La magia de la vida. Isabel Cortés Tabilo

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La magia de la vida - Isabel Cortés Tabilo

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sin embargo, lo elegí a él hace mucho tiempo cuando nos casamos —contestó ella sinceramente.

      —Para mí, usted es mi octava maravilla, ¡y no me va a sacar de su vida tan fácilmente! Porque yo no lo voy a permitir. ¡Llevo años buscándola! —respondió él, enfadado.

      Lucrecia se paró precipitadamente de la silla y se despidió.

      A partir de ese día ambos decidieron distanciarse, era cada vez más difícil mantener la compostura y no cometer alguna locura. Ella trabajaba normalmente, luego se retiraba a su casa; sin embargo, algo sucedía en ella que no era habitual. Comenzó a pensar en él más de lo normal. La música que estaba en boga tenían letras que la hacían fantasear con aquel amor furtivo. Él era muy caballero, era encantador, cada vez que lo encontraba en las aulas de la universidad, tenía esa sonrisa que lo iluminaba todo. Ella pensaba que era un ángel que se le había escapado a Dios; pero era un adonis prohibido.

      Antes que Lucrecia retornara a la universidad, después del permiso solicitado, decidió ir a misa para orar por esta confusión que amenazaba su alma, que la confundía de sobremanera. Mientras sintió las campanas de la iglesia, su corazón le palpitaba precipitadamente. Aceleró el paso, previa genuflexión entró al templo, se persignó y casi se desmayó de la impresión, cuando vio ahí frente al altar, vestido con una sotana blanca y unos zapatos negros… Era él, no había ninguna duda, ¡Pedro Morales era un sacerdote! Quizás por eso provocaba aquella fascinación tan increíble en ella.

      —¡Dios mío! Y yo que me estaba enamorando de un hombre prohibido y que además era un hombre consagrado a Dios —pensó. Dios, a quien ella amaba más que a nada en el mundo.

      Lucrecia, quedó paralogizada con la mente en blanco durante varios minutos. Una vez que salió de ese estado, pensó en lo paradójica que suele ser la vida; haber encontrado a un hombre ideal, cuando estaba casada y para colmo era un sacerdote, un hombre de Dios. Mientras pensaba escuchó una oración:

       Oración por la santificación de nuestros sacerdotes

      ¡OH! Jesús que has instituido el sacerdocio

       para continuar en la tierra,

       la obra divina de salvar almas,

       protege a tus sacerdotes,

       en el refugio de tu sagrado corazón.

       Guarda sin mancha sus manos,

       que a diario tocan tu sagrado cuerpo,

       conserva puros sus labios con tu sangre,

       haz que Preserven puros sus corazones

       y no permitas que el espíritu del mundo

       los contamine.

       Aumenta el número de tus apóstoles,

       y que el fruto de su apostolado,

       sea la salvación de muchas almas

       que sea su corona eterna.

       Amén.

      Lucrecia salió de la casa de Dios echa un mar de lamentos, pensando en mil encrucijadas de su destino, pero la oración profunda y sincera cobijaron su alma. En el refugio de sus aposentos, a solas, escribió en su diario de vida un bello poema:

       Amor sublime

      Navegué en el fondo de tu alma

       como una musa inspiradora,

       que fluye como río de sentimientos cobijados

       en los espacios siderales y eternos.

       Me pierdo en tu misteriosa mirada

       y no existe para nosotros un buen puerto,

       donde amarnos sin tregua, sin penitencias

       en la infinita sinfonía del tiempo.

       Florecen de tus manos blancas mil deseos

       huellas de amor en nuestras almas,

       vacío que estrella mi corazón dividido

       siento que pierdo el rumbo de mi existir.

       Arrebolados sentimientos de culpa

       en el patíbulo de lo prohibido e inverosímil,

       caen malogradas pasiones de melancolía

       arañando mi alma de desolación.

      Durante varios días hizo muchas plegarias, esperando de Dios alguna respuesta, alguna revelación, o algo; hasta que una noche tibia se rompió el manto de la incertidumbre. Tuvo una hermosa revelación: «soñó con la Virgen Santísima, la vio con sus delicados y blancos pies, pisando una serpiente larga y verdosa, en señal que fue ella quien aplastó el pecado representado en Satanás. En su cabellera larga y divina, había una corona de estrellas que iluminaban el mundo». Luego, sintió la voz del Todopoderoso, que apacible y misericordioso le decía:

      —«Hija, no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados». (Lucas 6:37)

      «No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?» (Juan 11:40)

      Al día siguiente despertó con un jardín de alegrías nuevas en su corazón, decidió ir a visitar nuevamente al padre y terminar definitivamente con esta situación.

      —Padre, necesito hablar con usted —ordenó Lucrecia con un brillo especial en sus ojos.

      —Dígame Lucrecia, ¿qué la trae por estos lares?

      —Padre, siento mucha rabia, pena y desilusión por esta situación tan irregular e incómoda —contestó ella súbitamente.

      —Lucrecia, si se refiere a mis hábitos pensé que usted sabía, no es secreto para nadie en la facultad.

      —Dígame padre, ¿por qué la iglesia no permite que se casen? Ustedes los sacerdotes, que son los afectados y que sufren tanta soledad e incomprensiones, por qué no se organizan y le exigen al Papa que cambie esa absurda ley del celibato, que al final nadie cumple, al parecer todos viven de puras apariencias, parecen fariseos que predican y no practican, ¡viven un mundo de hipocresías! A

      Jesús no le gustan los términos medios, «los quiere fríos o calientes y los tibios los vomita» —concluyó ella enfadada.

      —Lucrecia, ¡cálmese por favor! Déjeme explicarle nuestra posición. La razón de que nosotros no podemos ser casados, es porque en nuestro servicio ministerial debemos dedicarnos en cuerpo y alma a la obra de Dios. Si tuviésemos familia nos desviaríamos a atender nuestros propios hogares, no a los feligreses en sus necesidades espirituales. Imagínese pues, si fuésemos casados y en plena misa nos llaman que la esposa o un hijo tuvieron un accidente, ¿cuál debería ser nuestra prioridad? —respondió él tajante y sin titubear.

      —Disculpe que lo contradiga padre, pero pienso que

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