El destructor del Amazonas. Alberto Vazquez-Figueroa
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–¿Un sarcófago?
–Un sarcófago… –insistió Andrade–. Tenemos que sumergir la vasija en un cemento especial que fraguará en pocos minutos y la volverá impenetrable durante los próximos tres siglos.
–¿Y por qué tantos siglos?
–Por precaución y sobre todo por las características de ese cemento. Cuando se seca se convierte en una roca, pero si utilizáramos otro menos potente nos estaríamos arriesgando a que se produjeran grietas.
Violeta Ojeda, a quien el tema parecía interesarle de forma muy especial puesto que su pensamiento estaba yendo más allá del mero hecho de neutralizar venenos, se tomó un respiro antes de insistir con su tozudez habitual.
–¿Y de qué les servirá una roca a los laboratorios farmacéuticos?
–Saben abrirlas con sierras de alta velocidad y les aseguro que si el contenido de esa vasija puede matar a cientos de personas, también puede salvar a miles. La mayoría de los moribundos deberían agradecer la existencia de mujeres como «La Coruja», las únicas capaces de hacer más llevaderos sus últimos momentos –se puso en pie como dando por concluida la conversación y no hubiera nada más que discutir puesto que a bordo de su barco era él quien tomaba las decisiones–. Muchos epilépticos y desgraciados a los que el tétanos hace sufrir lo indecible lo necesitan, o sea que lo tienen muy claro: o viajan con un «sarcófago» o no viajan.
–Preferiría que fuera el de un faraón, pero ya que no puede ser, tendremos que resignarnos.
Asistieron, sin moverse de cubierta, al laborioso y sobre todo peligroso proceso de aislar un frágil recipiente teniendo en cuenta que si el cemento fraguaba con demasiada rapidez podía romperse, y si fraguaba con demasiada lentitud se corría el riesgo de que tanto esfuerzo resultara inútil.
Luego vieron como Getulio le entregaba a «La Coruja» tres sacos conteniendo cada uno diez kilos de sal, con los que la mujeruca desapareció entre la espesura visiblemente satisfecha.
–¿Sal…? –se sorprendió el italiano–. ¿Es eso lo único que quiere?
–¿Y qué otra cosa iba a querer? Allá donde va el dinero no sirve, pero esa sal vale una fortuna porque no sé si se habrá dado cuenta de que esta es una tierra sin sal en la que miles de personas y animales enferman o mueren por su carencia. En la Amazonia lo de «la sal de la tierra» no es solo una frase altisonante; es una dramática realidad.
–Pues sí que soy una acémila. Sabía que lo de «salario» viene de pagar el trabajo con sal, pero no que fuera hasta ese punto.
–Hay guacamayos que cuando están criando tienen que volar cincuenta kilómetros con el fin de llevarles a sus polluelos un poco de arcilla que contiene diminutas partículas de sodio sin las cuales no llegarían a adultos.
–Curioso. ¡Muy curioso! Ciertamente, este es un país para curiosos.
–Pero ándese con cuidado porque a veces la curiosidad mata al gato. «La Coruja» carga con un tesoro, pero en cuanto llegue a los pantanales, un solo error, el más mínimo movimiento en falso, le costará la vida.
A la hora de la cena, con el veneno ya a bordo y «La Coruja» lejos, la inasequible al desaliento Violeta Ojeda insistió sobre el tema:
–¿Es cierto lo que ha dicho sobre ese tipo de cemento: que se mantiene inalterable durante trescientos años?
–¿Y qué ganaría con mentirle? –quiso saber el paciente capitán–. Ni usted ni yo estaremos aquí para comprobarlo.
–Eso me temo. Y ahora me gustaría hacerle una pregunta que se le antojará estúpida pero que para mí puede ser muy importante: ¿Sabe cuántos teléfonos móviles están en uso en estos momentos?
El dueño del barco meditó unos instantes para acabar por admitir:
–No tengo ni la más pajolera idea.
–Unos seis mil millones.
–¡Caray...! La gente de las ciudades sí que habla.
–Demasiado para decir demasiadas estupideces. ¿Y sabe usted cuántos teléfonos móviles usados y desechados existen en estos momentos?
En este caso la respuesta llegó rápida pero en el tono de quien dice una cifra sin la menor esperanza de acertar:
–¿Mil millones…?
–Cuatro mil millones –le corrigió ella–. Casi todos los que tienen un móvil han tenido antes un par de ellos. A muchos les gusta cambiarlos pese a que aún funcionen.
–¿Y por qué hacen esa estupidez?
–Porque hay gilipollas que sufren más por carecer de lo superfluo que por carecer de lo imprescindible. Conozco a gente que si no pone sobre la mesa un móvil de última generación se considera un paria.
–Pues por aquí apenas los usamos puesto que suele haber mala cobertura. Funciona mejor la radio.
–Suerte que tienen, pero volvamos a lo que importa: ¿sabía usted que cuando un teléfono móvil se moja desprende compuestos órgano-clorados y fosforita radioactiva?
–¡Por los clavos de Cristo, Violeta! –la atajó un furibundo Bernardo Aicardi–. ¿Cómo pretendes que entienda de esas cosas? ¿Quién coño sabe lo que son los compuestos órgano-clorados y la fosforita radioactiva?
–Yo no, desde luego… –reconoció el brasileño–. Pero nunca está de más aprender algo que suena poco recomendable para la salud.
–Son venenos; no tan letales como el de esas ranas pero causan estragos debido a que provocan cáncer de piel, sobre todo en los niños.
El atribulado marino de agua dulce, al que jamás se le había pasado por la mente que algo así pudiera ocurrir y que fuera la tecnología de última generación la que estuviera amenazando el futuro de una humanidad cegada por sus éxitos, apartó con desgana el enorme chuletón que había estado devorando.
–La verdad es que tiene usted la virtud de endulzar la vista y el defecto de amargar el oído –masculló–. Cada vez que abre la boca me quita el apetito.
–En este caso ha valido la pena. ¿Cree que ese tipo de cemento podría utilizarse para convertir los teléfonos tóxicos en rocas?
–No veo por qué no, ya que es capaz de resistir siglos incluso bajo el agua.
–¡Bendito sea Dios!
–¿Estás pensando lo que creo que estás pensando? –intervino de nuevo el italiano–. ¿Tienes idea de qué gigantesca cantidad de cemento sería necesaria para aislar cuatro mil millones de móviles?
–No. No tengo ni la menor idea, querido, pero como dermatóloga tengo muy claro lo que costará el tratamiento de esos enfermos y que la mitad de ellos no sobrevivirán.
–¿Y qué podemos hacer?
–Exponer el tema y aportar soluciones. Si las autoridades conocen el