Antropoceno obsceno. Borja D. Kiza

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Antropoceno obsceno - Borja D. Kiza

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verdaderamente en cuenta esta capacidad de crear valor de los individuos y ponerla en el centro de la economía para cambiarla.

      —Hay gente, y no solo rica, que no confía en la otra gente.

      —La gente no es para nada estúpida, los estúpidos son sus dirigentes y su estupidez les afecta. La gente sufre, y cuando se sufre mucho nos volvemos malos. Hay que contar con la gente.

      —¿Un ejemplo esperanzador?

      —Conozco un político ecologista que dirige una pequeña ciudad en el norte, Loos-en-Gohelle, una de las más pobres de Francia. Hay familias enteras, de abuelos a nietos, en las que nadie ha trabajado en los últimos treinta años y que viven de las ayudas sociales. Jean-François Caron ha instalado allí captores y sistemas automáticos de control de rendimiento energético en edificios, etc., pero no los ha conectado a ningún algoritmo para explotar sus datos. Con los datos, organiza reuniones con los habitantes. Dice: «Aquí los datos, ¿qué hacemos?» Esa es una manera inteligente de utilizar la tecnología. Utilizarla para hacer pensar a la gente, no para apartarla del pensamiento. Y funciona muy bien, porque no toma a las personas por imbéciles. La población es muy pobre pero menos infeliz que en otros lugares, porque tiene la sensación de existir, de ser escuchada. Y no es solo una sensación, es una realidad. Loos-en-Gohelle tiene una de las tasas de delincuencia más bajas de todo el país. Además, este político ha conseguido hacer venir a su pequeña comuna al Centre National de Recherche Technologique porque, a pesar de que hace mal tiempo y es un lugar pobre, el ambiente social da ganas a otros de instalarse allí. Eso es lo que quiero hacer en Saint-Denis.

      —¿Cómo es su proyecto allí?

      —En Saint-Denis trabajo con cuatro partidos políticos para desarrollar durante diez años estas ideas sobre la renta contributiva. Pero la renta contributiva no es más que un aspecto de la solución. La solución debería ser una economía contributiva. Hace falta una investigación contributiva, una enseñanza contributiva, una democracia contributiva, redes de comunicación contributivas... Estamos creando el derecho a una renta contributiva muy progresivo que va a comenzar únicamente para los más jóvenes que acaban sus estudios. También trabajamos sobre la creación de una universidad en el terreno para ofrecer estudios superiores y formación permanente. Y desarrollamos un proyecto de verdadera «smart city», no la que se propone hoy como «smart city», y que no es más que una ciudad automática, una «stupid city», la ciudad más estúpida que hay. Lo que queremos desarrollar es una ciudad donde los habitantes, que son los ciudadanos pero también las empresas, asociaciones y servicios públicos, usando la tecnología algorítmica, que tiene capacidades formidables, prescriban su aplicación.

      —¿Qué enemigos prevé?

      —No sabría decirlo muy bien, la situación evoluciona. Evidentemente, hay una parte del patronato de Francia que ha intentado destruir el estatus de «intermittent du spéctacle» tal como existe, así que si hablamos de extenderlo... A la vez, es complicado. Conozco a personas que dirigen empresas muy grandes que creen que hay que encontrar una solución distinta a la actual. Después, los sindicatos obreros pueden estar en contra de la propuesta, porque están formados para defender el empleo asalariado. Yo estoy en contacto con los grandes sindicatos y ellos también cambian. Por otro lado, el elector básico del Frente nacional, que sin duda llegará al poder, dirá que hay que echar fuera a todos esos inútiles y perezosos. Además, haciéndolo en Saint-Denis, muchos inmigrantes van a beneficiarse de la medida, así que la xenofobia también puede ser otro enemigo.

      —¿El miedo, y concretamente el miedo a ser pobre, es lo que más moviliza a los votantes?

      —No es solo el miedo sino la desesperación, que es mucho más grave. La gente está desesperada, sobre todo los jóvenes. Pero lo que yo propongo no pasa por las elecciones. No es que quiera hacer la revolución, pero creo que el sistema democrático ya no existe, que no vivimos en democracia sino en telecracia, en un marketing político absolutamente asqueroso y vergonzoso que da una imagen de democracia repugnante y justifica, a ojos de muchos jóvenes, optar por las llamas [el logo del Frente nacional, recientemente renombrado Rassemblement national, son unas llamas con los colores de la bandera francesa]. Están asqueados de un sistema que, en efecto, es totalmente asqueroso.

