Nikola Tesla. Margaret Cheney

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Nikola Tesla - Margaret Cheney Noema

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cofundador de la Sociedad Tesla, con el único objetivo de poner en marcha y coordinar las actividades que marcarían el centenario de su nacimiento. Agotados los fastos conmemorativos, la Sociedad se disolvió; pero, tras los años de silencio que siguieron a su muerte, la sociedad civil tomó de nuevo conciencia de la influencia de Tesla: se produjo un renovado interés por los hallazgos que había predicho y demostrado, descubrimientos que no pudieron desarrollarse en su día por falta de medios tecnológicos en áreas tan importantes como las ciencias de materiales.

      Inspiración: ése fue el ejemplo que nos dejó, para que otros inventores no cejasen en su empeño, el mismo acicate que el conjunto de su obra ofrece a los especialistas técnicos de nuestro tiempo. Con ocasión del septuagésimo quinto aniversario de Tesla (1931), sus coetáneos llegaron a decir que sus conferencias eran tan geniales e imaginativas a la hora de plasmarlas en proyectos concretos como lo habían sido cuarenta años atrás, en el momento en que las había dictado.

      Pocos son los progresos que se han realizado en los campos de la ingeniería de la energía eléctrica o de la transmisión de señales por radio que no guarden alguna relación con las geniales ideas desarrolladas por Tesla. Desde luego, pocos son los hombres que, en el curso de su vida, ven cómo se plasman en la realidad los resultados de imaginación tan fecunda.

      E. F. W. ALEXANDERSON

      Cuando se repasa la obra de Tesla, es imposible no sentir asombro ante la avalancha de ideas precursoras de posteriores desarrollos en el campo de las ondas.

      Louis COHEN

      Inventor prolífico, resolvió el problema fundamental de la ingeniería eléctrica de su tiempo, y regaló al mundo el motor polifásico y el sistema de distribución de la electricidad, una auténtica revolución en el campo de la energía eléctrica y base del increíble desarrollo que ésta ha conocido. El trabajar para usted con ocasión de la histórica conferencia sobre altas frecuencias que dictó en la Universidad de Columbia y el trato que hemos mantenido en adelante, han dejado en mí una huella indeleble y han constituido un ejemplo que ha cambiado mi forma de ver la vida.

      Gano DUNN

      Como una llama imperecedera, avivó en mí el recóndito interés que albergaba hacia los gases conductores. Como ya tuve ocasión de comentarle en 1894 a ese amigo que tenemos en común, su libro […], en el que se recogen sus conferencias, seguirá siendo un clásico dentro de cien años. Nada me ha hecho cambiar de opinión desde entonces.

      D. MCFARLAN MOORE

      Recuerdo con toda claridad el entusiasmo y la admiración con que leí, hace ahora más de cuarenta años, su exposición sobre los experimentos con alta tensión que había realizado. Se trataba de unas pruebas tan originales como osadas, que abrían nuevos horizontes para el pensamiento y la experimentación.

      W. H. BRAGG

      Tres son los aspectos de la obra de Tesla que suscitan especial admiración: la importancia de los resultados en sí mismos, habida cuenta de sus consecuencias para la vida diaria; la claridad lógica y la pureza del discurso en que sustenta sus argumentos hasta alcanzar conclusiones novedosas; la perspicacia y la genialidad, el arrojo casi me atrevería a decir, a la hora de encarar problemas abstrusos, abriendo nuevos cauces al pensamiento humano.

      I. C. M. BRENTANO

      Para el lector de nuestros días, en los escritos de Tesla aún resplandece con viveza la chispa del genio. Tesla era un visionario, de eso no cabe duda. Esta biografía constituye un claro ejemplo de los enormes obstáculos que ha de superar el investigador que intente dar a conocer una vida tan apasionante como la suya.

      Leland ANDERSON

      Denver, Colorado.

      I

      UN MODERNO PROMETEO

      A las ocho en punto un caballero de noble aspecto, entrado ya en la treintena, sigue los pasos de un camarero hasta la mesa que normalmente ocupa en el Palm Room del hotel Waldorf-Astoria. Con disimulo y a despecho de la privacidad que busca el renombrado inventor, la mayoría de los comensales se queda mirando a ese hombre de buena estatura, delgado y bien arreglado.

      En su mesa, y como de costumbre, dieciocho impolutas servilletas de lino. Hacía tiempo que Nikola Tesla había renunciado a analizar su debilidad por los números divisibles por tres, la morbosa repulsión que le inspiraban los microbios o, ya puestos, el tormento que representaban las innumerables e inexplicables obsesiones que lo reconcomían.

      Distraído, desdobló una tras otra las servilletas y procedió a frotar los ya relucientes cubiertos de plata y las copas de cristal, dejando una pequeña montaña de tela almidonada encima de la mesa. A medida que le presentaban los platos, calculaba mentalmente el volumen del contenido de cada uno antes de dar el primer bocado; si no lo hacía, no disfrutaba de la comida.

      Quienes acudían al Palm Room con el único propósito de observar al inventor quizá reparasen en que no miraba la carta. Como siempre, le habían preparado de antemano el menú, siguiendo las indicaciones que había dado por teléfono, y no se lo servía un camarero, sino el maestresala en persona.[1]

      Mientras el joven serbio cenaba sin mucha hambre, William K. Vanderbilt se acercó un momento para afearle que no ocupase con más frecuencia el palco de su familia en la ópera. Al poco de haberse alejado, un caballero con aspecto de intelectual, barba a lo Van Dyke y unas gafas de cristales al aire, se acercó a la mesa de Tesla y lo saludó con sincero afecto. Aparte de dirigir una revista y escribir poesía, Robert Underwood Johnson era un hombre que buscaba ascender en la escala social, un vividor bien relacionado.

      Sin dejar de sonreír, Johnson se inclinó y le susurró al oído el último chisme que circulaba entre las cuatrocientas mayores fortunas del país: al parecer una recatada estudiante, Anne Morgan, bebía los vientos por el inventor, y no dejaba de importunar a su papá, J. Pierpont, para que se lo presentase.

      Tesla esbozó una tímida sonrisa, y se interesó por la esposa de Johnson, Katharine.

      –Kate me ha rogado que le invite el sábado a comer con nosotros –repuso Johnson.

      Hablaron un momento del otro comensal que estaría presente, una persona del agrado de Tesla, en sentido platónico: una encantadora y joven pianista llamada Marguerite Merington. Tras saber que también ella asistiría, aceptó la invitación.

      Cuando el periodista se hubo despedido, Tesla reparó en el postre y trató de estimar el volumen del contenido del plato. Apenas había concluido sus cálculos cuando un botones se acercó a su mesa y le entregó una nota, en la que reconoció la vigorosa caligrafía de su amigo Mark Twain.

      “Si no tiene nada mejor que hacer esta noche –había escrito el humorista–, a lo mejor podemos vernos en el Players’ Club”.[2]

      Al pie, Tesla respondió apresuradamente: “Lo siento, pero tengo trabajo. Si desea pasarse por mi laboratorio a eso de la medianoche, creo que pasará un rato inolvidable”.

      Eran, como siempre, las diez en punto cuando Tesla se levantó de la mesa para perderse en la irregular iluminación de las calles de Manhattan.

      Mientras daba un paseo hasta el laboratorio, se adentró en un parquecillo y emitió un leve silbido: se oyó un batir de alas en lo alto de las verjas de un edificio cercano y, al cabo, una blanca y familiar silueta se acercó revoloteando y se posó en su hombro. Tesla

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