Por qué nos encantan los sociópatas. Adam Kotsko

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Por qué nos encantan los sociópatas - Adam Kotsko [sic]

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al infractor al final termine quedando como el imbécil, porque muchos ámbitos culturales presentan un sesgo muy marcado contra la violencia evitable. La persona atrapada en la zozobra se queda de brazos cruzados, echando pestes, o bien planta cara al listillo pero enseguida recula. Si se pudiera definir al sociópata cotidiano en unas pocas palabras, sería aquella persona que no contenta con tomar atajos es lo bastante caradura para manipular las expectativas sociales y humillar a todo aquel que ose denunciar la infracción.

      La transición hacia la fantasía del sociópata televisivo se da cuando la persona presa de la zozobra abandona el «odio a ese tío» en favor de un «ojalá fuera como ese tío». En un contexto cotidiano, dicha transición es improbable. Aunque haya una cola interminable, casi cualquier persona con la cabeza bien amueblada preferiría no desobedecer a sus instintos sociales arraigados y, si se las viera con alguien que se salta la cola, se consolaría pensando que él, por lo menos, no es tan grosero, etc. En otros ámbitos de la vida se dan patrones parecidos; por ejemplo, un hombre podría desear ser un seductor de finos modales, pero en su fuero interno sabe que ese seductor en realidad es un idiota. Es probable que la envidia sea inevitable, pero la sensación de superioridad moral suele bastar para mantener a raya cualquier admiración inmoderada hacia conductas sociópatas cotidianas.

      Para trasladarnos del sociópata cotidiano al sociópata de ficción, hemos de incluir en la reflexión una tercera clase de zozobra que planteé en su momento y que denominé «zozobra cultural» pero que tal vez habría hecho mejor en llamar «zozobra pancultural». A medio camino entre la zozobra debida a la transgresión de las normas sociales y aquella que se debe a su ausencia, la zozobra cultural se produce en situaciones en las que las normas sociales se están desmoronando. Del mismo modo que criticar es más fácil que crear, un orden social en estado de zozobra cultural es perfectamente capaz de decirnos qué estamos haciendo mal pero es de todo punto incapaz de trasladar un relato convincente sobre en qué consistiría obrar bien en esa misma tesitura. Mi extracto favorito de esta lógica kafkiana siempre ha sido una frase del personaje de Gene Hackman en The Royal Tenenbaums: «Está mal visto, bueno, como casi todo hoy día».

      Nuestra fascinación cultural por el sociópata fantástico apunta, sin embargo, al hecho de que el orden social no existe solamente para garantizar la comodidad y previsibilidad de las interacciones interpersonales. Cabría esperar también que brindara alguna forma de justicia o equidad. El fracaso del orden social en este último punto resulta mucho más grave y relevante que su incapacidad para apaciguar nuestras ansiedades sociales, aunque el patrón es parecido en ambos casos. En una sociedad que se está desmoronando, nos vemos obligados a soportar reiteradamente la pesadilla del caradura que se salta la cola a la torera, y cada vez a una escala mayor, puesto que la gente que hundió la economía mundial se borra del mapa con cientos de millones de dólares en «dividendos» y todos nos vemos reducidos a la patética posición de echar pestes sobre el cabrón de turno y cantar a los cuatro vientos lo mucho que lo odiamos. Pero ese cabrón también dispone de la ayuda de un imperio mediático mundial (por no hablar de unas fuerzas policiales cada vez más militarizadas) para hacernos callar a gritos si nos armamos de valor y osamos quejarnos.

      Llegados a este punto, la compensación que nos ofrece el sentimiento de superioridad moral ya no puede bastarnos. Reconocemos nuestra flaqueza y patetismo y proyectamos sus opuestos en nuestros conquistadores. Si nosotros sentimos con intensidad la fuerza de la presión social, ellos, en cambio, ni sienten ni padecen. Si nosotros vivimos encorsetados por la culpa y las obligaciones, ellos son completamente amorales. Y si nosotros no sabemos cómo actuar en una determinada situación, ellos siempre saben qué hacer exactamente. Pensamos: «Si no me preocupara una mierda por nada ni nadie, entonces sería poderoso y libre. Entonces sería yo quien tendría millones de dólares, un trabajo prestigioso y con poder, y tantas oportunidades de sexo que no sabría qué hacer con mi tiempo». De ahí a pensar que solo triunfa la gente de esta calaña no hay más que un paso.

