Camino de Santiago. Sisto Terán Nougués
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—¿Y si no quiero? ¿Y si no me importa conocer respuesta alguna? ¿Qué pasa si me niego a pensar y dejo fluir la vida como venga sin detenerme en consideraciones de ningún tipo?
De nuevo mi padre sonrió y con paciencia replicó: La decisión de no abordar los grandes temas que afligen a todos los grandes pensadores de la humanidad es una forma de hacer filosofía por la vía indirecta de la negación. El hombre filosofa, lo quiera o no, pues está en su esencia. Quiera pensar o no en ello, todos sus actos vitales de alguna manera tendrán como punto de partida una visión del cosmos, su origen y su destino final. Creer o no creer en Dios, confesar la impotencia de entender el Universo, recostarse a ciegas en las máximas dogmáticas de un credo religioso, abandonarse al nihilismo o adherir a perspectivas panteístas o cosmovisiones cientificistas. Los actos de tu vida oficiarán de determinantes, lo quieras o no. A tu edad sin embargo alcanza con que algunas ideas queden fijas en tu mente.
El Universo que te rodea no es eterno, tiene fecha de nacimiento. Y si nació, Alguien o Algo lo concibió. Tomate unos segundos y recordá eso para siempre.”
De nuevo hizo una larga y premeditada pausa. El sonido de las olas nos envolvió, y de repente, y sin mediar palabra, mi padre caminó hacia el mar a paso lento para ser llevado por el agua salada.
Concluían en este punto las líneas escritas por mí y el Escriba apartó la vista del papel dejando traslucir con un gesto un suave dejo de disgusto.
—¿Esto es todo? —preguntó meneando la cabeza.
—Es el comienzo del Todo —le contesté—. Es en las preguntas y no en las respuestas donde el filosofar encuentra su razón de ser.”
Terminaba allí el escrito.
Me levanté y dije: “Amigo Escriba, las cuartillas que escribí y que leíste te atraparon y condenado estás ahora a seguirme y escribirme. Te gustará marchar juntos para buscar las respuestas a los interrogantes que mi padre dejó en suspenso aquella tarde junto al mar. Reflexionemos juntos, pero no dejemos de caminar, que para eso hemos venido a este mundo”.
Andando amigo, le ordené, y con un abrupto ademán caminé hacia el bar del hotel. Mi mujer me esperaba para el desayuno encendida de risa. Una vez más reparé que estaba descalzo, con un vaquero y un saco piyama. Así que fui hasta la habitación a cambiarme y regresé a desayunar con mi mujer y mis amigos. A través de la ventana del restaurant del hotel, a lo lejos, el Escriba sonreía con un saludo de mano.
EL CAMINO
Portomarín-Palais do Rei
Una vez que concluimos el desayuno reiniciamos el peregrinaje, y lo hice con energías renovadas. Recordarme en la bruma difusa de mis propios inicios pareciera haberme prodigado nuevas fuerzas.
Ignorando a mis compañeros, ando a paso vivo, mi cuerpo transpirado por un sol que lastima y vivifica. Comienzo a cantar a viva voz. Desafino. Emito sonidos semejantes a cánticos guerreros. En mi imaginación soy un soldado que se apresta imprudentemente a entrar en batalla inconsciente de los riesgos que asumiré. El principal es mi pésimo sentido musical, desafino.
El sonido de mi bastón marca los trancos largos. Solo un par de veces me detengo y miro atrás. A mis espaldas ha quedado ya Portomarín y no distingo a mis compañeros de viaje. Pienso en mi mujer y mi corazón se baña en una calidez que me envuelve.
Andando, supero a peregrinos que se apartan para dejarme paso, a la par que alzan sus brazos y adornan su rostro con su mejor sonrisa para saludarme con la consabida consigna: ¡Buen Camino! La fraternidad implícita de los caminantes nos abraza fundiendo a todos en uno.
Comprendo entonces que mi epopeya no es única sino genérica. El homo sapiens me sigue y me adelanta en ruidoso concierto de ayes lastimeros y carcajadas estruendosas. Pienso por un instante en la masa informe e impiadosa que aplasta rezagados en su cruel devenir evolutivo.
