Nikola Tesla. Margaret Cheney

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Nikola Tesla - Margaret Cheney Noema

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      Frisando los sesenta, escribió:

      De vez en cuando, todavía aparecen esos molestos fogonazos, como cuando se me ocurre algo que abre paso a nuevas posibilidades, pero, como son de una intensidad relativamente baja, ya no me resultan tan perturbadores. Cuando cierro los ojos, lo primero que observo, invariablemente, es un fondo uniforme de un azul muy oscuro, como cielo de una noche despejada y sin estrellas. A los pocos segundos, ese fondo se ve poblado de innumerables y brillantes puntos verdes, distribuidos en diferentes capas que avanzan hacia mí. A continuación, a la derecha, aparece una maravillosa estructura formada por dos sistemas de líneas paralelas, que discurren muy juntas y en perpendicular, y muestran diversos colores, aunque los que más destacan son el amarillo verdoso y el dorado. Inmediatamente después, esas líneas se tornan más brillantes, y el conjunto aparece profusamente moteado de parpadeantes puntos de luz. La imagen se desplaza lentamente por mi campo de visión y, al cabo de unos diez segundos, desaparece por el lado izquierdo, dando entrada a un desagradable y desvaído tono gris que enseguida deja paso a un agitado mar de nubes con forma de seres vivos. Lo curioso es que no puedo proyectar nada sobre ese fondo gris hasta llegar a la segunda fase. Antes de quedarme dormido, siempre pasan ante mí imágenes de personas u objetos. Cuando las contemplo, sé que no tardaré en perder la consciencia. Su ausencia y el empecinamiento en no aparecer suponen siempre el preludio de una noche en vela.[14]

      Como estudiante, destacaba en los idiomas. Llegó a aprender francés, inglés, alemán e italiano, así como los diferentes dialectos eslavos. Pero su fuerte, sin ningún género de dudas, eran las matemáticas. Fue el típico alumno irritante que se queda a la expectativa a espaldas del profesor mientras plantea los problemas en el encerado y da la respuesta en cuanto éste ha terminado. En un primer momento, sospecharon que hacía trampa, pero pronto cayeron en la cuenta de que se trataba de otra de las facetas de su increíble capacidad para visualizar y retener imágenes. La pantalla óptica que era su mente almacenaba tablas enteras de logaritmos de las que podía echar mano a placer. Sin embargo, siendo ya un inventor de renombre, podía sucederle que un problema científico de índole menor le obligara a devanarse los sesos.

      Señalaba, por otra parte, un curioso fenómeno muy común entre personas de mente creativa, a saber, que aun sin estar concentrado en algo, en un momento dado, sabía que había encontrado la respuesta, aunque ésta no hubiera tomado cuerpo aún. “Lo más maravilloso –escribía– es que cuando tengo esa sensación, sé que he resuelto el problema, que daré con lo que voy buscando”.

      Los resultados prácticos, en términos generales, confirmaban su intuición. De hecho, las máquinas diseñadas luego por Tesla casi siempre funcionaron. Podía equivocarse en la aplicación de un postulado científico, incluso errar a la hora de elegir los materiales, pero las máquinas que había visto en su cabeza, una vez trocadas en objetos metálicos, normalmente desempeñaban la función para la que estaban pensadas.

      De haber existido en su niñez las escuelas de psicología que hoy conocemos, las endiabladas imágenes que contendían con su percepción de la realidad le habrían valido, sin lugar a dudas, un diagnóstico de esquizofrenia, sesiones de terapia y medicamentos incluidos, capaces quizá de “sanar” el núcleo mismo del que brotaba su creatividad.

      Cuando, por fin, descubrió que las imágenes que tenía en la cabeza guardaban siempre relación con escenas reales que había contemplado previamente, pensó que había realizado un descubrimiento de capital importancia, y puso todo su empeño en identificar el estímulo externo que las había provocado. En otras palabras, antes de que los métodos de Freud alcanzasen notoriedad, practicaba una especie de análisis introspectivo que, al cabo del tiempo, llegó a ser casi reflexivo.

