La magia de la vida. Isabel Cortés Tabilo

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La magia de la vida - Isabel Cortés Tabilo

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un día en nuestras conversaciones triviales con el padre, nos miramos de tal manera que hasta nos encandilamos, y nos reímos de la luz que proyectábamos juntos. Otra vez, estábamos dialogando; de pronto, escuchamos el timbre de salida y era como si estuviésemos hipnotizados, absortos en nuestra conversación, era como si nos adentrábamos en el alma, como si no pasara el tiempo, y nos íbamos en un éxtasis espiritual.

      —Hija, te contaré una vieja historia. Hace muchos años a mediados de siglo, cuando aún los curas vestían rigurosamente de negro y el cuello romano del sacerdocio, que les daba un aire aristocrático, había un sacerdote de mediana edad, usaba unos anteojos de vidrios redondos y delgados, que le entregaban a su rostro un sello de sabiduría y quietud; pues bien, este personaje fue muy conocido en el norte de nuestro país por su singular vida. Figúrate tú, que en las misas recibía muchas miradas penetrantes, libidinosas e insistentes de la población femenina de su feligresía. Hasta que un buen día llegó una mujer joven con un niño en brazos y un niño colgando de su mano. Esta hermosa mujer de ojos color esmeralda, era nada menos que su cuñada, que fue abandonada por su marido, quien la había dejado por otra mujer, y se mandó a cambiar al sur. Ella fue a suplicarle al cura un techo para dormir, éste muy preocupado le ofreció una pieza que tenía en el patio de la parroquia donde él vivía; pero la convivencia con ella y su belleza extraordinaria, hicieron que el curita perdiera la cabeza por ella, y la hiciera suya.

      Vivieron una relación de muchos años, en concubinato como una familia clandestina. Del fruto de ese amor, tan grande y verdadero engendraron una hija. Después de varios años un día en plena misa, entró una niña de cinco abriles.

      —¡Papito, a la mamá se le acabó la leche! —gritó ella en su inocencia, sin siquiera imaginar el torbellino de contrariedades que traería su declaración.

      El sacerdote, se levantó su sotana, sacó de su bolsillo un billete y le contestó:

      —Tome mi niña, llévele a la mamá el dinero para que compre lo necesario —mientras le temblaban sus manos y la barbilla, pensando en su encrucijada.

      Las viejas que eran más papistas que el Papa, alegaron indignadas de comprobar sus sospechas, pero el cura con su encanto y sabiduría, explicó:

      —El cuerpo no es más que el alma, y el alma no es más que cuerpo. Somos carne y somos espíritu. La omisión del cuerpo como parte del celibato es una aberración —agregó, secándose la frente y el sudor de sus manos, mientras la gente continuaba enmudecida, por decir lo menos—. Todos los sacerdotes del mundo son alma, pero también cuerpo y todos mis sentidos barbotean como fumarola viva —concluyó el cura con un suspiro de alivio.

      Esta declaración no tardó en llegar a los oídos del obispo de la ciudad, quien lo enrostró indignadísimo; sin embargo, decidió encubrir la situación ya que él tenía también amoríos con algunas concubinas de la feligresía, y esto era del dominio del sacerdote. La mayoría de los feligreses aceptaban la situación irregular de este cura, amigo de casi todos; quienes lo invitaban a los partidos de fútbol, el padrecito asistía puntualmente, y de paso alegraba su entorno. Esa era una de las razones por lo que la mayoría de la gente aceptaba, que el curita tuviera una familia escondida en el patio de aquella parroquia, además que pensaban que el celibato era inhumano. Hasta que un día removieron al obispo a la capital, y el nuevo obispo hizo investigar los rumores de este personaje, y lo destituyeron a otro país, luego de mandarlo a Roma a hablar con el Papa, por faltar gravemente a la doctrina de la iglesia. Su familia quedó a la deriva a la merced de la caridad cristiana.

