Camino de Santiago. Sisto Terán Nougués
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—¿Y dónde pretendés encontrar las respuestas? —dijo el Escriba.
—En el camino.
—Retomemos tu Diario. ¿Dónde sitúas tu comienzo?
—atinó a preguntar.
—Leé —respondí, ofreciéndole un puñado de hojas cuyo encabezado rezaba:
“Mi Primera Muerte”.
La consciencia, ese primer atisbo del ser, puedo remontarla alrededor de mis primeros tres años. Antes de ello fui seguramente, pero no lo recuerdo. Esa parte de mi vida no está almacenada en mi memoria, o debe estarlo allá en lo recóndito, en ese lugar inaccesible donde depositamos los trozos de un pasado cuyo recuerdo no resulta imprescindible.
No recuerdo, y sin embargo caminaba. Mejor dicho, era conducido por el Camino. En los inicios de mi andar no podía valerme por mí mismo. Para todo requería asistencia. Nada me era posible lograr sin auxilio externo.
Mi yo era un inútil envoltorio que pedía y lloraba como todo lactante, sin el cual estaba condenado a muerte.
Ya sin el atávico instinto de supervivencia y la omnipresente figura de mi madre, ese ser en el que fui durante mi primera Vida tuve que desdeñarlo en el horizonte de mi Primera Muerte, pues sencillamente, sin ella nunca hubiera sido.
Un día, me aparecí a mí mismo en el medio del camino. El sendero era ancho, enorme y estaba lleno de gente. A izquierda y a derecha, arriba y abajo, adelante y atrás, por todos lados había gente. Muchos andaban, algunos corrían, otros parecían descansar, y todos transitaban por sendas diferentes que, ocasionalmente, se entrecruzaban para luego volver a bifurcarse.
¿Por qué estaba en esa planicie verde y surcada por manantiales de agua cristalina, al mismo tiempo que veía cómo otros pobres diablos desollaban sus manos escalando rocas cortantes y puntiagudas? No lo sabía, habría de averiguarlo algún día.
Todos y cada uno de mis sentidos sensoriales y espirituales trabajaban para tomar un registro acabado de las maravillas de mi entorno y, al mismo tiempo, preparaba mi armadura espiritual; una mochila que llevaba para enfrentar las contingencias de mi tránsito vital, y que gracias a ella preservaba la brutal consciencia de estar vivo.
Ese instante mágico tenía la dicha de percibirlo, y habiendo tomado consciencia, estaba decidido a no abandonarlo. Entonces supe que Yo era algo distinto, único, irrepetible. Ni mejor ni peor, simplemente diferente, sencillamente Yo.
Ese canto sublime al Ego que es el despertar de la consciencia de nuestro propio Ser, se apoderó de inmediato de mí, y mi primera visión del Mundo fue a través de la subjetividad inmensa de mi propia individualidad que, una vez adquirida, pugnaba por afianzarse.
MI PADRE
Embebido en la euforia del Ser no advertí que caminaba tomado de la mano.
Un hombre, que desde entonces consideré un Gigante envuelto en un cuerpo pequeño, iba a mi lado. Era más bien menudo, pero marchaba erguido, sacando pecho, respirando a pulmón lleno y sonreía mientras el sol le daba de pleno en el rostro que no se molestaba en cubrir. Sus ojos parecían inmunes al resplandor.
Me descubrí hablándole. Él contestaba con monosílabos y sus respuestas parecían repreguntas a mis preguntas.
—¿Dónde estoy? —pregunté.
—Viviendo —respondió.
—¿Por qué caminamos?
—Porque vivir es peregrinar.
—¿Y hacia dónde caminamos?
—No importa, lo importante es caminar.
—Pero andar sin saber adónde vamos es absurdo
—dije.
El hombre detuvo su marcha, me miró con ternura y pronunció entre dientes: “Vamos en busca de la muerte, hijo mío”.
Quedé impresionado. No sabía qué significaba ser hijo. Hasta ese preciso momento era una palabra asociada a la femineidad. Era hijo porque tenía una madre. Ella era caricia, sobreprotección, sensibilidad a flor de piel, impulso, calor interno.
Mi madre fue intuida, aún en la inconsciencia. Me supe hijo sin saber todavía que era individuo. Omnipresente lo materno fue único.
En ese horizonte vital recién vislumbrado aparecía ahora la figura del padre. Mucho, pero mucho tiempo después, supe que lo que poseía en aquel momento no era inherente a la condición humana. No todos tenían madre y padre que te amaran. Eso solo ya era señal de distinción, de regalo inmerecido que no todos apreciamos debidamente.
Entonces pregunté, abrazado y conmovido por la ternura de ese hombre: “¿Papá, no hay otro camino, uno que no conduzca a la Muerte?”.
—No hijo, no. Todos los caminos van a parar a la mar que es el morir. Pero te voy a contar un secreto que algún día se lo contarás a tus hijos y a los hijos de tus hijos.
Nada hay más fascinante para un niño que ser propietario de un secreto.
—LA META NO IMPORTA. LO IMPORTANTE ES EL CAMINO. La pobre gente, esos que desde aquí vemos por todos lados, van de un lado para el otro, tropezando, lastimándose, sufriendo. Buscan afanosamente llegar a algún lado, sin entender que el verdadero milagro de la vida consiste en peregrinar disfrutando cada recodo del Camino. La Meta, la Muerte están en el acantilado final, en ese Finisterre imaginario donde todo se termina o todo vuelve a empezar, pero de otra manera.
Mi mente de niño no entendía del todo los derroteros de los dichos de mi padre, pero retuvo lo esencial. LO IMPORTANTE ES EL CAMINO. Ese es nuestro secreto. Andar, caminar, peregrinar, en eso consiste el vivir. Quien vive camina, y si vive sin andar pues sencillamente está muerto en vida.
Retomamos el peregrinaje y en mi cabeza pugnan mil preguntas que se atropellan entre sí en su afán de hacerse palabras.
—Father —dije, hablándole en idioma ajeno que usaba para darme presunciones de erudito— ¿qué es la muerte?
Pareció restarle importancia a mi pregunta. Se encogió de hombros y compartimos el silencio. Se detuvo bajo la sombra frondosa de un sauce llorón cuyas ramas parecían arañar el suelo.
Al pie del árbol había una roca plana que oficiaba de mesa y un par de rústicos asientos de laja gris. Unos pasos más allá serpenteaba el agua de una acequia que a gritos pedía ser bebida. Mi padre hizo un ademán y me indicó que nos sentáramos. Una vez sentados me miró fijo y comenzó a hablar.
—Me preguntaste qué es la muerte y ahora te contesto: no lo sé. Solo sé que de alguna forma hemos muerto ya varias veces. Todos los seres vivos hemos experimentado el evento más parecido al morir y que yo llamo “Mi Primera Muerte”, y el común de los hombres denomina Nacimiento. Morir no es otra cosa que pasar de un estado a otro del Existir, un cambio de dimensión, un dejar de ser de una forma para empezar a ser de otra manera.
“Fuiste concebido como todos a resultas de una cópula afortunada. Esperma y Óvulo colisionaron hasta configurar esa primera célula que se subdividió millones