      “No tenía que hacer ningún esfuerzo para encontrar una relación entre causa y efecto –señalaba– y, para mi sorpresa, no tardé en darme cuenta de que cuanto se me pasaba por la cabeza no era sino resultado de un estímulo externo”.[15]

      La conclusión que extrajo de aquella experiencia no fue del todo alentadora, sin embargo. Si hasta entonces había considerado que sus afanes eran consecuencia de su libre albedrío, ahora no tenía otra salida que reconocer la influencia determinante de las circunstancias y los acontecimientos reales. De ser así, estaba claro que era poco más que un autómata, y siempre sería posible construir una máquina que funcionase como un ser humano, que actuase con la misma capacidad de juicio que nos procura la experiencia.

      El joven Tesla desarrolló así dos conceptos que, si bien muy diferentes, resultarían cruciales para su futuro. El primero, que los seres humanos podían ser abordados como “máquinas revestidas de carne”. El segundo, que era posible humanizar las máquinas a efectos prácticos. Si, desde el punto de vista de las relaciones sociales, la primera hipótesis le haría muy pocos favores, la segunda lo zambulliría de cabeza en el enigmático mundo de los “autómatas teledirigidos”, como él los llamaba, o de la robótica, que diríamos ahora.

      Cuando Nikola tenía seis años, los Tesla se trasladaron a la cercana localidad de Gospić. Allí fue a la escuela por primera vez, y tuvo ocasión de observar los primeros modelos mecánicos, entre ellos las turbinas movidas por agua. Construyó muchas y siempre disfrutaba a la hora de ponerlas en marcha. Leyó también una descripción de las cataratas del Niágara que lo impresionó hondamente. En su imaginación, sólo veía una inmensa rueda, movida por aguas que se precipitaban al vacío. Incluso le dijo a un tío suyo que, algún día, iría a América y pondría en marcha tal idea. Treinta años más tarde, al contemplar su sueño hecho realidad, exultante, Tesla se maravillaba de “los insondables vericuetos de la mente”.

      A los diez años empezó a ir al instituto, un edificio de nueva construcción, dotado de un laboratorio de física bien pertrechado. Los experimentos que llevaban a cabo sus profesores lo dejaban boquiabierto. Aunque allí salieron a la luz sus increíbles dotes para las matemáticas, su padre “andaba de cabeza cambiándome de grupo”, porque no soportaba las clases de dibujo artístico.

      A lo largo del segundo curso, se obsesionó con la idea del movimiento continuo producido por una presión constante de aire, así como con las posibilidades del vacío. Aunque ardía en deseos de meter en cintura tales fuerzas, la verdad es que durante mucho tiempo sólo dio palos de ciego. Hasta que, como recordaría más adelante, “mis inquietudes se concretaron en un invento que me llevaría hasta donde ningún otro mortal había llegado”. Todo encajaba con su quimérico sueño de poder volar.

      “No había día en que no me desplazase por los aires hasta regiones remotas, sin llegar a entender cómo me las componía –recordaría más tarde–. Hasta que di con algo tangible: una máquina voladora, que consistía en un eje rotatorio, unas alas abatibles y […] un vacío que proporcionaba una energía inagotable”.[16]

      Lo que construyó en realidad fue un cilindro que giraba sobre dos cojinetes, rodeado de una especie de artesa rectangular en la que quedaba perfectamente encajado. Una plancha cerraba la cara diáfana del cajón y dividía el eje cilíndrico en dos secciones completamente estancas, gracias a unas juntas deslizantes que ajustaban herméticamente. Puesto que una de las secciones quedaba aislada y sin aire, mientras la otra seguía abierta, el resultado final, en opinión del inventor, sería el movimiento continuo del cilindro. Cuando lo hubo concluido, el eje giró levemente.

      A partir de aquel momento, realizaba mis cotidianas excursiones aéreas en un vehículo cómodo y lujoso, digno del rey Salomón –aseguraba–. Hubieron de pasar unos cuantos años antes de que cayese en la cuenta de la presión directa que la atmósfera ejercía sobre la superficie del cilindro y de que una rendija era la causante del leve movimiento giratorio que había observado. Aunque me llevó tiempo comprender lo que había sucedido en realidad, el choque fue muy doloroso.[17]

      Durante

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