La magia de la vida. Isabel Cortés Tabilo

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La magia de la vida - Isabel Cortés Tabilo

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sabe tanto? ¿Tiene algún poder especial? ¿Acaso lee la mente? —preguntó él furioso a punto de cortar la llamada.

      —No se puede servir a Dios y al diablo al mismo tiempo, yo creo que usted debería decidirse por ser hombre o sacerdote, y medir el daño que hace —increpó ella tratando de desenmascararlo.

      —Si me hubiese tenido que casar, para estar con usted me habría casado. Lo vivido con usted igual me sirvió, para imaginarme como hubiese sido mi vida de casado, en familia y con hijos —agregó él con infinita tristeza.

      —Dígame, ¿le gustó imaginarse eso? —indagó ella más tranquila.

      —No le niego que me gustaría estar en el lugar de su marido, con usted incluida, y tener todo lo que tienen construido juntos; pero, ¡dígame! ¿Qué tengo que hacer para estar con usted? ¿Qué le falta? ¿Qué puedo darle yo? —inquirió en tono suplicante.

      —Padre, yo de usted no quiero nada, no espero nada, y no le creo nada. Usted no cumple nada de lo que dice; ni siquiera es capaz de cumplir su compromiso con Dios, que está en todas partes. Se le olvidó el Santo Temor de Dios, y eso es gravísimo. Yo elegí a mi esposo hace mucho tiempo, y voy a seguir casada con él, voy a tratar de restaurar mi matrimonio. En todo caso lo vivido con usted me enseñó a perdonar de corazón a mi marido. Más vale diablo conocido que diablo por conocer.

      Además, el estar al otro lado, en el lugar de los pecadores me enseñó a valorar mucho más a mi familia, y no juzgar a nadie, porque ahora, ¿con qué moral podría hacerlo? —concluyo extasiada.

      —Lo lamento Lucrecia, en cambio yo a usted terminé creyéndole todo lo que me decía, usted me tiene, nadie me había tenido así, y nadie me había tratado como usted lo hace —replicó una vez más esperando una señal.

      —Padre, yo lo traté como a un hombre, porque usted se comporta como tal —respondió asediada del coloquio tan paradójico.

      —Una última pregunta Lucrecia, ¿qué hizo su esposo para conquistarla y tenerla a usted? Que es la mujer más difícil que he conocido, la más equilibrada que conozco.

      —Sebastián, me escribía poemas, me cantaba canciones, cumplió todo lo que me prometió, se ganó toda mi confianza, lo más importante es que supo esperarme, respetarme y me llevó al altar para obtener la bendición de Dios —contestó ella orgullosa.

      —Lucrecia, todas las canciones que canté en las convivencias de la facultad, fueron dedicadas a usted— dijo con infinita paciencia.

      —¡Padre, usted no me quiere verdaderamente! —emitió con un dejo de tristeza y coraje.

      —¡Sí, la quiero! Por primera vez estoy confundido entre mi vocación religiosa y usted. De lo único que estoy totalmente seguro es que usted es la persona que yo andaba buscando, y deberíamos haber asumido lo que a los dos nos pasó, por eso se me hacía eterno cuando no la veía —concluyó resignado a perderla definitivamente.

      —Lo siento padre, ¡yo nunca voy a ser amante, ni de usted ni de nadie! —agregó sintiéndose una mujer digna. Aunque no siendo aquello igual se sufre, pero se sufre menos, ya que no hay consecuencias que lamentar, pensó para sus adentros.

      —¿Qué me hará por enamorarla? —inquirió de nuevo esperando su castigo.

      —Nada padre, usted asuma lo suyo y yo asumiré mi parte. En todo caso le doy gracias a Dios, porque nunca pasó nada entre nosotros, o me sentiría peor de lo que me siento —expresó desanimada.

