Ángeles vestidos de negro. Isabel Cortés Tabilo

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Ángeles vestidos de negro - Isabel Cortés Tabilo

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Eran más de las seis de la tarde, estaba cayendo la espesa neblina que caracteriza a los puertos. Su madre estaba sepultada en Antofagasta, aquella ciudad porteña que la acogió como un leve puente hacia la eternidad y morada santa, estaba ubicada justo frente al mar. Inés logró dar con el nicho de su progenitora, en aquel momento se inició aquel diálogo pendiente:

      —¡Mamita, perdóname por todo! por no haber llegado a tiempo, por no haberte cuidado los últimos días de tu vida, tú mejor que nadie sabe lo mucho que me cuesta viajar.

      —Viejita, ¿te acuerdas que tú siempre decías que las historias se repiten? siento tanto lo mucho que te hice sufrir. Tanto que me aconsejaste para que mi vida fuera distinta e igual fui mamá soltera, me casé, ahora estoy separada igual que tú. Viviendo quizás las mismas carencias económicas, para colmo mamita, mi niña, la Cecilia también está embarazada, apenas tiene dieciséis años. ¡Ni te imaginas lo que estoy sufriendo!, me hacen falta tus sabios consejos, tú siempre tenías una palabra de consuelo para todo, veías la vida con altura de miras.

      —Mamita, ni siquiera te traje un ramo de flores, ¡perdóname! —se echó a llorar desconsoladamente, tanto así que sintió que su cuerpo se estremecía.

      Misteriosamente, desde el techo de los nichos cayó un ramo de rosas amarillas en las manos de Inés, miró hacia arriba, vio alejarse dos palomas blancas, las rosas eran justo del color preferido de Noelia, sintió escalofríos, quedó paralogizada de emoción, una sensación rara de espanto; igual se las ofreció humildemente a su madre, a quien amaba sobre todas las cosas.

      De pronto, cayó la noche, la venció el sueño, la fatiga emocional, se durmió a los pies del sepulcro de aquella mujer maravillosa que le dio tanto con tan poco.

      Con el correr de los días, sin tener consuelo, Daniel todas las noches se levantaba y lloraba frente al retrato de su madre, murmurando:

      —Viejita te fuiste, no alcancé a cumplir tu sueño, ¡perdóname! por no darte todo lo que tú merecías.

      Mientras Inés se despertó con la brisa marina que acariciaba sutilmente su tez morena, enjugando por última vez sus cristalinas hojas, frente al sepulcro de su madre, regresó a su tierra natal, con el corazón partido en dos. Con el tiempo tuvo que ir a un especialista por una gran depresión por el duelo, el psicólogo argumentó:

      —Menos mal que a su madre la sepultaron en el norte, porque de no ser así, usted hubiese hecho del cementerio su hogar.

      El tiempo transcurrió vertiginosamente, Inés no lograba amortiguar el dolor que fluía del corazón con más fuerza, como una herida abierta que nunca podría cerrar. Un día, ella estaba al borde de la locura, tomó las llaves de la vieja casa, abandonada desde que falleció su madre, corrió calle abajo sin pensar, hasta lograr meterse en su hogar de infancia, tan lleno de dulces fantasmas, de recuerdos. Lloró frente a cada cosa que tenía en sus manos: los retratos envejecidos por el sol, el tiempo que no perdonan; los pañitos y los cobertores viejos tejidos a crochet, hechos por las manos de Noelia; la mesa de madera roída por las termitas, testigo de tantos coloquios familiares. De pronto, su corazón comenzó a palpitar con fuerza, sintió miedo, queriendo morir. Abrió el ropero antiguo, vio que todavía había allí mucha ropa de su viejecita; la sacó lentamente, se acostó en la cama que usaba su madre, se cubrió con todas y cada una de esas prendas encontradas allí. Luego sintió su aroma que, mágicamente, aún se conservaba en la ropa, que aquella noche acariciaron los rincones de su alma mortificada, por la pérdida de su progenitora. Lloró, suplicó, imploró, recordó con tristeza el no haber sabido corresponder a ese amor tan grande. Cuando ella se enfermó, no visualizó la amenaza de aquella enfermedad despiadada, pensando, tal vez, que no era tan grave, no supo acercarse a su madre para cuidarla, devolverle la mano.

