Colección de Julio Verne. Julio Verne

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Colección de Julio Verne - Julio Verne

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llegar al túnel.

      -Supongo que la entrada no debe ser fácil.

      -No. Por eso, soy yo quien asegura la dirección del barco tomando el timón. Y ahora le ruego que baje, señor Aronnax, pues el Nautilus va a sumergirse para no reaparecer a la superficie hasta después de haber atravesado el Arabian Tunnel.

      Seguí al capitán Nemo. Se cerró la escotilla, se llenaron de agua los depósitos y el navío se sumergió una decena de metros.

      En el momento en que me disponía a volver a mi camarote, el capitán me detuvo.

      -¿Le gustaría acompañarme en la cabina del piloto, señor profesor?

      -No me atrevía a pedírselo -respondí.

      -Venga, pues. Así verá todo lo que puede verse en esta navegación a la vez submarina y subterránea. El capitán Nemo me condujo hacia la escalera central. A media rampa, abrió una puerta, se introdujo por los corredores superiores y llegó a la cabina del piloto que se elevaba en la extremidad de la plataforma. Las dimensiones de la cabina eran de unos seis pies por cada lado, y era muy semejante a la de los steamboats del Mississippi o del Hudson. En el centro estaba la rueda, dispuesta verticalmente, engranada en los guardines del timón que corrían hasta la popa del Nautilus. Cuatro portillas de cristales lenticulares encajadas en las paredes de la cabina daban visibilidad al timonel en todas direcciones.

      Pronto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad de la cabina y vi al piloto, un hombre vigoroso que manejaba la rueda. El mar estaba vivamente iluminado por el foco del fanal situado más atrás de la cabina, en el otro extremo de la plataforma.

      -Ahora -dijo el capitán -busquemos nuestro paso.

      Una serie de cables eléctricos unían la cabina del timonel con la sala de máquinas, y desde allí el capitán podía comunicar simultáneamente dirección y movimiento a su Nautilus. El capitán Nemo oprimió un botón metálico, y al instante disminuyó la velocidad de rotación de la hélice.

      En silencio, yo miraba la alta y escarpada muralla ante la que íbamos pasando, basamento inquebrantable del macizo arenoso de la costa. Continuamos así durante una hora, a unos metros de distancia tan sólo. El capitán Nemo no perdía de vista la brújula, y a cada gesto que hacía, el timonel modificaba instantáneamente la dirección del Nautilus.

      Yo me había colocado ante la portilla de babor, y por ello veía magníficas aglomeraciones de corales y zoófitos, algas y crustáceos que agitaban sus patas enormes entre las anfractuosidades de la roca.

      A las diez y cuarto, el capitán Nemo se puso él mismo al timón. Ante nosotros se abría una larga galería, negra y profunda. El Nautilus se adentró audazmente por ella. Oí un ruido insólito en sus flancos. Eran las aguas del mar Rojo que la pendiente del túnel precipitaba hacia el Mediterráneo. El Nautilus se confió al torrente, rápido como una flecha, a pesar de los esfuerzos de su maquinaria que, para resistir, batía el agua a contrahélice.

      A lo largo de las estrechas murallas del paso, no veía más que rayas brillantes, líneas rectas, surcos luminosos trazados por la velocidad bajo el resplandor de la electricidad. Mi corazón latía con fuerza y yo sujetaba sus latidos con la mano.

      A las diez treinta y cinco, el capitán Nemo abandonó la rueda del gobernalle y volviéndose hacia mí, dijo:

      -El Mediterráneo.

      En menos de veinte minutos, arrastrado por el torrente, el Nautilus había franqueado el istmo de Suez.

      Capítulo 6

       El archipiélago griego

      Índice

      Al día siguiente, 12 de febrero, al despuntar el día, el Nautilus emergió a la superficie. Yo me precipité a la plataforma. A tres millas, al Sur, se dibujaba vagamente la silueta de Pelusa. Un torrente nos había llevado de un mar a otro. Pero ese túnel, de fácil descenso, debía ser impracticable en sentido opuesto.

      Hacia las siete de la mañana, Ned y Conseil se unieron a mí en la plataforma. Los dos inseparables compañeros habían dormido tranquilamente, sin preocuparse de las proezas realizadas mientras tanto por el Nautilus.

      El canadiense se dirigió a mí y me preguntó con un tono burlón:

      -¿Qué, señor naturalista, y ese Mediterráneo?

      -Estamos flotando en su superficie, amigo Ned.

      -¡Cómo! ¡Así que esta misma noche! -exclamó Conseil.

      -Sí, esta misma noche, en algunos minutos, hemos franqueado ese istmo infranqueable.

      -No me lo creo -respondió el canadiense.

      -Pues se equivoca, señor Land. Esa costa baja que se redondea hacia el Sur es la costa egipcia.

      -A otro con ésas, señor -replicó el testarudo canadiense.

      -Puesto que el señor lo afirma, Ned, hay que creer al señor.

      -Además, Ned, el capitán Nemo me hizo el honor de invitarme a ver su túnel. Estuve a su lado, en la cabina del timonel, mientras él mismo dirigía al Nautilus a través del estrecho paso.

      -¿Oye usted, Ned? -dijo Conseil.

      -Usted, que tiene tan buena vista -añadí ; puede ver desde aquí las escolleras de Port Said que se internan mar adentro.

      El canadiense miró atentamente.

      -En efecto, tiene usted razón, señor profesor, y su capitán es un hombre extraordinario. Estamos en el Mediterráneo. Bien. Charlemos, pues, si le parece, de nuestros asuntos, pero sin que nadie pueda oírnos.

      Comprendí la intención del canadiense. En todo caso, pensé que más valía hablar, puesto que así lo deseaba, y nos fuimos los tres a sentarnos cerca del fanal, donde estaríamos menos expuestos a las salpicaduras de las olas.

      -Le escuchamos, Ned -le dije-, ¿qué es lo que tiene usted que comunicarnos?

      -Lo que tengo que comunicarles es muy sencillo. Estamos en Europa, y antes de que los caprichos del capitán nos lleven al fondo de los mares polares o de nuevo a Oceanía, debemos abandonar el Nautilus.

      Debo confesar que continuaba resultándome embarazosa esa discusión con el canadiense. Yo no quería de ninguna forma coartar la libertad de mis compañeros, y sin embargo no tenía el menor deseo de dejar al capitán Nemo. Gracias a él, gracias a su aparato, iba yo completando cada día mis estudios oceanográficos y reescribiendo mi libro sobre los fondos submarinos en el seno mismo de su elemento. Ciertamente, jamás volvería a tener una ocasión semejante de observar las maravillas del océano. Yo no podía, pues, hacerme a la idea de abandonar el Nautilus antes de haber completado el ciclo de mis investigaciones.

      -Amigo Ned, respóndame francamente. ¿Se aburre usted a bordo? ¿Lamenta que el destino le haya lanzado en manos del capitán Nemo?

      Durante algunos instantes, el canadiense guardó silencio. Luego, cruzándose de brazos, dijo:

      -Francamente,

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