      Esta interpretación tiene muchas bazas a su favor. Los mandamases del mundo hacen un montón de cosas horribles y el máximo remordimiento que exhiben suele ser un gesto de cara a la galería. De hecho, por norma general, los servidores públicos «asumen toda la responsabilidad» de sus acciones sin sufrir ninguna consecuencia aparente. Hay que estar hecho de una pasta especial para ordenar la invasión de un país sin que medie agresión previa, o para recortar los programas de protección social de los que dependen las vidas de millones de personas a fin de satisfacer las exigencias de los tenedores de deuda pública, o para despojar a la gente de sus medios de vida porque un conjunto de cifras no suma la cantidad esperada. Es fácil sostener que los distintos responsables y administradores que controlan nuestras vidas reciben sueldos de escándalo, pero lo cierto es que la insensibilidad que suelen tener a gala es una aptitud de lo más buscada en el mercado de trabajo. Si me comportara como ellos, no podría soportar el peso de la culpa, ¿verdad?

      Y, sin embargo, a lo mejor sí podría. Quizá el problema no consista tanto en que nos dirigen monstruos sociópatas, sino más bien personas que son tan vulnerables a las fuerzas sociales como cualquiera de nosotros. Podríamos pensar aquí en ese fenómeno observado hasta la saciedad de personas que son agradables en las relaciones interpersonales pero se vuelven odiosas e insoportables cuando forman parte de un grupo, dinámica que se relaciona a menudo con los grupos de adolescentes segregados según el género.

      Los miembros de una fraternidad universitaria o un equipo deportivo, por ejemplo, podrían sentirse incómodos con el modo en que se espera que traten a las mujeres —a lo mejor uno de esos chicos tiene un opinión menos encorsetada de cómo es una mujer «atractiva» o se siente incómodo con la cultura del «aquí te pillo aquí te mato»—, pero se amoldan al grupo para ahorrarse las burlas de los otros chicos. ¿Y por qué iban a burlarse los demás? Porque ellos también serán objeto de burlas si toman partido por el individuo no conformista. La dinámica en virtud de la cual estos jóvenes tienen que demostrar sin descanso que son «hombres de verdad» o de lo contrario verse sometidos al ostracismo no exige que ninguno de los participantes del grupo sea una mala persona. Y si bien la inclusión de una persona genuinamente maligna puede exacerbar el problema, la dinámica se retroalimenta a sí misma sin que sea necesario un aporte exterior de «maldad».

      Obviamente, en los ambientes empresariales y políticos se dan dinámicas parecidas, sobre todo si tenemos en cuenta lo impenetrables que pueden llegan a ser dichos círculos sociales. Un político debe estar dispuesto a tomar «decisiones difíciles» (y no deja de ser curioso que dichas decisiones difíciles siempre guarden relación con acumular más cargas en las espaldas de los que ya se hallaban en una posición de desventaja). Desde luego, nadie quiere que lo llamen corazón compasivo, idealista o flojeras, y por lo tanto nadie da un paso atrás. Sin embargo, todos estos conformistas pusilánimes se presentan al mundo, a imagen de John McCain, como inconformistas que no se andan con chiquitas y no temen llamar a las cosas por su nombre.

      Así pues, por cada hijo de vecino diciéndose a sí mismo «Ojalá fuera como Tony Soprano», hay un miembro de la clase dirigente pensando para sus adentros: «Ya ves, Tony Soprano y yo no somos tan distintos. No siempre es agradable, pero hago lo que hay que hacer». Lo que ninguno de los dos sabe ver es que las acciones de Tony Soprano no son más admirables o necesarias que la decisión de excluir a un pobre diablillo del grupo de elegidos a la hora del recreo. Si ahondamos un poco más, ninguno de los dos es capaz de ver que lo que en realidad está ocurriendo es un fenómeno social, una dinámica que trasciende y en gran medida determina las acciones de los individuos implicados en ella, y no la consecuencia de que haya algunos individuos más insensibles o amorales (aunque qué duda cabe

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