Hay dos historias que se escriben en simultáneo, la de la especie y la del individuo. A la primera le tiene sin cuidado la segunda, a la que considera apenas un accidente aleatorio que no obstruye su avance.
Individuo soy, y a pesar de saberme ínfima e insignificante partícula de lo creado, la euforia del caminante me hace sentirme querido e importante.
Ya no había barro en la senda. El día era magnífico. Caminábamos a buen ritmo. Cantaba y pensaba, me sentía feliz. La senda estaba rodeada de árboles y luz. De repente me encontré con una ruta asfáltica que irrumpía contrastando el paisaje bucólico. Para colmo el asfalto se proyectaba hacia lo alto, en un zig-zag desafiante y fatigoso. No había más remedio que caminar al costado de la ruta. Los autos y camiones circulaban a velocidad, desaprensivos e ignorantes de mi peregrinar. Mi mujer y nuestros amigos optaron por una senda y quedamos en encontrarnos al pie del cerro. Pensé que el Camino -sin contar con los furtivos contactos con el Escriba, que parecían formar parte más de lo imaginario que de lo real-, no me había regalado aún ninguna experiencia de esas que uno rotularía como místicas o sobrenaturales. Sumido en esas reflexiones divisé un mojón. Continuando el rito recogí dos piedras, una más grande y otra más pequeña, porque la mente caprichosa me exigía que recordara a los abuelos fallecidos de mi mujer, una pareja envidiable que había sido fundamental en nuestra historia de amor.
Reinicié la aburrida trepada en torno al pavimento. Pensé que era un buen momento para que el viaje me regalara alguna demostración de lo sobrenatural. No había terminado de pronunciar la blasfemia cuando una soberbia pareja de ciervos apareció de la nada. (Un macho con una cornamenta formidable, y la otra menos robusta y sin cuernos, presumo que era la hembra.) Fueron segundos en el que ellos pasaron frente a mis narices. Tan cercana y súbita fue su aparición que caí sentado en la hierba, el corazón desbocado y el olfato impregnado por un fuerte y salvaje hedor animal. Me puse de pie y reí a carcajadas. Los abuelos habían respondido a mis peticiones. A cada peregrino le preguntaba si había visto una pareja de ciervos. Unos me miraban con asombro y otros como a un loco. Nadie había visto nada.
Superado el aburrido tramo del asfalto reingresé por caminos internos que, de a ratos, desembocaban en caseríos dispersos. En uno de ellos me sorprendió un labriego rodeado de perros intentando conducir una yunta de bueyes. Y en otro punto observé a una mujer en cuclillas con una especie de hoz segando algún tipo de cultivo. Eran extrañas postales del Medioevo en pleno siglo XXI. Traspuse un pequeño puente de madera debajo del cual surcaba un arroyo de agua cristalina, y a mi derecha divisé el lugar donde habíamos acordado almorzar. Al pie del cerro. Demoraban. Unos ciclistas habían visto a mi mujer y mis amigos bastante retrasados. El Camino hermana a los peregrinos, nos hace ser familia. Un linaje que guarda un solo objetivo: Santiago de Compostela.
Sentado en una mesa escondida, aunque visible para mis ojos, el Escriba sonreía de oreja a oreja.
EL PEREGRINO Y EL ESCRIBA
La Multiplicación de la Semilla del Átomo
Me invitó con un gesto a tomar asiento a su lado. Extrajo otro fajo de papeles que seguramente me había sustraído en algún descuido y los puso sobre la mesa. Sonreí al leer el título: “La Semilla del Átomo que se multiplica”. Recordaba perfectamente cuando había escrito aquel texto.
El Escriba, haciendo caso omiso de la mujer que nos ofrecía bebidas para esperar a los rezagados y que, obviamente no podía verle, comenzó a leer:
“Cuando era niño el jardín de mi casa me parecía inmenso. Al crecer advertí que, si bien grande, su extensión distaba mucho de poder ser calificada de inmensa. Pero adentrarme en