Camino de Santiago. Sisto Terán Nougués
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Camino de Santiago - Sisto Terán Nougués страница 4
En alguna parte he leído que a los cinco años de edad no queda viva en nuestro cuerpo, mero envoltorio de materia, ni una sola de las células que nos conformaron al inicio. Tu inicio fue al cobijo de las entrañas de tu madre. Adherido con firmeza a las paredes de una confortable concavidad acuosa fuiste creciendo en un universo líquido. Eras un apéndice desarrollándose como un parásito en el interior de un cuerpo ajeno, y ni por un instante te apercibiste de esa ajenidad.
Tu madre era sencillamente tu morada, ese hábitat natural en que tu vida se desarrollaba, tal cual hoy se desarrolla en este mundo lleno de colores, sabores y olores que ahora nos circunda. Esa era tu vida y ese era tu entorno. No admitías otra forma de existencia, y la razón es que ignorabas que fuera de allí había otra dimensión insospechada. ¿Te interrogabas entonces sobre el sentido de la muerte? No, tu cerebro minúsculo se limitaba a cumplir las pautas básicas que garantizaran tu supervivencia. Los días y las noches se sucedían fuera de tu mundo que desconocía de soles y de lunas. Alimentarse, Crecer y Sobrevivir eran consignas que te determinaban por una impronta atávica que se remonta a la mismísima aparición del primer humano. Lo que le sucedía a tu madre, sin que tú lo supieras, modificaba y alteraba tu entorno sin que pudieras impedirlo. Estabas habituado a tu hábitat y te aferrabas al mismo desesperadamente. Ver, lo que hoy entiendes por ver, no veías. Tu mundo era sombra, sonidos y sabores. Todo rudimentario, visión y olfato casi nonatos.
Tu Universo no era plácido sino pleno de turbulencias. Las hormonas maternas disparaban tempestades que sacudían tu interior pero ni una sola de tales tormentas generaba el deseo de abandonar tu modo de vivir. Tampoco soñabas con otra manera de existir. Ibas creciendo y adquiriendo forma. Y fue entonces, cuando más fuerte y confortable te sentías, cuando fuerzas extrañas y brutales estremecieron tu persona. Tuviste miedo, mucho miedo. Algo acontecía y no era agradable. No era una tormenta de las acostumbradas. Era diferente. Un tsunami destrozó tu mundo y lo arrasó dejando despojos de sangre y fluidos. Te viste arrastrado por una marejada incontenible que conducía a un túnel estrecho. Todo tu cuerpo se vio aplastado por esa pulsión interna que te expulsaba por un reducto inadmisible de atravesar. La presión era insoportable. Cuando te parecía que no podías más, sucedió algo horrible, llegó la Muerte.
Muerto tu mundo, el cuerpo de tu madre inició de inmediato un proceso de transformación y eliminación de los vestigios de tu Universo prenatal. Al morir, desapareció la cobertura líquida que te envolvía y el aire te causó pavor. Con los puños apretados te matriculaste en el morir, y un aullido desesperado hizo que llenaras de oxígeno tus pulmones. Unas manos enormes y ajenas te mutilaron cortando de cuajo ese tubo que te unía al pasado, y, sin miramientos te expulsaron de la vida a la muerte sin pedirte consentimiento. De haber podido, hubieras prolongado sine die tu existencia en el seno materno.
Pero traspusiste un mundo y pasaste a otro. De lo líquido a lo aéreo. De un estado a otro. Esa muerte no fue placentera. Tampoco deseada, y sin dudas, inevitable. La luz se hizo presente al abrir los ojos y te causó daño y asombro. Formas borrosas y hambre sirvieron para que tu muerte se produjera. Aprendiste a llorar y desarrollaste un verdadero talento natural, indispensable en el nuevo universo que empezabas a transitar. “Los pechos de tu madre se aproximaron a tu boca y aprendiste a alimentarte. Tu Primera Muerte te condujo a una Nueva Vida.
Habías nacido.”