      —Lucrecia hija, esto ha sucedido siempre, lo que pasa es que la iglesia tapa el sol con un dedo y no todo lo que brilla es oro. Por lo menos este hombre de quien tú me has conversado, conquista a mujeres hechas y derechas, no es un pedófilo, aquellos que son como depredadores en vestiduras sagradas. Me alegra ver que eres una mujer de valores sólidos y no has caído; pero mi consejo es que te alejes inmediatamente de ese hombre inescrupuloso. Una mujer prudente se aleja del peligro, en cuanto a las vueltas que te diste a su oficina, quedas justificada por mi parte, y si te preocupa Dios, pienso que también estás perdonada, porque has luchado contra esta tentación tan grande, que tal vez es una prueba, porque tú siempre has sido muy puritana, moralista y cuadrada, pero eres un buen ser humano.

      Esta información fue lapidaria para Lucrecia, quien resolvió no volver a ver nunca más al sacerdote. Así que concluyó que en vez de ir a la universidad y flaquear en su decisión de dejar el trabajo, era mejor llamarlo por teléfono para poner punto final a esta situación tan irregular, que la mantuvo muy triste y perpleja durante varios meses, y quizás ausente de su familia. Resolvió irse unos días a la playa con sus hijos, y su marido por razones laborales no podría acompañarla.

      —Padre, quiero presentar la renuncia, cada vez estoy más confundida y no puedo continuar así. En todo caso gracias por la oportunidad brindada. Me iré unos días a la playa con mis niños, para desconectarme de todo —dijo muy seria.

      —Y su marido, ¿no va con usted? —preguntó el padre tratando de sacarle información.

      —No padre, se quedará trabajando, él no tiene vacaciones —contestó ella algo cortante.

      —Lucrecia, ¡déjeme acompañarla! Como su amigo —solicitó él con ternura.

      —¿Cómo se le ocurre padre? ¡No gracias! —resolvió ella tajante.

      —¡Por favor, déjeme ir con usted! Sólo como amigos, a veces pienso que no la veré nunca más, y me voy arrepentir toda la vida, de no haber hecho nada por nosotros —agregó él en tono de súplica.

      —Bueno, si insiste, pero sólo como amigos —contestó ella titubeando nuevamente.

      —Voy hacer todo lo posible por viajar mañana, le hablaré para ponernos de acuerdo, y si por algún motivo no puedo llegar, me comprometo a llamarla por teléfono.

      Lucrecia viajó al día siguiente con sus hijos, dispuesta a pasar una semana de recreación, y sobre todo encontrar la paz que añoraba su alma, como un bálsamo de rosas frescas. Todo marchó espléndidamente, ella estaba muy tranquila, pero a la vez inquieta porque su amigo cura no dio señales de vida. Como era una mujer que le hacía frente a cada problemática que le ponía la vida, a media noche con un nerviosismo que nublaba su mente, resolvió marcar el celular de él y llamarlo.

      —Hola padre, ¿cómo está? —habló con un dejo de melancolía.

      —Bien Lucrecia, y usted, ¿cómo lo está pasando? —contestó él sorprendido.

      —Disculpe la hora, pero la duda me está matando, quería saber qué había pasado, ¿por qué no viajó? —preguntó ella decidida.

      —Lucrecia, no fui, porque usted no quería que fuera, y yo jamás la voy a obligar a nada que usted no quiera hacer —respondió él con voz tenue.

      —Padre, yo no quería que viniera; porque me he dado cuenta que usted es igual que todos los hombres, igual de infiel, usted al parecer hasta tiene un harem en la parroquia —ella sacó la voz que la caracterizaba y lo encaró sin ningún tipo de contemplaciones.

      —Lucrecia, si yo hubiese podido elegir, la elegiría a usted, y si hubiese tenido algo que ofrecerle, lo hubiese hecho al principio cuando recién nos conocimos, usted me cautivó desde el primer momento —agregó él tratando de defenderse.

      —Quizás más de alguna vez se me cruzó por la cabeza, separarme para estar con usted, pensando que era un santo, y no es así. Mi marido me ha sido infiel más de una vez, eso me ha llevado años superarlo, pero durante

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