La magia de la vida. Isabel Cortés Tabilo

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La magia de la vida - Isabel Cortés Tabilo

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con entusiasmo —Y usted, ¿cómo se sintió?

      —También me sentí en el paraíso, porque estábamos todos y no faltaba nada —dijo ella con una linda sonrisa.

      —Sabe Lucrecia, desde que usted llegó a la Universidad, siento que algo me pasa con usted y no sé lo que es, quizás usted podría ayudarme a descubrir lo que me pasa. Tiene que ver con los suspiros —Pedro sonrió con aquella amplia sonrisa tan seductora que lo caracterizaba.

      —¿No será la presión arterial don Pedro? Como usted no es de acá... —ella se cohibió con su mirada profunda, no le quedó más remedio que bajar la vista por unos instantes.

      —Pero, por favor míreme, a mí me gusta que lo haga. Debo confesar que no puedo sacarla de mi mente desde que llegó. Con cada pensamiento siento que usted aflora en todo lo que me rodea, incluso, pienso que hasta se me sale por los poros, a veces me siento inquieto —agregó cruzando sus brazos para sentirse seguro.

      —¡No quiero mirarlo! Usted me pone muy nerviosa señor — expresó, esquivando su mirada, queriendo huir por unos instantes. Se daba cuenta que él estaba significando mucho en su vida.

      —Lucrecia, usted no pasa desapercibida en esta universidad. ¿Sabe? Yo llevo años buscándola, es más, llegué a pensar que no existía —dijo él con tono poético.

      —Tan poca fe tenía don Pedro —indicó ella con algo de picardía, prontamente sonrió y sus mejillas se ruborizaron con aquella declaración inesperada. —Don Pedro, es posible que me tenga que trasladar a otra ciudad por razones laborales de mi esposo —sentenció Lucrecia dándole un giro a la conversación descabellada que tenían ambos en ese momento.

      Entonces, Pedro extendió sus manos sobre el escritorio por un breve instante, tal vez para que Lucrecia las tomara, ella se sintió incómoda y se escondió detrás de un crucifijo que estaba sobre el mesón y no pudo alcanzar sus manos. Se quedaron en silencio por una fracción de segundos esperando una señal.

      —¡Por favor no se vaya!, a mí me ha hecho muy bien haberla conocido, usted lo tiene todo- dijo él rompiendo esa atmósfera de silencio e incertidumbre.

      —Don Pedro, a mí también me encanta conversar con usted, a veces ni siquiera quisiera irme de su oficina, para disfrutar un poco más de su compañía, y estoy muy agradecida de la oportunidad que usted me ha brindado en la facultad —agregó ella con infinita ternura.

      —Lucrecia, yo estoy enamorado de usted y no sabía cómo decírselo, usted es una persona muy especial para mí, yo pensaba que personas como usted ya no existían, además la encuentro tan formal, tan correcta.

      —Don Pedro, usted es muy especial, a veces yo también me siento atraída por usted, pero soy una mujer casada, con hijos y no soy mujer de aventuras, lo único que le puedo ofrecer es una amistad sincera.

      Lucrecia se despidió con un beso en la mejilla, él percibió aquel perfume que le encantaba y se quedó en su oficina ensimismado, pensando que tal vez no fue bueno haberse declarado, ya que esto podría romper la linda amistad que había entre ellos.

      Esta declaración de sentimientos no fue inalterable para Lucrecia. Se formuló un sinfín de preguntas, sabiendo que las respuestas las obtendría de Dios directamente a su corazón; sin embargo, prevalecían sus valores que la hacían permanecer unida a la voluntad de Dios y sus mandamientos, decidió continuar firme en su providencia de ser fiel a su vocación de esposa, madre y como funcionaria en la Universidad.

