó a sentir muy sofocada, su frente perlaba sudor. Ester muerta de miedo, no hallando qué más hacer, decidió pedir una ambulancia urgente. Llegando al hospital, se hicieron todas las diligencias del caso; pero, al final la pusieron en una sala aislada, donde Ester muy tiernamente acariciaba la frente a su hija, le tomaba las manos, las sintió heladas como el ambiente de aquel hospital, le decía:

      —Gorda, tienes que estar tranquilita todo va a salir bien, ten fe —suplicaba.

      Mientras Noelia sentía grandes dolores, el calorcito de las manos de su madre, comenzó a delirar. Se imaginó que era su amado quien la venía a buscar. Recordó cuando se reencontraron por última vez en la boda de Daniel, fue tan bonito. Él había reconocido, al fin, que nunca la había dejado de amar; pero que por esas cosas del destino, sus sendas se habían separado. Confesándole muy arrepentido su cobardía de juventud; se había dejado cautivar por la buena vida y, muy pronto, vinieron lo hijos que terminaron de amarrarlo por completo. Conmemoró aquella noche mágica que salieron furtivos, volvieron a vivir su amor en plenitud; aquel amor inconcluso que esperaron tanto, brotó con la fuerza de mares embravecidos. Al amanecer, sin testigos de la fogosa noche vivida, él le volvió a prometer que algún día volverían a estar juntos para siempre, ella era el gran amor de su vida.

      Noelia, en su alucinación, lo vio venir, sintió su perfume abrigando su alma, alzó sus manos con una sonrisa de mujer enamorada. Comenzó a sonar el monitor y las enfermeras corrían vertiginosas, Ester muy angustiada, sintió cómo las manos de su hija caían gélidas sobre las albas sábanas del hospital. En tanto, le cubría el rostro helado. Ester salió de la sala tragándose aquel sabor amargo de las lágrimas, que se escurrían por su garganta, salió a la calle en la madrugada, sola, sin saber ¿qué hacer?

      En tanto, Daniel llegaba a su casa, a medianoche, muy angustiado le pidió a su esposa, a sus niños que le ayudaran a hacer una oración por su madre. Se pusieron de rodillas para hacer un rosario, suplicaron al Todopoderoso que la sanara de aquellos dolores tan terribles, que la bendijera, pero que sobre todas las cosas, que se hiciera su voluntad. En ese preciso instante, sonó el teléfono. Era la abuelita Ester informando que Noelia acababa de fallecer de un cáncer al páncreas, que era preciso que viajara inmediatamente para que se hiciera cargo de los funerales y, así, retirar a Noelia cuanto antes del hospital. Era la alborada más fría y triste que habían experimentado; que paradoja aquel último rosario, rezado de rodillas, con sollozos que parecían calcinar el corazón de Daniel, coincidentemente a la hora de la partida de Noelia, fue como los cincuenta escalones que faltaban para que ella emprendiera el camino al cielo.

      En el funeral estaban todos sus hermanos, hijos, sobrinos y nietos. Se acercaban uno a uno, consternados por la pesada, repentina noticia, que cayó como una lágrima de fuego en sus corazones.

      Al frente del ataúd, mirándola con aparente mortificación estaba Joaquín su esposo, no se atrevía ni siquiera a mirarla; tal vez, arrepentido por lo mal que se había portado con Noelia, recordando quizás las veces que ella lo aguardaba, en la mueblería para solicitar encarecidamente ayuda para sus hijos, él por egoísmo, falta de compromiso con su familia, no les proporcionaba nada. A veces, les pasaba solo unas cuantas monedas, quizás para tranquilizar su conciencia. No obstante, lo único que hacía era humillarla, hundirla más en su pobreza.

      En tanto, Noelia lo miraba por los espejos del abismo, desde lo más profundo de su alma, que aún permanecía atrapada en los rincones de aquella habitación donde yacían sus restos; el ambiente estaba enrarecido por el olor a flores, a velas, a inciensos, más los cuatro cirios que iluminaban su cara. Ella lo observaba con melancolía, contemplaba por última vez cada uno de los rostros de sus seres queridos, como queriendo inmortalizarlos a cada uno de ellos. Sin embargo, Noelia sentía compasión de Joaquín al verlo ahora solo, viejo y enfermo. Ninguno de sus hijos legítimos quería ayudarlo producto de lo mal que se había portado con ellos en la infancia; Incluso, Joaquín junior se atrevía a decir siempre que se le tocaba el tema: «Pobre viejo se lo merece», recordando las veces que lo mandaba a trabajar cuando apenas tenía ocho años; incluso, una vez, Joaquincito se armó de valor y le contestó a su padre:

      —¡Algún día voy a trabajar, pero no para usted señor!, que solo aparece de vez en cuando para maltratarnos.

      No obstante, la misericordia de Dios es tan grande que pone siempre un alma generosa en el camino para no dejar desamparados a los viejos, enfermos. Después del fallecimiento de Noelia, Daniel decidió ayudarlo pese a su mal comportamiento, mandándole una mesada, preocupándose por él aunque no era su padre biológico. Motivado, tal vez, por ese corazón generoso que había heredado de Noelia; quien a pesar de la pobreza igual siempre se las arreglaba para hacer obras de caridad, recolectando entre sus amistades ropa y algunos enseres de casa para los más necesitados.

      Inés viajó desde el valle al puerto donde estaba sepultada

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