Mi padre hizo una pausa y el silencio nos envolvió dejándonos sumidos en nuestros propios pensamientos. Intentaba entender esos sucesos, que según mi progenitor me habían acontecido, y confieso no haber encontrado ningún rastro en mi memoria que diera fe de la veracidad de ese acontecimiento. No recuerdo esa vida prenatal y menos aún recuerdo haber muerto naciendo.
Pero sucedió, no hay dudas de ello y mi física presencia en este lugar daba prueba acabada de ello.
Lenta, con absoluta lentitud, mi mente entendió lo que mi padre quiso hacer al hablarme de estos temas y de esta forma tan peculiar. Hacer del nacer un primer morir era, al menos, ingenioso y la analogía obvia. ¿Si íbamos a caminar hacia la muerte, porqué no pensar que avanzamos a paso firme hacia un nuevo nacimiento? ¿Sería acaso la muerte un mero cambio de dimensión cósmica?
Papá se puso de pie como adivinando el decurso de mis pensares. Sonrió y me invitó a reanudar el Camino.
—Andando, no te sientas tentado a la holganza, ya descansarás sobremanera en el sobretodo de madera— y profirió una sonora carcajada.
EL CAMINO
Sarria–Portomarín
Sarria muy pronto fue quedando a espaldas nuestras y el fresco de la mañana ayudaba a mantener vivo el paso.
La charla había sido fluida en un comienzo, y de a poco se fue transformando en un soliloquio. Parecía que cada uno de nosotros discutía con sombras interiores.
No estamos solos. Cientos de peregrinos de la más variada procedencia y edad caminan a nuestra par. Cada uno a su ritmo, enfrentando el desafío a su modo y a su manera, un símil de la cotidianidad de la vida.
Un paso es seguido por otro, acompañado en mi caso por el rítmico tintineo del bastón metálico que uso para caminar.
El follaje de los robles, coníferas y castaños que flanqueaban la Rua Maior, esa senda ligeramente barrosa por la que nos desplazábamos, constituía un techo que apenas daba resquicio a esforzados y tenues rayos de sol que, luego de filtrarse, tendrían que batallar infructuosamente con la niebla escondida entre tanta selva.
De a ratos una llovizna tenue acariciaba nuestros rostros sin causarnos mayores molestias, al fin y al cabo veníamos preparados para contingencias más severas.
En ocasiones se apoderaba de mi espíritu una euforia inexplicable... saberme aún pleno y saludable era motivo suficiente para gozar la Vida.
De repente divisamos a la vera del sendero un rústico mojón de piedra adornado con un mosaico de fondo azul y una vieira amarilla con una flecha que indicaba noventa y nueve kilómetros a Compostela.
Una vieja tradición peregrina consiste en dejar una pequeña piedra en la cresta de cada mojón. Se dice que de esta manera vamos descargando en el Camino nuestras penas, tristezas y rencores. Se dice que el alma y el cuerpo viajan más ligeros.
Agradecidos a una existencia que había sido benigna y pródiga en bendiciones, mi mujer y yo habíamos pactado que nuestras piedras fuesen testimonios de Agradecimiento a Dios y a la Vida, que cada una de ellas fuese una gracia para nuestros amigos más cercanos y nuestros muertos más queridos.
Caminamos los cuatro juntos y a la vez solos, envueltos en el misterio de esa senda poblada por cientos de peregrinos, enfrascado cada quien en encontrar su propio sentido al caminar, y quizás a su existencia.
Las cavilaciones dieron paso al apetito. Llegamos a un caserío y allí encontramos una fonda construida con las piedras del lugar. Los sabores y olores se agudizan al andar, y una comida que interrumpe el ejercicio es siempre aproximación al paraíso.
Al reanudar el peregrinaje nuestros músculos parecieron recordar el esfuerzo y se resistían a retornar al ritmo anterior. No siempre detenerse es buena idea. Al cabo de unos minutos nuestros cuerpos recuperaron su entusiasmo y a paso vivo continuamos la marcha.
Mi campera roja impermeable —prestada por un amigo ducho en estos menesteres— demostró ser perfecta y me protegía de la tenue llovizna que de manera intermitente nos asediaba. Los kilómetros se sucedían y una serena satisfacción de sentirnos vivos se apoderó de nosotros.
Indefectiblemente