Nikola Tesla. Margaret Cheney
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Apenas había acabado de decirlo, cuando se le cambió la cara. Dando tumbos, se acercó al borde del tablero, con gestos desesperados para que Tesla parase aquel artefacto.
–Deprisa, Tesla. ¿Cómo se para esto?
Sonriente, el inventor lo ayudó a bajar y le indicó a toda prisa dónde estaba el baño. De sobra sabían tanto él como sus ayudantes del efecto laxante del tablero vibrador.[4]
Ninguno de los presentes se había ofrecido como voluntario para repetir el experimento de alto voltaje que Tesla había llevado a cabo ante sus ojos. Nunca se habrían atrevido. En cambio, le atosigaron a preguntas para que les aclarase cómo era posible que no se hubiera electrocutado.
A una frecuencia lo suficientemente alta, les explicó, la corriente alterna de alto voltaje fluye por la capa externa de la piel sin dejar secuelas. No se trataba, sin embargo, de un experimento al alcance de simples aficionados, les advirtió. Si los miliamperios alcanzasen el tejido nervioso, las consecuencias podrían ser fatales; sin embargo, esos mismos amperios, repartidos a lo largo y ancho de la epidermis, eran tolerables durante cortos periodos. La penetración bajo la piel de una débil corriente eléctrica, alterna o continua, bastaba para matar a una persona.
Ya amanecía cuando Tesla se despidió de sus invitados. No obstante, antes de que diera por concluida la jornada y se acercara paseando al hotel para descansar un rato, las luces del laboratorio permanecieron encendidas todavía una hora más.
1 John J. O’Neill, Prodigal Genius, Nueva York, David McKay Co., 1944, pp. 93-95, 283; Inez Hunt y W. W. Draper, Lightning in His Hand, Hawthorne, California, Omni Publications, 1964, 1977, pp. 54-55.
2 Cartas microfilmadas de Mark Twain a Tesla, Biblioteca del Congreso, s. f.
3 Chauncey McGovern, “The New Wizard of the West”, Pearson’s Magazine, Londres, mayo de 1899.
4 O’Neill, Genius, p. 158.
II
EL JUGADOR
Nikola Tesla nació a las doce en punto de la noche del 9 al 10 de julio de 1856, en el pueblo de Smiljan, provincia de Lika, Croacia, una región situada entre el macizo de Velebit y la ribera oriental del Adriático. Vino al mundo en una casa pequeña, adosada a la parroquia ortodoxa serbia que atendía su padre, el reverendo Milutin Tesla, quien, en ocasiones, escribió artículos bajo el pseudónimo de “El hombre justo”.
Tanto desde un punto de vista étnico como religioso, ningún otro país de la Europa Oriental era tan diverso como la Yugoslavia de entonces. En Croacia, los serbios Tesla pertenecían a la minoría racial y religiosa de una más de las provincias del imperio austro-húngaro de los Habsburgo, cuyos habitantes sobrellevaban como mejor podían su férreo régimen político.
Por lo general, las minorías desplazadas a otros entornos suelen mostrarse intransigentes en el mantenimiento de sus propias tradiciones. La familia Tesla no era una excepción. Sus miembros concedían mucha importancia a los cánticos militares, la poesía, los bailes populares y las leyendas, la vestimenta y las festividades religiosas de Serbia.
Si bien, en aquella región y en aquella época, el analfabetismo era lo normal, sus habitantes eran una feliz excepción: admiraban y alentaban notables proezas memorísticas.
En la Croacia que Tesla conoció en su niñez, las posibilidades de salir adelante se reducían prácticamente a las faenas del campo, el ejército o la iglesia. Los hijos de las familias de Milutin Tesla y de su esposa, D-luka Mandić, originarias ambas del oeste de Serbia, habían engrosado las filas del ejército o la iglesia a lo largo de generaciones; a su vez, las hijas se habían casado con militares o clérigos.
