El destructor del Amazonas. Alberto Vazquez-Figueroa
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Miles de aves les sobrevolaban, unas hacia el norte, otras hacia el sur, el este o el oeste, la mayoría agitando con prisas las alas, otras dejándose llevar por las corrientes, pero todas regresando a sus nidos, ansiosas por descansar y dejar que los cielos nocturnos pasaran a convertirse en el campo de batalla de insectos y murciélagos.
Los segundos vencerían siempre, provocando masacres entre las filas enemigas, pero estas eran tan nutridas que apenas alcanzarían a notarse los efectos de tan feroz carnicería.
Noche tras noche, año tras año, milenio tras milenio, los cielos amazónicos hervían de una vida que engendraba nuevas vidas, y tan solo existía un enemigo que pusiera en peligro un ciclo esencial para la subsistencia de millones de criaturas: el fuego.
–¿Es de los que creen que habría que ejecutar a los incendiarios?
El capitán Claudio Andrade observó de reojo a la hermosa e intrigante mujer que le había hecho tan comprometedora pregunta y se limitó a responder:
–¿Le gusta la sopa?
–Deliciosa.
–Es de «comegente».
–¿Y que es un «comegente»?
–Una piraña.
–¿Cómo ha dicho? –quiso saber un horrorizado Bernardo Aicardi.
–Que es sopa de pirañas, a las que aquí llamamos «comegentes». Tienen demasiadas espinas pero como ve proporcionan una sopa excelente.
–Sobre todo a la hora de cambiar de conversación –le hizo notar ella–. Aún no ha respondido a mi pregunta.
–Escúcheme con atención, señorita –fue la áspera respuesta–. Esta es una tierra violenta que ahora se encuentra más convulsa que nunca y en la que si dices lo que piensas te arriesgas a que te vuelen los pensamientos. Ustedes me pagan muy bien, ¡demasiado bien a mi modo de ver!, o sea que les ruego que se limiten a preguntarme sobre ríos, selvas y bichos, y no me metan en problemas.
–De acuerdo… –aceptó ella en un tono que parecía indicar que aquello no quedaría así y que pronto o tarde volvería sobre el tema–. Respóndame entonces a otra pregunta que imagino que no le causará ningún problema: ¿Por qué su barco se llama «Kubichek IV»?
–Porque Juscelino Kubichek fue el mejor presidente que ha tenido Brasil, y uno de los mejores que ha tenido el mundo. Era humano, sencillo, honrado, trabajador y con una gran visión de futuro puesto que fue el fundador de Brasilia –hizo una larga pausa antes de añadir, sabiendo que iba a sorprender a sus interlocutores–: Y además era gitano.
–¿Gitano?
–Gitano.
–Primera noticia.
–Y auténtica. El único presidente de raza gitana que ha existido en la Historia de la humanidad.
–Pero era brasileño –intervino Bernardo Aicardi–. Y por lo que yo sé en Brasil no abundan los gitanos.
–Cierto –admitió su interlocutor–. Y es una lástima puesto que tal vez aparecerían otros Juscelinos. Nació en Minas Geraes porque su familia huyó de Centroeuropa, creo que de Checoeslovaquia, cuando los nazis decidieron exterminar a los judíos y a los gitanos. Por lo visto se subieron a un barco creyendo que los llevaría a los Estados Unidos y el destino quiso que acabaran aquí, lo cual es muy de agradecer. Mi hijo mayor se llama como él.
–¿Cuántos hijos tiene? –quiso saber Violeta.
–¿Y eso qué tiene que ver con que sepa llevarles adonde quiera que sea que quieren llegar?
El sobrino de monseñor Guido Aicardi no pudo evitar una sonrisa al ver la expresión que se le había quedado a la que todos consideraban su amante, ya que por primera vez la advertía desconcertada.
–Tiene razón –le hizo notar–. No tiene nada que ver.
–¡Tú no te metas!
–Es que le estás atosigando.
–¿Desde cuándo interesarse por cuántos hijos tiene una persona significa atosigarle?
–Desde que llevas toda la cena tocándole los cojones preguntándole sobre esto y sobre aquello –advirtió que el capitán se sentía molesto por sus palabras y alzó la mano en son de paz–. No se preocupe –añadió–. Suele utilizar un lenguaje mucho más soez pero aún no tiene la suficiente confianza.
–Pues espero que nunca la tenga –respondió el brasileño mientras se ponía en pie–. Y ahora les suplico que me perdonen porque tengo que buscar un lugar en el que pasar la noche sin que nos disparen los «fogueiros» ni nos tiren flechas los nativos.
En cuanto hubo desaparecido escaleras abajo Bernardo Aicardi comentó:
–Me gusta ese tipo.
–Y a mí.
–Pero tengo la impresión de que te gusta demasiado.
–Si con tu retorcimiento habitual estás insinuando que me apetecería acostarme con él, estás muy equivocado. La cama es el lugar en el que se estropean las amistades, y siempre he preferido ser amiga que amante.
–Eso es algo que sé por experiencia.
–Me alegra que las cosas queden claras. ¿Cuándo le diremos qué es lo que en verdad queremos?
–Aún no está lo suficientemente maduro.
–Puede que no esté lo suficientemente maduro, pero creo que empieza a preguntarse qué coño hacen un par de gilipollas como nosotros gastándose un dineral en un crucero por la Amazonia, cuando está claro que no somos zoólogos, botánicos, fotógrafos ni naturalistas.
–Lo bueno que tiene que te consideren un gilipollas, y te recuerdo que es un papel que llevo años interpretando, es que la gente suele aceptar tus gilipolleces sin hacer preguntas.
***
Cerró la noche y continuaban bebiendo, drogándose y comiendo de un caldero que habían colgado sobre una hoguera que habían encendido en el centro de la casa comunal, y en la que calentaban judías que habían extraído de latas de conserva por lo que el hedor le obligaba a apartar la cara.
El caboclo que se había apoderado de la hamaca de su abuelo dormía la borrachera y otro aparecía recostado contra un poste con el pecho cubierto de vómitos.
Tal como solía asegurar su padre, los «fogueiros» constituían el último eslabón de la especie humana y podría considerárseles parientes lejanos de los osos hormigueros.
–Teniendo en cuenta que los osos hormigueros ni se drogan ni se emborrachan… –había añadido con una sonrisa.
–¿Y por qué se drogan y se emborrachan?
–Quizás para olvidar que son «fogueiros».
Aquella