Por qué nos encantan los sociópatas. Adam Kotsko

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Por qué nos encantan los sociópatas - Adam Kotsko [sic]

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style="font-size:15px;">      Es este dominio magistral del entramado social lo que diferencia a nuestro sociópata fantástico contemporáneo tanto del psicópata como de los sociópatas de carne y hueso. Aunque la mayoría de los personajes que hemos mencionado más arriba son asesinos despiadados, en general no son psicópatas o «locos» que persigan la destrucción por el simple gusto de destruir ni tampoco tienen que lidiar con una compulsión que no son capaces de controlar. En efecto, suelen tener un dominio mucho mayor sobre sus acciones que una persona «cuerda» normal y además son mucho más capaces de concebir planes a largo plazo con objetivos concretos y realizables.

      Este grado de autodominio también los aleja de una definición más clínica de la sociopatía. No me apetece ahora indagar en la biblia de las enfermedades mentales ni en cualquier otra fuente autorizada en el ámbito de la psicología, donde la utilidad de la sociopatía como categoría diagnóstica es, en cualquier caso, un asunto polémico. Sin embargo, tal y como yo lo veo, los sociópatas de carne y hueso son criaturas dignas de lástima. A menudo víctimas de graves abusos, son incapaces de conectar con los sentimientos de otras personas, no saben distinguir la verdad de la mentira, se muestran encantadores y manipuladores durante unos minutos a lo sumo, pero son incapaces de fijarse objetivos significativos. La fantasía contemporánea de la sociopatía elige de entre tales rasgos los que más le convienen, otorgando especial énfasis a la carencia de intuición moral, empatía humana y conexión emocional. Lejos de ser los obstáculos que serían en la vida real, estos rasgos son precisamente los que permiten al sociópata fantástico conocer las mieles del éxito.

      Es curioso pensar que el poder pueda originarse de un modo tan directo de la falta de conexión social. Después de todo, vivimos en un mundo donde se nos exhorta a todas horas a «hacer contactos» y a vivir según la máxima «hay que conocer a la gente adecuada». Sin embargo, la relación entre poder y desconexión es un rasgo recurrente en la televisión y el cine de los últimos años, y a menudo viene representada de la manera más caricaturesca posible. Tomemos por ejemplo el personaje de Matt Damon en las distintas películas de la serie Bourne (El caso Bourne, El mito de Bourne y El ultimátum de Bourne, a las que algún día seguirá, y la broma es del propio Damon, La redundancia de Bourne). En la primera de las películas, rescatan a Jason Bourne en medio del océano sin que tenga la menor idea de quién es. A medida que se desarrolla la trama, Bourne va descubriendo que domina magistralmente cualquier cosa que intente hacer: desde el combate cuerpo a cuerpo y la conducción acrobática de automóviles hasta hablar, por lo visto, todas las lenguas del planeta. Sus habilidades también funcionan en el terreno interpersonal ya que la primera mujer que conoce (Franka Potente) se convierte primero en su compañera de fechorías y luego de cama.

      La justificación narrativa de sus facultades casi de superhéroe es un programa de adiestramiento de la cia para un cuerpo de agentes de élite. Sin embargo, dicho adiestramiento es el responsable directo de la amnesia de Bourne, ya que el objetivo último del programa es crear la versión definitiva del agente «durmiente». Así, el programa culmina con un lavado de cerebro completo tras el cual los agentes no recuerdan que lo son hasta que las instrucciones que les han sido programadas se activan mediante una señal. La vida que la cia le prepara al agente no es más que una fachada que puede desmoronarse en cualquier instante, lo cual concuerda perfectamente con la naturaleza sociópata. Es más, en una película posterior de la serie se revela que los instructores de Bourne solo vieron en él a un agente plenamente operativo después de haberlo inducido a acabar a sangre fría con la vida de una persona a la que creía inocente. Así pues, en estas películas la falta de lazos sociales y una amoralidad rampante encajan sin solución de continuidad con unos superpoderes casi ilimitados.

