El destructor del Amazonas. Alberto Vazquez-Figueroa
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El destructor del Amazonas - Alberto Vazquez-Figueroa страница 2
Sobre todo serpientes y, como a la mayoría de las mujeres, su sola mención le producía un instintivo rechazo.
Tampoco a los hombres solían gustarles las serpientes, los caimanes, las arañas o los traicioneros jaguares que pululaban por doquier, pero muchos hombres y mujeres consideraban que había llegado el momento de defender el derecho de tales animales a seguir viviendo.
Habían quedado atrás los oscuros tiempos en los que los seres humanos opinaban que eran los únicos que tenían derecho a existir y ahora sabían que si continuaban insistiendo en su empeño de ser los únicos supervivientes tendrían que acabar comiéndose los unos a los otros.
En realidad hacía siglos que se comían –aunque no fuera en el sentido literal de la palabra–, porque lo cierto es que las tribus realmente antropófagas habían sido relativamente escasas a lo largo de la Historia.
Concluida la lectura, y tumbada en una hamaca de la cubierta superior del «Kubichek IV», se dedicó a observar por medio de unos prismáticos cómo saltaban los monos de rama en rama, cómo alzaban el vuelo bandadas de multicolores cacatúas y cómo las enormes ceibas se adornaban con el blanco plumaje de las garzas o el brillante escarlata de los hieráticos ibis de pico largo.
A cada minuto los distinguía con mayor claridad, y no se debía a que los prismáticos mejoraran de calidad, sino a que el cauce se estrechaba con tal rapidez que podría pensarse que muy pronto podría alargar la mano y apoderarse de una cría de guacamayo.
–¿Y si encallamos…? –quiso saber un tanto inquieta.
–No hay peligro; Andrade conoce bien el río y asegura que tras aquella curva vuelve a ensancharse.
Se volvió a observar de reojo a Bernardo Aicardi.
–Mucho confías en él –comentó.
–Si nos cuesta cinco mil dólares diarios es porque está considerado el mejor capitán de la Amazonia, el que tiene el mejor barco, los mejores mapas, la mejor tripulación y los cojones más grandes.
–No creo que sus cojones estén incluidos en el precio.
–En cierto modo, y dada la peligrosidad de estas tierras, entran en el lote.
–¿Y en qué podría invertir mejor su dinero un banco vaticano?
–Sin comentarios.
Aquella era sin duda la respuesta propia de un hombre que había dedicado gran parte de su vida a educarse a sí mismo en el difícil arte del disimulo y que sería calificado con matrícula de honor en un examen de hipocresía puesto que había conseguido que la mayor parte de quienes le conocían le consideraran un avaricioso tonto del culo puesto que babeaba por una dermatóloga chilena que le ponía los cuernos a las primeras de cambio.
Pero la dermatóloga chilena lo adoraba porque le conocía mejor que nadie y sabía que era una persona inteligente, generosa, sacrificada y noble.
Y firme candidato a un «Oscar» de interpretación, puesto que no parecía existir otro ser humano con semejante capacidad de mantenerse impasible mientras docenas de descerebrados donjuanes de alta cuna o baja cama no parecían tener más objetivo que acostarse con su fascinante y desinhibida amante.
Ninguno de ellos sospechaba que semejante objetivo resultaba del todo inalcanzable debido al hecho de que Violeta Ojeda y Bernardo Aicardi nunca habían sido amantes.
Llevaban mucho tiempo fingiendo serlo, habían convivido meses en el mismo apartamento y se habían hospedado en las mismas suites de los mejores hoteles, pero jamás habían compartido la misma cama.
Y ahora, tras medio año de dejar atrás un largo rastro de engaños, conjuras y algún que otro cadáver, continuaban juntos, observando a los monos y preguntándose a cuántos malnacidos tendrían que eliminar para que pudieran continuar saltando.
En un momento crucial de su existencia, cuando se enfrentó al horror de docenas de criaturas aquejadas de cáncer por culpa de unas aguas contaminadas por productos tóxicos, Violeta Ojeda había pronunciado una frase que acabó por convertirse en su marca de fábrica: «Cuando la vida de un niño está en juego más vale abrirse de piernas que cruzarse de brazos».
Aquella era una regla de oro que había seguido a rajatabla, acostándose con docenas de hombres y salvando con ello a incontables criaturas de una muerte horrible, pero dudada mucho que fuera una regla que pudiera aplicarse a los animales, a no ser que se tratara de los animales considerados en tu conjunto sin los cuales la existencia sobre el planeta dejaría de tener significado.
Se asombró ante las piruetas de un araguato que se lanzaba al vacío como si las leyes de la gravedad no le afectasen, y al poco advirtió que tras él se oscurecía el cielo, por lo que comentó con una cierta inquietud:
–Hay mucho humo.
–Ya lo había visto.
–Y allí a lo lejos se distingue otra columna.
–También la había visto.
–¿Significa eso que vamos a meternos entre dos fuegos?
–El capitán lo sabrá.
Pero el capitán Andrade acudió a tranquilizarles aclarando que no corrían peligro puesto que el río por el que navegaban se desviaba hacia la izquierda y poco después penetrarían en un afluente de aguas negras en el que incluso podrían bañarse sin peligro.
–¿Pretende que nos bañemos en «aguas negras»? –quiso saber un desconcertado Bernardo Aicardi.
–Por aquí tenemos dos tipos de ríos… –le aclaró el brasileño–. Los llamados «blancos», como este, que son lentos y fangosos debido a que avanzan por llanuras de escaso desnivel erosionando el limo de las orillas, y los llamados «negros», que descienden con rapidez por entre las rocas de las montañas, por lo que sus aguas son muy limpias.
–¿En ese caso por qué diablos se llaman «negros»? –fue la en cierto modo lógica pregunta de Violeta Ojeda.
–Porque entre esas rocas crece un alga que les da aspecto de té verde, a lo cual se le añade una virtud extraordinaria: en los ríos de aguas negras no suele haber caimanes, anacondas, ni pirañas.
–¿Y eso…?
–Será porque no les gusta el té.
–¿Bromea?
–Yo nunca bromeo con la seguridad de mis pasajeros, sobre todo cuando pagan lo que pagan ustedes –sonrió de oreja a oreja al añadir–: Mientras estén a bordo no correrán peligro, pero a partir del momento en que pongan un pie en tierra no me hago responsable porque ahí abajo abundan las fieras y los «fogueiros», que no dudan a la hora de incendiar un bosque, arrasar un poblado o despellejar a quien se oponga a los intereses de ganaderos, terratenientes y madereros.
–Y si esos «fogueiros» son tan peligrosos, ¿por qué no pueden atacarnos estando a bordo?
–En