El destructor del Amazonas. Alberto Vazquez-Figueroa

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El destructor del Amazonas - Alberto Vazquez-Figueroa Novelas

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en efecto. Conozco a muchos e incluso tenemos en nómina a algunos a los que se les supone abiertamente anticlericales.

      –Pues que se pongan a trabajar; que dejen de hablar tanto de los políticos que están destruyendo el mundo y empiecen a hablar de las tecnologías que están destruyendo el mundo. Me consta que nunca podremos acabar con los políticos corruptos pero sí con la tecnología destructiva.

      ***

      Tan solo habían dejado un centinela; un hercúleo pelirrojo que hacía muy bien su trabajo, no solo porque se tratara de un excelente profesional, sino porque a nadie le apetecía quedarse dormido a menos de diez metros del cauce de un río del que en cualquier momento podía surgir un caimán, y otros tantos de una espesura de la que en cualquier momento podía surgir un jaguar.

      Sentado junto a una hoguera en la que parecía confiar más que en su capacidad de reacción, permanecía arma al brazo, ojo avizor y con el oído atento, tal vez preguntándose cómo había llegado a tan peligroso lugar desde su Irlanda natal.

      Se había visto obligado a establecer su puesto de vigilancia y encender fuego lejos de la casa comunal, debido a que los sonoros ronquidos y las apestosas flatulencias de quienes se habían atiborrado de judías con chorizo le distraían, y tenía muy claro que un ligero descuido, un simple parpadeo que se convirtiera en corta cabezada, podía significar el fin del grupo.

      Que el grupo sirviera de cena a los caimanes le hubiera tenido sin cuidado de no ser por el hecho de que formaba parte de ese grupo.

      A sus espaldas había clavado un palo de casi dos metros en el que ondeaban trapos con el fin de desorientar a los murciélagos.

      Odiaba a los murciélagos.

      Los odiaba con el mismo fervor con el que los odiaba el común de los mortales y ahora les oía revolotear a su alrededor como un ejército de pequeños demonios a los que Satanás hubiera dado la noche libre.

      Un minero ecuatoriano le había contado que en su país existía un tipo de murciélago, que por fortuna tan solo habitaba a casi tres mil metros de altura en la cordillera andina, que tenía la odiosa costumbre de alimentarse de sangre, y que si mordía a un ser humano después de haber mordido a un animal rabioso le trasmitía la rabia, «el mal para el que no existe cura».

      Puede que no se tratara más que de una exageración o una burda leyenda de la selva, pero pese a que se encontraba muy lejos de los Andes, aquella historia siempre le rondaba la cabeza puesto que lo que menos le apetecía en este mundo era morir como un perro tan lejos de su amada Irlanda.

      Un gran pez chapoteó en el agua por lo que su dedo se curvó sobre el gatillo del arma.

      Pero no era más que un pez.

      Oculto entre los árboles, más despierto que nunca, Kapoar decidió que había llegado el momento de actuar.

      Preparó un dardo, pero sabía que en esta ocasión debía impregnarlo con el mismo tipo de curare que había utilizado para abatir al mono debido a que por su tamaño y constitución el pelirrojo tardaría demasiado en quedar paralizado, proporcionándole tiempo para disparar su arma o dar la voz de alarma.

      Debía pesar diez veces más que un araguato y por lo tanto se veía obligado a utilizar una mezcla de curare al que tendría que agregarle una mínima cantidad de veneno de rana, y sabía que si cometía el más ligero error al impregnar el dardo y el veneno le rozaba la piel no volvería a respirar una nueva bocanada de aire.

      Extrajo de su zurrón el pequeño recipiente de caña de bambú que contenía la odiosa ponzoña e intentó destaparlo pero se detuvo al advertir que las manos le temblaban.

      En realidad todo el cuerpo le temblaba.

      Maldijo entre dientes.

      Si el mero hecho de realizar tan peligrosa tarea a la luz de día y sin enemigos en las proximidades exigía unos nervios de acero, intentarlo en plena noche y en semejantes circunstancias hubiera destrozado los nervios incluso de su tío Somm, que había sido el hombre más templado y el mejor cazador que conociera nunca.

      Somm podía mantener recta durante largo rato una pesada cerbatana de chonta o aguantar sin pestañear el ataque de un jabalí.

      Pero Somm era Somm y él tan solo era Kapoar.

      Pasaron unos minutos antes de que pudiera sentirse seguro de sí mismo, impregnar el dardo, introducirlo en la cerbatana, apoyarla en una rama con el fin de proporcionarle mayor estabilidad, apuntar, esperar a que no hubiera viento y lanzar un soplido corto y fuerte.

      CAPITULO IV

      Los alcanzaron a media mañana.

      Eran una treintena y avanzaban cargando con sus escasas pertenencias, agotados y hambrientos pero decididos a seguir adelante puesto que lo que quedaba a sus espaldas tan solo era violencia y muerte.

      –¿Quiénes son?

      –Lo «ahúnas». Suelen vivir a orillas del Bajhó.

      –¿Y adónde van?

      –No van. Huyen. Últimamente ha habido incendios y matanzas por aquella zona.

      –¿Los madereros?

      –Ni los madereros, ni los ganaderos ni los terratenientes incendian o matan, señorita. Según el gobierno quienes matan son pistoleros, aunque no aclaran quién les paga.

      –De acuerdo. Invite a esa pobre gente a subir a bordo. Los llevaremos adonde quieran.

      –Supongo que lo único que quieren es volver a sus casas.

      –Eso no podemos hacerlo, pero podemos ayudarles a construir otras.

      –¿Para qué? –quiso saber el evidentemente malhumorado capitán–. ¿Para que se las vuelvan a incendiar…? No sé de cuánto dinero disponen ni de dónde lo sacan, pero les garantizo que lo malgastarían. Este problema no se soluciona construyendo casas sino destruyendo un sistema que está corrompido de los pies a la cabeza.

      –De todas formas embárquelos y los llevaremos lo más lejos posible. ¿Alguna idea?

      –No me paga por tener ideas.

      –No son para mí. Son para su gente.

      –Ahí me ha pillado, ya ve usted. ¿Alguna vez le han dicho que además de condenadamente guapa es usted condenadamente lista?

      –Lo primero casi a diario porque está a la vista. Lo segundo solo cuando lo demuestro.

      –¡Me rindo! Usted no es una de esas mujeres que parecen estar al borde de un ataque de nervios; usted es de las que ponen a la gente al borde de un ataque de nervios. ¡Getulio…! –gritó hacia abajo–. Embarca a los «ahúnas» y dales cuanto necesiten.

      En un principio los nativos se mostraron renuentes a la idea de subir a un barco temiendo que se los llevarían a una de las siniestramente famosas reservas indígenas creadas por el gobierno de Bolsonaro en las que acababan muriendo de hambre o tuberculosis y fue necesario demostrarles su buena voluntad proporcionándoles ropa y alimentos.

      Durante

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