Colección de Julio Verne. Julio Verne
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Entre otros muchos vi esos gobios citados por Aristóteles y vulgarmente conocidos con el nombre de lochas de mar, que se encuentran particularmente en las aguas saladas próximas al delta del Nilo. Cerca de ellos evolucionaban pagros semifosforescentes, especie de esparos a los que los egipcios colocaban entre los animales sagrados, y cuya llegada a las aguas del río, anunciadora de su fecundo desbordamiento, era celebrada con ceremonias religiosas. Vi también unos déntalos de tres decímetros de longitud, peces óseos de escamas transparentes, de un color lívido mezclado con manchas rojas; son grandes devoradores de vegetales marinos, lo que les da ese gusto exquisito tan apreciado por los gastrónomos de la antigua Roma, que los pagaban a alto precio.
Sus entrañas, mezcladas con el licor seminal de las murenas, los sesos de pavo real y las lenguas de los fenicópteros, componían ese plato divino que tanto gustaba al emperador Vitelio.
Otro habitante de esos mares atrajo mi atención y me hizo rememorar la Antigüedad. Era la rémora, que viaja adherida al vientre de los tiburones. Al decir de los antiguos, este pequeño pez, adosado por su ventosa a la quilla de un navío, podía detener su marcha, y uno de ellos, al retener así la nave de Antonio durante la batalla de Actium, facilitó la victoria de Augusto. ¡De lo que depende el destino de las naciones!
Vi también admirables antias, pertenecientes a la familia de los pércidos, peces sagrados para los griegos, que les atribuyen el poder de expulsar a los monstruos marinos de las aguas que frecuentaban; su nombre significa ‘flor’, y lo justificaban por sus colores bellísimos, que recorrían toda la gama del rojo, desde el rosa pálido hasta el brillo del rubí, y los fugitivos reflejos que tornasolaban su aleta dorsal.
Mis ojos no podían apartarse de esas maravillas del mar, cuando súbitamente vieron una insólita aparición. La de un hombre en medio de las aguas, un hombre con una bolsa de cuero en su cintura. No era un cuerpo abandonado al mar, era un hombre vivo que nadaba vigorosamente. El hombre apareció y desapareció varias veces. Ascendía para respirar en la superficie y buceaba nuevamente.
Me volví hacia el capitán Nemo, emocionado:
-¡Un hombre! ¡Un náufrago! ¡Hay que salvarle a toda costa!
El capitán no me respondió y se acercó al cristal.
El hombre se había aproximado también y, con la cara pegada al cristal, nos miraba.
Profundamente estupefacto, vi cómo el capitán Nemo le hacía una señal.
El buceador le respondió con un gesto de la mano, ascendió inmediatamente a la superficie y ya no volvió más.
-No se inquiete -me dijo el capitán-. Es Nicolás, del cabo Matapán, apodado «El Pez». Es muy conocido en todas las Cícladas. Un audaz buceador. El agua es su elemento. Vive más en el agua que en tierra, yendo sin cesar de una isla a otra y hasta a Creta.
-¿Le conoce usted, capitán?
-¿Por qué no, señor Aronnax?
Dicho eso, el capitán Nemo se dirigió hacia un mueble situado a la izquierda del salón. Al lado del mueble había un cofre de hierro cuya tapa tenía una placa de cobre con la inicial del Nautilus grabada, así como su divisa Mobilis in mobile.
Sin preocuparse de mi presencia, el capitán abrió el mueble, una especie de caja fuerte, que contenía un gran número de lingotes.
Eran lingotes de oro. ¿De dónde procedían esos lingotes que representaban una fortuna enorme? ¿Dónde había obtenido ese oro el capitán y qué iba a hacer con él?
Sin pronunciar una palabra, le miraba. El capitán Nemo cogió uno a uno los lingotes y los colocó metódicamente en el cofre de hierro hasta llenarlo por completo. Yo evalué su peso en más de mil kilogramos de oro, es decir, en unos cinco millones de francos.
Una vez hubo cerrado el cofre, el capitán Nemo escribió sobre su tapa unas palabras que por sus caracteres debían pertenecer al griego moderno. Hecho esto, el capitán Nemo pulsó un timbre. Poco después, aparecieron cuatro hombres. No sin esfuerzo, se llevaron el cofre del salón. Luego oí cómo lo izaban por medio de palancas por la escalera de hierro.
El capitán Nemo se volvió hacia mí:
-¿Decía usted, señor profesor?
-No decía nada, capitán.
-Entonces, permítame desearle una buena noche.
El capitán Nemo salió.
Yo volví a mi camarote, muy intrigado, como puede suponerse. Traté en vano de dormir. Buscaba una relación entre la aparición del buceador y ese cofre lleno de oro. Luego, por los movimientos de balanceo y de cabeceo que hacía el Nautilus, me di cuenta de que había emergido a la superficie. Oí un ruido de pasos sobre la plataforma y supuse que estaban botando la canoa al mar. Se oyó el ruido del bote al chocar con el flanco del Nautilus, y luego fue el silencio.
Dos horas después, se reprodujeron los mismos ruidos, las mismas idas y venidas. La embarcación, izada a bordo, había sido encajada en su alvéolo, y el Nautilus volvió a sumergirse.
Así, pues, esos millones habían sido transportados a su destino. ¿A qué lugar del continente? ¿Quién era el corresponsal del capitán Nemo?
Al día siguiente, conté a Conseil y al canadiense los acontecimientos de aquella noche que tanto sobreexcitaban mi curiosidad. Mis compañeros se manifestaron no menos sorprendidos que yo. -Pero ¿de dónde saca esos millones? -preguntó Ned Land.
No había respuesta posible a esa pregunta. Me dirigí al salón, después de haber desayunado, y me puse a trabajar. Hasta las cinco de la tarde estuve redactando mis notas. En aquel momento sentí un calor extremo, y atribuyéndolo a una disposición personal, me quité mis ropas de biso. Era incomprensible, en las latitudes en que nos hallábamos, y además, el Nautilus en inmersión no debía experimentar ninguna elevación de temperatura. Miré el manómetro y vi que marcaba una profundidad de sesenta pies, inalcanzable para el calor atmosférico.
Continué trabajando, pero la temperatura se elevó hasta hacerse intolerable.
«¿Habrá fuego a bordo?», me pregunté. Iba a salir del salón, cuando entró el capitán Nemo. Se acercó al termómetro, lo consultó y se volvió hacia mí.
-Cuarenta y dos grados -dijo.
-Ya me doy cuenta, capitán, y si este calor aumenta no podremos soportarlo.
-¡Oh!, señor profesor, que el calor aumente depende de nosotros.
-¿Puede usted moderarlo a voluntad?
-No, pero puedo alejarme del foco que lo