      —En todo caso, para mí no fue nada lo que pasó entre nosotros, para mí fue casi todo. Si hubiese pasado eso, hubiese sido todo. ¿Si con el tiempo, esto que los dos sentimos no se nos pasa, qué vamos hacer? —replicó él con un nudo en la garganta.

      —No sé, yo no soy adivina padre —expresó ella con agobio.

      —Sé que al final yo me voy a quedar con usted Lucrecia, la voy a esperar todo el tiempo que sea necesario, porque usted vale la pena —agregó con evidente nostalgia.

      —Adiós padre, que esté bien —concluyó ella a punto de llorar.

      —Adiós Lucrecia, Dios la bendiga, ojalá algún día pueda perdonarme y sobre todo entenderme —ultimó con algo de incertidumbre.

      Y esa fue la última vez que hablaron, nunca más se dirigieron la palabra.

      Lucrecia, un día en que las nubes rompían por llover, igual que su alma cohibida por los deseos prohibidos y por las razones que la razón no entiende, recordó un secreto de familia, que la Nona le había revelado. Ella le había dicho que en la larga vida matrimonial, muchas veces iba a sentir pasión por otras personas; sin embargo, para no ser infiel de hecho en cuerpo y alma, y evitar enfermedades sexuales, era mejor que cuando estuviera con el marido, haciendo el amor, cerrara los ojos y se imaginara en los brazos de su ruiseñor enamorado, para sacarse definitivamente las ganas y santo remedio.

      Lucrecia, recordó que un día después de una fiesta de aniversario en la facultad, luego de haber compartido con su amigo sacerdote, como consecuencia de haberse seducido el uno al otro con la mirada, perenne como un amor tormentoso y prohibido. Cuando llegó aquella noche en que surcaron los sueños de mujer enamorada, llevó a cabo el consejo de la Nona. Tenía en su mente la mirada seductora de Pedro, sus manos blancas y refinadas, su olor pulcro, sobre todo su voz penetrante. Fue fácil imaginarse el romance con él. Dejarse envolver por sus brazos tan deseados, esconderse entre las sábanas ficticias, sentir su calor, sus besos, su amor y su sexo. Sintió que su voz profunda estremecía cada fibra de su alma, tenía un trinar de sensaciones, sus palabras de frenesí que aún jugaban como un carrusel fantasma en su mente, y se entregó por fin a ese amor platónico. Ese instante, de amor y locura fue mágico, se sintió en el paraíso; aunque, inmediatamente se mortificó al sentirse pecadora e infiel, sobre todo se sentía culpable de haber tenido que usar a su esposo, a quien todavía amaba, a pesar de todo; pero él ¿cuántas veces no habrá hecho lo mismo? Peor aún había sido infiel en cuerpo y alma, se preguntó a continuación, para tratar de justificarse.

      Ahora bien debía seguir adelante con su vida y tratar de ser feliz, pues ahora se sentía plena y con nuevos bríos.

      La abuela Nona antes de regresar a su ciudad natal, fue a despedirse de Lucrecia, para asegurarse que todo había terminado.

      —Lucrecia hija, ¿cómo terminó todo con el susodicho? y ¿cómo está la familia? —preguntó con cariño y comprensión.

      —¡Bien Nona! no lo he vuelto a ver, no lo he llamado nunca más y la familia mucho mejor, tratando de reencantarme de nuevo en mi matrimonio —dijo con mucho entusiasmo.

      —Qué bueno hijita, te escapaste jabonada de una grande, porque por una calentura lo hubieses perdido todo y no valía la pena.

      —Sí Nona, gracias a Diosito que me ayudó siempre y que por gracia de Dios soy lo que soy —contestó ella feliz.

      —Hay algo que no te he dicho hija, y que creo que es necesario que tú sepas. Tal vez la atracción por la espiritualidad tan grande que tienes, lo llevas en los genes —confidenció la Nona, con certeza.

      —¿Por qué Nona? ¿A qué te refieres? —inquirió ella envuelta en un manto de incertidumbre.

      —Aquella niña, la que

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