Camino de Santiago. Sisto Terán Nougués
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Un muy lejano sábado por la mañana, en plena primavera, me entretuve más de la cuenta en una extraña actividad que a mis otros amigos más “normales” les hubiera resultado absurda.
Me pasé un par de horas mirando la hierba. Cada pequeño tallo de la hierba era de una perfección que me causaba admiración. Había hojas caídas de los árboles azotados por alguna reciente tormenta, parecidas todas, pero singulares cada una. Me divertía recorriendo con mis dedos las nervaduras de las hojas y me fascinaba observar el afán de minúsculas hormigas que transportaban su carga de un lado al otro, escalando montañas y surcando desiertos, que a mis ojos eran insignificancias, pero que a los suyos eran epopeyas que el imperativo mandato de la especie les instaba a acometer.
En algún momento se introducían por un microscópico agujero de la tierra y desaparecían de mi vista, y esto me indujo a pensar que debajo de mí bullía un cosmos explosivo de vida que yo despreciaba en mi ignorancia, pero que seguramente servía de sostén a ese mundo que creía de mi exclusividad.
Soplaba una brisa suave que apenas alcanzaba a acariciar la cresta del césped recién cortado y que la pericia del jardinero no había logrado recoger completamente. Por eso, de a ratos, llegaba a divisar un trozo de hierba segada, muerta y que al descomponerse serviría de nutriente a sus congéneres.
Mi mirada no era la del herborista ni del entomólogo. Ya que por aquel entonces miraba como filósofo y trataba de entender el Universo, no en su mecánica, sino en su Origen y Destino.
¿Qué o Quién había diseñado esa hierba o esa hormiguita? y ¿para qué? Dirán muchos que no era aquella una ocupación habitual para un niño, pero la verdad es que siempre fui un poco diferente a los otros niños de mi edad. Buena parte de mi vida me la pasé tratando de adaptarme a las reglas de la tribu y seguí al pie de la letra las convenciones grupales, sin dejar nunca de reservar tiempo para mis inclinaciones de filósofo, un tanto incentivadas por mi padre desde mi infancia. Quizás por eso no me extrañó que papá fuera quien me sacara del ensimismamiento en que me encontraba. Llegó sin que lo advirtiera, y no pudo ocultar su alegría al verme haciendo lo que hacía. No me habló como a un hombre de mi edad, sino como el niño de siete años que fui:
“Hijo, me dijo, la ceguera de los hombres es bestial. Imploran milagros entre lloriqueos y gemidos, y no advierten que todo en derredor suyo es un Milagro inacabado que se renueva y multiplica a cada instante. Me encanta verte admirando lo pequeño, que paradojalmente es Grandioso en su insignificancia. Vamos a hacer un par de ejercicios que te ayudarán a comprender mejor quién sos y de dónde venís.”
—¿Te crees importante?
—Sí —respondí con duda, como esperando encontrar la trampa que tenía escondida la pregunta.
—¿Más que la hierba y las hormigas?
Asentí, un tanto inquieto por desconocer hacia dónde iban los argumentos de mi padre.
—¿Más que el Sol y las Estrellas?
No supe qué decir. Estaba seguro de mi propia importancia, al fin y al cabo para el sujeto es difícil concebir algo más trascendente que el propio yo, pero el Sol y las Estrellas eran palabras mayores. Podía darme el lujo de ningunear al pasto que pisaba y a la minúscula entidad de la hormiga, pero ponerme a la par de aquello que coronaba el Cielo parecía casi blasfemo. Le contesté que no. Y él continuó:
—¿Y si te dijera que todos, la hierba, la hormiga, el Sol, las Estrellas y vos son la misma cosa? —luego, como si hubiera dado punto final al tema, me interrogó— ¿Sabes dividir?
Las matemáticas se me daban naturalmente, herencia materna, porque a mi padre los números le producían irritación y solo hacía los cálculos que le resultaban indispensables para sobrevivir.
—Por supuesto —repliqué confiado.
—Pues divídete a ti mismo.
Ante mi asombro por el extraño planteo formulado, que daba cuenta de un errático decurso de sus razonamientos, mi padre me explicó mejor que quería de mí.
—No te pido aritmética, te pido que dividas tu propio ser mediante abstracciones de mayor a menor hasta que solo quede polvo, y así, llegues a tu mínima expresión. Sos un cuerpo que tiene medidas y proporciones. El conjunto parece unitario e indivisible, pero en realidad tu cuerpo es un organismo compuesto y divisible, al menos mentalmente. Tenés pelos, piel, sangre, huesos, tejidos, neuronas, etc. Todos ellos compuestos por células que se aglutinan, multiplican, nacen y mueren incesantemente muchas veces sin que atines a darte cuenta de ello. A su vez, cada una de estas partes de cuerpo se subdivide una y mil veces en unidades minúsculas. Sé que te crees Uno, y que tu cuerpo es Unidad, pero en realidad es la Amalgama continua y cambiante de millones de individualidades celulares diferentes. Peor aún, se dice que a los cinco años de edad —y vos ya cumpliste siete— no queda en tu cuerpo ni una sola de las células que originariamente te formaron. Increíble, pero es como si la ciencia dijera que todas tus partes ya murieron pero sigues existiendo, renovado sobre los vestigios de tu origen que no cesa de mutar a cada instante.
Papá detuvo su perorata como para darle tiempo a mi cerebro de infante a procesar tanta información.
Resultaba entonces que mi cuerpo no era sino la conjunción de muchas partes que se multiplicaban exponencialmente, muriendo incluso en el proceso, pero manteniendo una Unidad que enlazaba como un tejido invisible lo pasado, lo presente y lo futuro.
Mi padre me dijo que ese hilo, que no se veía, no era otra cosa que mi Alma, mi Espíritu, mi Ego, eso que confería sentido único a mi diversidad material.
Enfrascado en mis pensamientos, casi no advierto que mi padre había tomado mi mano y con pericia extrajo un alicate con el que me cortó la uña del dedo índice de mi mano izquierda. El pedacito de uña arrancado cayó sin ruido a la vera del camino.
—Acabo de arrancar un pedazo de tu cuerpo, lo
separé deliberadamente para que entiendas lo que te digo. Vos eras esa uña y sin embargo, seguís siendo sin esa uña. Tus partes te componen pero no hacen tu Todo. ¿Entendiste?
—Más o menos, papá —respondí con una ingenua sinceridad. Papá sonrió.
—Tranquilo, hijo, yo tampoco estoy muy seguro de entenderlo. Comprender que tu cuerpo es una geografía donde diariamente se libran batallas de vida y muerte de las partes que me conforman, sin dejar de ser yo mismo en ningún momento, no es algo sencillo. Pero te dejo una tarea pendiente para más adelante: El Alma es lo que le da sentido de continuidad a tu cuerpo. Pensalo, aunque después tengamos que sufrir bastante para explicar lo que es el Alma.
Iba a contestarle, pero él hizo un ademán brusco y prosiguió diciendo:
“Pero si crees que las células son el aspecto más infinitesimal de tu corporeidad, te equivocas. Solo hay que continuar dividiendo y subdividiendo y entonces llegas al Átomo, nada más y nada menos que el común denominador de la Materia y el Universo.”
Al fin algo que entendía, las matemáticas sirvieron para que comprendiera mejor el concepto. Si el Átomo era el común denominador de la Materia, esto significaba entonces que toda la Materia estaba compuesta de átomos. No sin orgullo expliqué mi teoría y mi padre