Colección de Julio Verne. Julio Verne

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Colección de Julio Verne - Julio Verne

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vale cazarle.

      -Adelante, pues, señor Land -respondió el capitán Nemo.

      Siete hombres de la tripulación, tan mudos e impasibles como siempre, aparecieron en la plataforma. Uno de ellos llevaba un arpón y una cuerda semejante a las utilizadas por los pescadores de ballenas. Se retiró el puente de la canoa, se arrancó ésta a su alvéolo y se botó al mar. Seis remeros se instalaron en sus bancos y otro se puso al timón. Ned, Conseil y yo nos instalamos a popa.

      -¿No viene usted, capitán? -le pregunté.

      -No. Les deseo buena caza, señores.

      Impulsado por sus seis remeros, el bote se dirigió rápidamente hacia el dugongo, que flotaba a unas dos millas del Nautilus.

      Llegado a algunos cables del cetáceo, el bote aminoró su marcha hasta que los remos descansaron en las aguas tranquilas. Ned Land, arpón en mano, se colocó a proa.

      El arpón con que se golpea a la ballena está ordinariamente sujeto a una cuerda muy larga que se desenrolla rápidamente cuando el animal herido la arrastra consigo. Pero la cuerda que iba a manejar Ned Land en esa ocasión no medía más de una decena de brazas, y su extremidad estaba fijada a un barrilito que, al flotar, debía indicar la marcha del dugongo bajo el agua.

      Puesto en pie, observaba yo al adversario del canadiense, que se parecía mucho al manatí. Su cuerpo oblongo terminaba en una cola muy alargada, y sus aletas laterales en verdaderos dedos. Se diferenciaba del manatí en que su mandíbula superior estaba armada de dos dientes largos y puntiagudos que formaban a cada lado defensas divergentes. Tenía dimensiones colosales, su longitud sobrepasaba casi los siete metros. No se movía y parecía dormir en la superficie del agua, lo que hacía más fácil su captura.

      El bote se aproximó prudentemente a unas tres brazas del animal, manteniéndose a dicha distancia, con los remos inmovilizados.

      Ned Land, con el cuerpo ligeramente echado hacia atrás, blandía su arpón con mano experta. De repente se oyó un silbido y el dugongo desapareció. El arpón, lanzado con gran fuerza, había debido herir el agua únicamente.

      -¡Mil diablos! -exclamó, furioso, el canadiense-. ¡Erré el golpe!

      -No -le dije-, el animal está herido, mire la sangre, pero el arpón no le ha quedado en el cuerpo. -¡Mi arpón! ¡Mi arpón! -gritó Ned Land.

      Los marineros comenzaron a remar, y el timonel dirigió el bote hacia el barril flotante.

      Repescado el arpón, la canoa se lanzó a la persecución del cetáceo, que emergía de vez en cuando para respirar. Su herida no había debido debilitarle, pues se desplazaba con una extremada rapidez. El bote, impulsado por brazos vigorosos, corría tras él. Varias veces consiguió acercarse a unas cuantas brazas y entonces el canadiense intentaba golpearle, pero el dugongo se sumergía frustrando las intenciones del arponero, cuya natural impaciencia se sobreexcitaba con la ira. Ned Land obsequiaba al desgraciado animal con las más enérgicas palabrotas de la lengua inglesa. Por mi parte, únicamente sentía un cierto despecho cada vez que veía cómo el dugongo burlaba todas nuestras maniobras.

      Llevábamos ya una hora persiguiéndole sin descanso, y comenzaba ya a creer que no podríamos apoderarnos de él, cuando el animal tuvo la inoportuna inspiración de vengarse, inspiración de la que habría de arrepentirse. En efecto, el animal pasó al ataque en dirección a la canoa.

      Su maniobra no escapó a la atención del arponero.

      -¡Cuidado! -gritó.

      El timonel pronunció unas palabras en su extraña lengua, alertando sin duda a sus compañeros para que se mantuvieran en guardia.