      —Xenofobia, fin de la democracia... ¿Qué más hemos perdido?

      —Antes de la sociedad de consumo, los individuos componían su sociedad, no necesariamente por la vía política pero sí por su actividad. La gente hacía evolucionar la costura, la manera de cultivar, de hablar, de dar sermones en la iglesia..., todo. Es lo que Gilbert Simondon llamaba la «individuación colectiva». Durante mucho tiempo, los hombres participaban en la evolución de su mundo, sea por la lengua, por su profesión, por la manera de educar a sus hijos... Y los que eran muy singulares y capaces de atraer la atención de los otros podían convertirse en figuras muy relevantes. A partir de 1917, cuando un sobrino de Sigmund Freud, Edward Bernays, inventó las Relaciones Públicas, que en los años cuarenta se convirtieron en Estados Unido en el marketing, las personas empezaron a perder ese poder. Ya no es la gente la que define su modo de vida, sino el marketing. Aparece un nuevo aspirador y alrededor de él se construye una nueva manera de vivir, y no es usted quien lo ha decidido, sino una agencia de marketing. Las marcas son modos de vida. Pero son totalmente estándares, artificiales. Y la gente ya no se lo cree. Todo el mundo sabe que es una bobada grotesca ponerse un aro en la nariz, tener zapatillas Nike y utilizar todos los iPhone, iPad... Todo el mundo lo sufre pero, como no hay otra manera de existir en comunidad, la gente lo adopta. A esto me refiero cuando digo que hay que volver a «saber vivir», que es un volver a «saber vivir juntos».

      —En vez del «poder de compra», usted defiende el «saber de compra».

      —El poder de compra hoy está distribuido por la economía del empleo y pilotado por el marketing. Está controlado para generarnos reflejos condicionados de comportamiento y el engranaje funciona muy bien. Yo creo que hay que remplazar esto por el «saber de compra», es decir, hacer pensar a la gente cómo comprar. Eso es una economía concreta, no una teoría de la fiscalidad, los impuestos, la macroeconomía... Se trata de enseñar a la gente a economizar sus vidas. ¿Realmente necesito un coche? Quizás unos padres tienen que elegir entre poder pagar a sus hijos unos buenos estudios o comprar un coche. Seguro que los niños quieren el coche, así que el marketing utiliza a los hijos como elemento de presión para que los padres cedan. Pero ahora necesitamos una economía neguentrópica, una economía que se base en la disminución de la entropía. Necesitamos disminuir la desechabilidad y los comportamientos de consumo idiotas. No significa que vayamos a dejar de consumir, por ahora necesitamos comprar para que haya una circulación monetaria planetaria. Pero hace falta que compremos inteligentemente, no tenemos otra opción. Somos 7.000 millones de habitantes y pronto seremos 9.000, cada vez con menos agua potable, menos aire limpio... Es la única manera de luchar contra las consecuencias tóxicas del Antropoceno. Esa es una verdadera política económica. Ningún gobierno propondrá eso porque no hacen economía, sino lo que Jacques Généreux llama «deseconomía». Economizar significa preservar el futuro. Hoy vivimos en una economía del presente, en la deseconomía.

      

      Reescuchando a Stiegler, una cuestión que me persigue desde hace tiempo me vuelve a la cabeza. Una de dos: o el capitalismo se ha vuelto loco o, por el contrario, absolutamente clarividente. ¿No hay ninguna estabilidad en su lógica ultraexcitada más allá de la búsqueda extrema e implosiva de beneficio individual?

      ¿O es que sus máximos poderes saben que, como especie, estamos abocados a la extinción y, por lo tanto, desean tan solo aprovechar y disfrutar hasta el fin de sus privilegios durante el tiempo que esto dure y blindarse para ser los últimos en desaparecer? Stiegler, en El empleo ha muerto... ¡viva el trabajo!, dice: «[el capitalismo] ya no cree en el futuro: es estructuralmente cínico» y «sistemáticamente descreído». Intuyo, entonces,

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