El destructor del Amazonas. Alberto Vazquez-Figueroa
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Cabía entender que un cierto tipo de seres humanos odiaran a otros seres humanos hasta el punto de desear aniquilarlos, un segundo grupo odiaran a los animales y un tercero la naturaleza, pero se hacía necesario ser un auténtico desalmado a la hora de encender una antorcha y prenderle fuego a la selva.
Pero allí estaban las antorchas, aguardando el amanecer, debido a que los «fogueiros» tenían orden de dejar pasar un día desde que desalojaban un poblado hasta que iniciaban su trabajo.
Al presidente Bolsonaro no le gustaba que aparecieran cadáveres de niños calcinados.
No era buena publicidad.
A su entender las tribus indígenas eran una carga que lastraba el futuro de Brasil, una carga de la que se hacía necesario deshacerse sin excesivas estridencias.
Kapoar lo sabía, puesto que el padre Rufino, que solía visitar el poblado dos o tres veces al año, les mantenía al corriente de cuanto se fraguaba contra ellos desde las fastuosas mansiones de madereros, ganaderos y terratenientes.
Y últimamente desde el mismísimo palacio presidencial.
–Hasta no hace mucho teníais tres enemigos, pero ahora son cuatro y este es el más peligroso, puesto que se sabe apoyado por los otros.
–¿Y a nosotros quién nos apoya?
–Jesucristo.
–Pues de momento va perdiendo la batalla.
–A la larga siempre gana.
–Pero a la larga ya no quedará nada de nuestros bosques y nuestros campos… –se lamentó una mujer que cargaba con un niño a la espalda–. Una batalla en la que mueren inocentes siempre es una batalla perdida.
El padre Rufino no pareció sorprenderse por la sensatez de la respuesta ya que hacía mucho tiempo que conocía a los «ahúnas» y sabía mejor que nadie que constituían una comunidad sorprendentemente sensata.
La mejor prueba estaba en que nunca se habían dejado deslumbrar por los supuestos beneficios de la civilización, se negaban a beber alcohol, usar armas de fuego o aceptar dinero, pero sobre todo se negaban a abandonar la paz de sus bosques.
Los «garimpeiros», que de tanto en tanto visitaban su territorio buscando oro o piedras preciosas, sabían que nunca correrían peligro mientras no se aproximaran a menos de medio día de marcha de sus campamentos, cazaran justo lo necesario y no comerciaran con pieles de animales.
Respetar las reglas de sus ancestros constituía la mejor forma de conseguir que los antiquísimos sistemas ecológicos siguieran funcionando y no llegara un momento en que el firmamento se les viniera encima.
CAPITULO III
–Abajo está «La Coruja».
–¡Dios nos coja confesados! ¿Cuánto trae?
–Calculo que casi medio de litro.
–Esa mujer está loca. ¿Acaso intenta acabar con la humanidad?
Getulio se limitó a encogerse de hombros mientras respondía, como si fuera lo más natural del mundo:
–Se limita a hacer un trabajo que nadie más quiere hacer.
El capitán Rodrigo Andrade se aproximó a la barandilla, saludó con la mano a una esquelética mulata de encrespada melena que aguardaba sosteniendo una vasija de barro y que le gritó:
–¡Treinta kilos!
–¡De acuerdo! Pero no te muevas de ahí.
Lanzó un reniego por cuyo tono e intensidad podría creerse que estaba a punto de enfrentarse a todos los jaguares de la espesura y acabó por ordenarle a su primer oficial:
–Prepáralo todo y que Jesús nos asista.
–…Y la Virgen y San José.
–¡Amén!
En cuanto Getulio hubo desaparecido Bernardo Aicardi quiso saber:
–¿De qué se trata?
–De «La Coruja». ¿Es que no la está viendo? La mismísima «Coruja» en carne y hueso; una mujer cuyo solo nombre asusta a los niños… ¡Y a muchos mayores!
–¿Y eso por qué?
–Porque es la única capaz de recolectar uno de los venenos más letales del mundo. Una solo gota acaba con cincuenta adultos y basta con que te roce para que no sobrevivas cinco minutos.
–¿Y de dónde lo extrae? ¿De la «mamba» o la «coral»…?
–¡Qué «mamba» ni qué «coral»! No se trata de ninguna serpiente sino de la bestia más mortífera que pulula por los pantanos: la rana dorada. Los laboratorios pagan su peso en oro porque se ha convertido en un producto básico a la hora de producir analgésicos.
–¿Y no resultaría más sencillo criar esas ranas en cautividad? –intervino Violeta con lo que parecía una pregunta de innegable sentido común.
–Se ha intentado, pero en cuanto se las saca de su ambiente dejan de ser peligrosas. Por lo visto, aunque les ruego que no me hagan demasiado caso, su ponzoña se debe a que se alimentan de hormigas y de unos grillos diminutos que son los que generan las toxinas. Un médico me aseguró que ese veneno es como nicotina altamente concentrada.
–¿Acaso los grillos fuman?
–Supongo que únicamente los que fueran amigos de Fidel Castro o del Che Guevara pero en esos endemoniados pantanales ocurren tantas cosas increíbles que uno acaba por creérselo todo. ¿Sabía que el ochenta por ciento de los medicamentos proceden de plantas o animales amazónicos?
–No, pero lo que no entiendo es por qué a las ranas no les afecta ese veneno.
–Al parecer cuando son pequeñas no consiguen cazar demasiados grillos por lo que luego se van volviendo inmunes.
–En algún lugar he leído que algunos reyes de la Edad Media ingerían minúsculas porciones de arsénico con el fin de volverse inmunes.
–Pero calvos y estériles… –le hizo notar el sobrino de Monseñor Aicardi al que evidentemente todo aquello no le hacía la más mínima gracia.
–Calvos y estériles pero vivos.
–Pues no sé yo si vale la pena vivir calvo estéril y con el resto del cuerpo envenenado con arsénico… –hizo una larga pausa antes de añadir–. ¿Y cómo se las arregla esa mujer para recolectar el veneno sin que le afecte?
–Por lo que me contó una vez, atrapa las ranas con una especie de cazamariposas y las introduce en un recipiente de barro relleno de algodón que coloca al sol. Como la ponzoña se encuentra en su piel, en cuanto empiezan a sudar impregna el algodón. Por lo visto cada una produce tres sudoraciones antes de morir deshidratada.
–Está claro que ese bicho estaba preparado para enfrentarse