      Este sesgo no se limita a los superhéroes. Don Draper, por ejemplo, protagonista de Mad Men y tal vez el más icónico e ilustrativo sociópata que haya dado la televisión contemporánea, se convierte en un poderoso ejecutivo cuya vida parece limitarse a beber sin parar mientras aguarda a que le llegue algún destello imprevisto de inspiración. Y por si casarse con un trasunto de Grace Kelly fuera poco, este hombre no para de seducir a mujeres interesantes y valiosas, ya que el numerito adocenado de seducir a jóvenes e ingenuas secretarias no es digno de él, al menos en gran parte del desarrollo de la serie. ¿Qué permitió este ascenso milagroso? ¡Robarle la identidad a un hombre que muere ante sus ojos y luego abandonar a su familia!

      Muchos de estos personajes son, desde luego, «psíquicamente complejos», especialmente en aquellas series que aspiran a un público más cultivado. Don Draper nunca está seguro de lo que quiere, aunque casi siempre lo consigue, y es bien sabido que Tony Soprano acude a una terapeuta para que le ayude a gestionar el estrés de ser un jefe del crimen organizado. A Dexter se le regala una voz en off para que cavile cómo debe de ser la experiencia de sentir empatía, alegría o tristeza, mientras que House es objeto de un interminable psicoanálisis de pacotilla a cargo de amigos y colegas de trabajo, perplejos ante su grosería y cinismo desaforados.

      Cuesta creer, sin embargo, que la exploración per se de la cara oculta de la psique humana explique el atractivo de estos personajes sociópatas. Entonces, ¿qué es lo que impulsa realmente esta tendencia? Mi hipótesis es que los sociópatas que vemos en la tele nos permiten darnos el gusto de embarcarnos en un experimento mental, basado en la pregunta: «¿Y si me atreviera a pasar de verdad de todo el mundo?». ¿Y cuál es la respuesta que nos proporcionan? «Entonces sería poderoso y libre.»

      Con objeto de entender el atractivo de un experimento así y, lo que es más importante, por qué nos parece convincente esta respuesta que en cierta medida resulta contraria a la intuición, creo que será de utilidad dar un pequeño rodeo por el concepto de la zozobra.

      A primera vista, el sociópata televisivo parece ser el reverso casi exacto del personaje que es presa de la zozobra. Definí en otro lugar la zozobra como la sensación de ansiedad que acompaña a la transgresión de una norma o a la ausencia de normas sociales claras. Puede darse cuando alguien comete un faux pas social, como contar un chiste racista (lo que he denominado «zozobra cotidiana»), o también en situaciones donde no existen expectativas sociales reales como, por ejemplo, en encuentros multiculturales en los que uno no puede apelar a una «metacultura» que opere como tercero mediando en la interacción (lo que he llamado «zozobra radical»). En ambos casos, nos vemos arrojados a una situación en la que no sabemos qué hacer. Sin embargo, el quebrantamiento de las normas sociales o su ausencia no supone sencillamente la disolución del vínculo social. En vez de ello, la zozobra es una experiencia social particularmente poderosa en virtud de la cual podemos sentir la presencia de los demás de manera mucho más aguda; y lo que es más, la zozobra se extiende, haciendo que incluso los espectadores más inocentes se sientan de algún modo atrapados en la sensación de incomodidad. De hecho, la percepción «desnuda» que se da en tales casos de las conexiones sociales puede ser tan angustiante que he llegado a conjeturar que la zozobra precede a cualquier otra sensación y que las normas sociales constituyen en realidad un intento de lidiar con ella.

      Así pues, y a diferencia del sociópata, cuya falta de conexión social hace de él o ella un maestro en el arte de la manipulación de las normas sociales, aquellas personas que caen atrapadas en las redes de la zozobra quedan desamparadas precisamente por la intensidad de sus conexiones sociales. Por ello podría sostenerse ahora, después de un segundo vistazo, que el sociópata televisivo es el opuesto exacto del personaje que cae en la zozobra; la correspondencia es demasiado perfecta para pasarla por alto.

      A fin de comprender los posibles motivos de esta conexión, me gustaría estudiar con mayor detenimiento la distinción planteada entre la transgresión de la norma social y la ausencia de normas. La diferencia entre ambas situaciones no es tajante, porque en muchos casos no es evidente de qué modo hay que reaccionar frente a la transgresión de una norma social. Muchas normas sociales funcionan como mandamientos que van directos al grano —por ejemplo, «no te saltarás la cola»—, pero omiten prescribir un castigo o designar un agente que esté autorizado a imponerlo. En consecuencia, cuando

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