Aunque en un primer momento Milutin había ingresado en la academia de oficiales del ejército, hubo de abandonarla por indisciplina, para abrazar a continuación la carrera eclesiástica. Desde su punto de vista, ése era el futuro deseable para sus hijos Dane (o Daniel) y Nikola. En cuanto a sus hijas, Milka, Angelina y Marica, el reverendo Tesla confiaba en que Dios en su providencial sabiduría permitiese que casaran con hombres de iglesia, como él.
No era fácil la vida de las mujeres yugoslavas: en ellas recaían las tareas agrícolas más ingratas, y tenían que sacar adelante a sus hijos ocupándose, además, de la familia y de las labores domésticas. Tesla solía decir que de su madre había heredado la memoria fotográfica y la inventiva, lamentando que le hubiera tocado vivir en un país y en unas circunstancias en que tales cualidades no se apreciaban en una mujer. Su madre había sido la mayor de una familia de siete hijos; al quedar ciega la abuela del inventor, hubo de ocuparse de todo, sin tiempo, pues, para ir a la escuela; sin embargo, o quizá por esa misma razón, había desarrollado una memoria prodigiosa, que le permitía recitar al pie de la letra repertorios completos de poesía europea, tanto la clásica de su pueblo como de otros países.
Tras contraer matrimonio, sus cinco hijos no tardaron en llegar. El mayor fue Daniel; Nikola, el cuarto. Como el reverendo Milutin Tesla escribía poemas en sus ratos libres, el muchacho creció en un hogar donde hasta el lenguaje diario era cadencioso, y las citas bíblicas o poéticas tan naturales como asar mazorcas de maíz sobre brasas de carbón vegetal en verano.
De joven, Nikola se dio también a la poesía. Más adelante, se llevaría consigo algunos poemas a Estados Unidos, si bien nunca consintió en publicarlos: los consideraba demasiado íntimos. De mayor, en veladas informales, le encantaba sorprender a personas a quienes acababa de conocer recitándoles poemas de su país de origen (en inglés, francés, alemán o italiano). Aunque muy de vez en cuando, siguió escribiendo versos durante toda su vida.
Desde muy joven apuntaba maneras de genio como inventor. A los cinco años, construyó una rueda hidráulica que poco tenía que ver con las que había observado en el campo: lisa y carente de paletas, giraba al paso del agua como las demás. Algo que, sin duda, habría de recordar más adelante cuando diseñó su genial turbina sin aspas.
Otros experimentos, sin embargo, no tuvieron tanto éxito. En una ocasión, se encaramó al tejado de la cuadra, blandiendo el paraguas familiar y dejando que lo hinchase la fresca brisa que llegaba de las montañas, hasta que, en un momento dado, se sintió tan liviano y tan mareado que pensó que podía volar: se precipitó al suelo, perdió el sentido y su madre tuvo que acostarlo.
Tampoco podría afirmarse que su motor accionado por dieciséis escarabajos fuera un éxito incontestable. Consistía en un artilugio hecho de astillas colocadas en forma de aspas de molino, con un eje y una polea sujetos a unos escarabajos verdes. Cuando los insectos, pegados entre sí, batieran los élitros a la desesperada como era previsible, el ingenio estaría en condiciones de elevarse por el aire. Tal línea de investigación quedó aparcada para siempre, en cuanto apareció un amiguito al que le gustaban los escarabajos verdes y que al ver un tarro repleto comenzó a llevárselos a la boca. El jovencísimo inventor acabó vomitando.
Se dedicó a continuación a desmontar y ensamblar de nuevo los relojes de su abuelo. Andando el tiempo, recordaría lo poco que le había durado aquella afición: “Siempre concluía con éxito la primera operación, pero no solía atinar en la segunda”. Treinta años habrían de pasar antes de que volviese a hincarle el diente a la mecánica relojera.
No todos los disgustos de aquellos primeros años tuvieron que ver con la ciencia. “En mi pueblo natal –recordaría años más tarde–, había