      Inés no supo cómo se durmió entre gemidos, suspiros que se ahogaron en las sábanas. Sintió que Noelia le acariciaba los cabellos, le besaba la frente, la cubría con el manto de la ternura, arropándola por última vez. Venía como un ángel de la guarda a acompañarla, como cuando era niña, velaba su sueño; aunque el caudal de lágrimas dejaba entrever que ella había llegado al límite de la cordura.

      Daniel entre tanto, noche a noche, se levantaba a fumarse un cigarrillo con Noelia; lo hacía igual que cuando ella estaba viva, solían fumar y beber juntos un trago, para luego conversar hasta altas horas de la noche. Sentado frente al retrato de Noelia, donde aparecía como una dama vestida de negro; monologaba con ella, le contaba sus penas.

      —¡Mamita, perdóname te necesito, te amo tanto! no me resigno haberte perdido, me hace tanta falta tu amor, ya no puedo vivir sin ti —confesó llorando.

      Mientras tanto, Inés sintió su presencia, creyó que el aroma de las prendas fue sanando poco a poco, cada una de las heridas más profundas, sintió que ella misma bajaba del cielo a acurrucarla, por última vez.

      —Mi niña, ya no llores más. Te prometo que todo cambiará, seré tu ángel de ahora en adelante —susurró Noelia.

      —¡Levántate hija! ¡acuérdate que tienes dos niños por quien vivir! un nietecito por quien seguir luchando, con la fuerza de una mujer grande —musitó otra vez con dulzura.

      Daniel, aquella noche, lloró hasta que sintió que su alma se secaba por completo. De pronto, creyó escuchar que aquel retrato le hablaba, no sabía si aquello era producto de su imaginación combinado con el alcohol y la melancolía:

      —Hijo, ya no llore más, déjeme ir tranquila, emprender definitivamente mi viaje a la casa del Padre. No te olvides que, con mi partida, Dios ha sido generoso contigo, te ha mandado un consuelo: tu pequeño hijito Manuel —replicó Noelia.

      —Mi niño, si es por la casa, constrúyala igual para su hermana Inés. Tú sabes que ella vive en arriendo, no puede seguir pagando y la desalojarán muy pronto. Ella está separada, será lo mismo que si me la hubiese dado a mí en vida —susurró como una brisa suave de verano nuevamente.

      —Me quedaré en cada recoveco de tu alma, en cada rincón de tu casa, viviré en ti hasta que dejes de recordarme, seré tu ángel por siempre —concluyó diciendo con un dejo de ternura perenne como su amor de madre.

      Daniel creyó que estaba enloqueciendo, se durmió sobre el retrato de Noelia; pero lo más extraño fue que cuando se despertó, encontró que estaba apuñando aquella servilleta de papel donde su madre dibujaba cada noche, que contenía una imagen muy borrosa de una linda casita. Recién ahí pudo comprender que no era una locura, que ella había estado allí esa noche. Daniel se sanó de su depresión y apenas pudo, comenzó los trámites para dar inicio a la construcción de la casa para obsequiársela a Inés, la única mujer de la familia y, así, a través de su hermana, cumplir con aquella promesa de niño hecha a Noelia en otrora.

      Tiempo después, demolieron la vieja casa de madera, de tantos recuerdos y edificaron una morada sólida, frente al valle, el sueño dorado de su madre. Inés y Daniel encontraron la paz, el amor, la alegría. A partir de ese día, fueron felices gracias a aquella dama maravillosa que seguramente Dios acogió como una bella flor madura, para adornar su jardín en el cielo; su bondad traspasó más allá de la eternidad, todos los límites de lo sobrenatural.

      A veces, los hijos de Daniel sienten silbar y bailar a su abuelita Noelia en la casa, se ríen en complicidad con ella, dicen:

      —Papá, «La fray escoba» nos vino a visitar.

      —Sí —contesta él—. Yo también la he sentido de vez en cuando.

      —Pero papá, ¡nosotros la hemos visto! —replican y sonríen los niños.

      Meses

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