Camino de Santiago. Sisto Terán Nougués
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Mientras me bañaba pensaba en aquel extraño encuentro con el Escriba. Decidí no mencionarlo. Hacerlo sería someter el secreto a la incredulidad. ¿Se repetiría?
Reconfortados, limpios y saludables recorrimos Portomarín.
Historia fascinante la de esta ciudad. Nacida al lado de un puente romano construido sobre el Río Miño, ya en 1212 tenía fueros de gobierno y administración conferidos a la Orden de San Juan. Ubicada estratégicamente en el Camino a Santiago, en el año 1962, al construirse el embalse de Belesar, se trasladó íntegramente la ciudad al vecino Monte do Cristo donde está emplazada en la actualidad.
Muchos de los edificios emblemáticos fueron reconstruidos en su nueva sede, pero lo más impresionante resultó ser la iglesia de San Nicolás, de estilo románico erigida por la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén que había sido declarada Monumento Histórico Nacional en 1931. Para su preservación se numeraron todas y cada una de las piedras que la constituían, y fueron transportadas y ensambladas en su nuevo emplazamiento.
Visitamos la iglesia y asistimos a la Misa del Peregrino. Los ritos parecían adquirir renovada belleza en el Camino.
Fuimos a comer a un restaurante muy bonito del lugar en el que había un televisor gigante que transmitía un partido de fútbol. Cenamos viendo a Lionel Messi y regresamos al hotel.
Pronto mi mujer dormía plácida y profundamente. Acostado a su lado me dormí, no sin antes percibir en mi subconsciente la mirada del Escriba que nos contemplaba desde su magnífica irrealidad.
EL ESCRIBA
Los Primeros Pasos
El Escriba observó al Peregrino. Dormía. Tardó un rato largo hasta despertar.
Sentí su presencia. Comenzaba a habituarme a su existente inexistencia. Enmudecimos. Su mujer dormía. Sus amigos habían tomado la habitación contigua. Evitando el menor ruido, salimos al pasillo del hotel y de allí usamos el ascensor. El conserje, un tanto dormido, me miró raro. No había reparado que estaba descalzo, vestido con pantalón de fajina y saco de dormir.
Amanecía. Había dejado de llover. El graznido de un ave desgarró el silencio. Las nubes dibujaron figuras fantasmales. Por un momento casi ni era necesario hablar. Nos entendíamos demasiado.
El Escriba miró al Peregrino con la suficiencia de un hombre por demás curtido, y pensó: “Pobre, se siente autónomo, se piensa individuo, y no sabe siquiera si todo su Yo, que tanto aprecia, es per se o es simplemente la nada de un sueño de la Gran Mente Universal.”
Lo observó pequeño y mísero, como quien despierta piedad, aunque su estampa inspiraba respeto y admiración. Su sombra se proyectaba longilínea hacia las montañas.
—Sigamos leyendo —dijo el Escriba tomando otro fajo de papeles y así reanudamos la lectura—. Un día este texto será algo así como mi diario.
Hay una parte de mi vida que no registra mi conciencia. Por grandes esfuerzos que haga está tan vedada a mi memoria como mi vieja vida y mi primera muerte acaecida en el seno materno.
Quizás el enorme bagaje de energías necesarias para que el lactante adquiera los hábitos necesarios para la supervivencia hizo innecesaria y fatigosa su conservación en el armario de nuestra memoria. No lo sé. El hecho cierto es que nadie recuerda nada de ese primer tramo del camino.
Los más precoces perciben algunos destellos de imágenes a los tres años, y no son capaces de discernir si se trata de memoria o de una imagen construida al conjuro de dichos de terceros. Dicen los que saben que en ese primer escenario temporal se definen los perfiles de nuestro carácter y nuestros futuros pasos por este mundo.
—¡Qué paradoja! ¡No recordar la importancia de ese tiempo! —interrumpió la lectura, no sin pena el Escriba.
Apelamos a lo externo, y así, rejuntando historias, reconstruimos un pasado que se diluyó en los pliegues más recónditos de nuestro cerebro. Nos fascina escuchar de nuestros padres las circunstancias que rodearon nuestro nacimiento. Una infancia desprovista de recuerdos.
Tuve padre y madre. Hecho que parece una obviedad, pero dista de serlo. No me refiero a la fáctica circunstancia de la cópula. Todos provenimos de una, y por ende todos tenemos padre y madre (descartemos el excepcional fenómeno de reciente data de manipulación genética que permiten hijos sin apareamiento). Tuve padre y madre, no porque me concibieran, sino porque estuvieron a mi lado en todo cuando no podía valerme por mí mismo.
—No todos tienen esa fortuna —volvió a interrumpir el Escriba. El Peregrino absorbía cada texto sin poder creer lo que escuchaba y veía.
Apenas nacido, fueron los pechos generosos de mi madre mi primera fuente de alimento y subsistencia. Al mamar adquirí sin saberlo defensas genéticas que me irían protegiendo de males futuros. Sus nutrientes permitieron que mi cerebro, ese portentoso y complejo edificio que sostiene todo mi ser, se desarrollara armónicamente.”
—No todos mis compañeros de ruta pueden considerarse tan afortunados —sostuve, y el Peregrino continuó leyendo.
Una buena o mala alimentación temprana condiciona nuestro desarrollo y por ende nuestro futuro. No todos los seres humanos han sido beneficiarios de esa atención primigenia que los que la tuvimos solemos desatender como si fuera una obviedad y un beneficio que nos correspondía por derecho natural.
—Yo tuve todo eso y mucho más —dijo el Peregrino— mis padres no sólo me alimentaron. Me quisieron con locura y eso cimentó las bases de una fuerte autoestima, imprescindible para sobrevivir en la jungla de la vida.
—Si no te amas a ti mismo, tu cercanía más inmediata, difícilmente puedas amar aquello que está más lejos —sentenció el Escriba y continuó leyendo.
Fui un animalito consentido y mimado. Desde el principio me hicieron sentir importante. Solo muchos años después, la Vida, los Años y mi Padre me harían percatar de mi insípida insignificancia, ni siquiera un suspiro en la magnífica partitura de lo Eterno.
Pero aquellos mimos iniciales a los que mi madre era afecta en grado sumo me regalaron confianza y seguridad. Dicen que nací luchando un parto bravo y que lloré muy temprano, anunciando desde un principio una tenaz decisión de aferrarme con uñas y dientes al vivir.
Adaptarme a la nueva dimensión cósmica debe haber entrañado un esfuerzo traumático del que ni vestigios quedan. Comer y respirar, aprender a ver, distinguir rostros y colores, oler fragancias de toda índole, sufrir frío y calor, fueron cosas que me sucedieron con una animal vulgaridad.
Nada tenía de extraordinario, y eso era bueno –pensó el Peregrino— ninguna anomalía evidente, producto humano estandarizado. Tanta ordinaria naturalidad es un bien preciado que solo se aprecia cuando se carece.
Y ese ser tan vulgar resultaba, desde mi subjetividad, algo valioso e imposible de intercambiar con otro. Porque ese pequeño envoltorio carnal exigía para sobrevivir de toda mi concentración.
Dormía mucho y apaciblemente. Puede que soñara con la placidez acuosa de aquel Universo materno del