      Pasaron varios meses, Lucrecia y Pedro siguieron siendo amigos, ella no se fue de la ciudad, su marido no fue trasladado de su faena. Una tarde otoñal en que el viento soplaba deshojando el tiempo y las quimeras, tuvieron una convivencia en el salón de conferencias, a la cual ambos fueron invitados. Él y ella se sentaron frente a frente e intercambiaron algunas palabras.

      —Don Pedro, ¿cómo le fue en su viaje a la capital? —preguntó ella tratando de romper el silencio.

      —Bien Lucrecia, incluso traje unas fotografías que me gustaría enseñárselas.

      Sacó de su bolsillo una cámara digital y comenzó a exponer a Lucrecia, unas fotos con paisajes bellísimos, con céspedes y árboles muy frondosos, de un lugar hermoso que parecía un jardín del Edén; pero a medida que Lucrecia miraba las fotografías, sintió un atisbo insistente de él, percatándose que Pedro mantenía sobre ella su profunda mirada. Desde las más finas hebras de su piel, ella sintió como un río de emociones que fluía copiosamente por su cuerpo, hasta ruborizarla por completo y sentirse muy inquieta, al verse sorprendida por él. Era evidente que Pedro Morales quería algo más, y ella no era totalmente indiferente a ese hombre fascinante, algo en él la atraía desde el primer día que cruzaron palabras y no podía seguir negando aquello.

      Cierto día lúgubre, el destino conspiró en arrebatarle un ser querido, demostrando lo frágiles que son los seres humanos en esta vida. Lucrecia fue a solicitarle permiso al rector para ausentarse del trabajo algunos días.

      —No hay problema Lucrecia, vaya tranquila —concedió él, sintiendo ganas de consolarla, abrazarla y besarla.

      —Gracias Don Pedro, es usted muy amable.

      —Lucrecia, antes que se retire, sé que no es el momento quizás adecuado, pero necesito preguntarle algo, ¿usted ha pensado respecto a nosotros? —consultó ceñido en un suspiro que le salió del alma.

      —Lo de nosotros don Pedro, es imposible, aunque lo que siento por usted es fuerte —agregó ella bajando la mirada.

      —¡Es imposible porque usted no quiere! ¡Yo sí quiero estar con usted! ¡Por favor, invíteme un día a su casa! Cuando no esté su marido para conversar, y sacar todo esto que tengo guardado en mi corazón para usted, déjeme visitarla, ir a bendecir su hogar, yo visito enfermos, etc. —se exaltó Pedro Morales.

      —Mi casa es sagrada don Pedro, yo jamás llevaría a ningún hombre, por respeto a mi esposo y a mis hijos, acaso si usted fuese mi marido, ¿le gustaría que yo hiciera eso?

      —Por supuesto que no, pero no tenemos donde más vernos. Lucrecia, yo a usted la amo desde el primer momento que nos conocimos, además nadie lo va a saber y todo el mundo lo hace —inquirió con ese dejo de aire de superioridad que lo caracterizaba.

      —Don Pedro, a mí me hubiese gustado conocerlo en otro tiempo, cuando aún no estaba casada, pero eso es imposible. Que tarde nos conocimos —respondió con infinita tristeza.

      —Pero por lo menos nos conocimos Lucrecia, aunque, igual me duele pensar que ni siquiera un beso nos hemos dado —expresó él pensando que tal vez ella en ese momento, se atrevería a obsequiarle un ósculo de amor como despedida.

      —Nunca tuvimos tiempo de nada —contestó ella en señal de queja y resignación.

      —Pero, ¡dígame entonces! En la vida eterna ¿a quién elegiría?

      Él le había hablado a Lucrecia de la eternidad como algo mágico y prodigioso, más que sobrenatural divino, más allá de lo habitual para un hombre de su cargo, de su altura. Que le hablara de un amor eterno, manifestando su amor sublime, encaminado en el reino de Dios, eso era quizás lo que más le atraía de ese hombre maduro y seductor; porque ella era una mujer espiritual. Luego de pensar unos segundos su respuesta, confesó:

      —Don Pedro, a veces, siento que el corazón

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