      Llegado a unos veinte pies de la canoa, el digongo se detuvo, olfateó bruscamente el aire con sus anchas narices agujereadas no en la extremidad sino en la parte superior de su hocico y luego, tomando impulso, se precipitó contra nosotros. La canoa no pudo evitar el choque y, volcada a medias embarcó una o dos toneladas de agua que hubo que achicar, pero abordada al bies y no de lleno, gracias a la habilidad de patrón, no zozobró.

      Ned Land acribillaba a golpes de arpón al gigantesco animal, que, incrustados sus dientes en la borda, levantaba la embarcación fuera del agua con tanta fuerza como la de un león con un cervatillo en sus fauces. Sus embates nos habían derribado a unos sobre otros, y no sé cómo hubiera terminado la aventura si el canadiense, en su feroz encarnizamiento, no hubiese golpeado, por fin, a la bestia en el corazón.

      Oí el rechinar de sus dientes contra la embarcación antes de que el dugongo desapareciera en el agua, arrastrando consigo el arpón. Pero pronto retornó el barril a la superficie y, unos instantes después, apareció el cuerpo del animal vuelto de espalda. El bote se acercó y se lo llevó a remolque hacia el Nautilus.

      Hubo de emplearse palancas de gran potencia para izar al dugongo a la plataforma. Pesaba casi cinco mil kilogramos. Se le despedazó bajo los ojos del canadiense, que no quiso perderse ningún detalle de la operación.

      El mismo día, el steward me sirvió en la cena algunas rodajas de esta carne, magníficamente preparada por el cocinero. Tenía un gusto excelente, superior incluso a la de ternera, si no a la del buey.

      Al día siguiente, 11 de febrero, la despensa del Nautilus se enriqueció con otro delicado manjar, al abatirse sobre él una bandada de golondrinas de mar, palmípedas de la especie Sterna Nilótica, propia de Egipto, que tienen el pico negro, la cabeza gris con manchitas, el ojo rodeado de puntos blancos, el dorso, las alas y la cola grisáceas, el vientre y el cuello blancos y las patas rojas. Cazamos también unas docenas de patos del Nilo, aves salvajes con el cuello y la cabeza blancos moteados de puntos negros, que eran muy sabrosos.

      El Nautilus se desplazaba a una velocidad muy moderada, de paseo, por decirlo así. Observé que el agua del mar Rojo iba haciéndose menos salada a medida que nos aproximábamos a Suez.

      Hacia las cinco de la tarde avistamos, al Norte, el cabo de Ras Mohammed, que forma la extremidad de la Arabia Pétrea, comprendida entre el golfo de Suez y el golfo de Aqaba.

      El Nautílus penetró en el estrecho de jubal, que conduce al golfo de Suez. Pude ver con claridad la alta montaña que domina entre los dos golfos el Ras Mohammed. Era el monte Horeb, ese Sinaí en cuya cima Moisés vio a Dios cara a cara, y al que la imaginación corona siempre de incesantes relámpagos.

      A las seis, el Nautilus, alternativamente sumergido y en superficie, pasó ante Tor, alojada en el fondo de una bahía cuyas aguas parecían teñidas de rojo, observación ya efectuada por el capitán Nemo.

      Se hizo de noche, en medio de un pesado silencio, roto a veces por los gritos de los pelícanos y de algunos pájaros nocturnos, por el rumor de la resaca batiendo en las rocas o por el lejano zumbido de un vapor golpeando con sus hélices las aguas del golfo.

      Desde las ocho a las nueve, el Nautilus navegó sumergido a muy pocos metros de la superficie. Debíamos estar ya muy cerca de Suez, según mis cálculos. A través de los cristales del salón, veía los fondos de roca vivamente iluminados por nuestra luz eléctrica. Me parecía que el estrecho iba cerrándose cada vez más.

      A las nueve y cuarto emergió nuevamente el Nautilus. Impaciente por franquear el túnel del capitán Nemo, no podía yo estarme quieto y subí a la plataforma a respirar el aire fresco de la noche. En la oscuridad vi una pálida luz que brillaba, atenuada por la bruma, a una milla de distancia. -Un faro flotante -dijo alguien cerca de mí.

      Me

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