Nikola Tesla. Margaret Cheney

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Nikola Tesla - Margaret Cheney Noema

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el Gobierno alemán, no había aceptado, y no sin razón: ante los propios ojos del anciano emperador Guillermo I, durante la inauguración oficial y por culpa de un cortocircuito, un enorme trozo de pared había saltado por los aires. Ante el riesgo de verse obligada a asumir cuantiosas pérdidas, la filial francesa le prometió a Tesla un incentivo si conseguía que las dinamos funcionasen mejor, y tranquilizar así a los alemanes.

      Era, sin duda, un asunto peliagudo para una persona de no mucha experiencia como Tesla, pero su alemán fluido le fue de gran ayuda. Al final, no sólo consiguió resolver las dificultades eléctricas, sino que se hizo amigo del alcalde de la localidad, un tal señor Bauzin, que trató de recaudar fondos para financiar su invento; de hecho, sondeó a unos cuantos ricos inversores potenciales ante quienes Tesla hizo una demostración del nuevo motor. Aunque todo salió a pedir de boca, los empresarios convocados no supieron ver las posibilidades prácticas del invento.

      El joven y desairado inventor encontró el consuelo parcial de unas pocas botellas de St. Estèphe de 1801, año de la última invasión alemana de Alsacia, que le regaló el alcalde diciendo que nadie más que Tesla era merecedor de paladear una añada tan extraordinaria.

      Entonces, con la satisfacción del deber cumplido, regresó a París, donde confiaba en recibir la bonificación prometida. Consternado, comprobó que no iban a dársela. Los tres ejecutivos de la compañía, sus jefes directos, se pasaban la pelota de uno a otro, hasta que Tesla, harto de que le tomasen el pelo, presentó su dimisión irrevocable.[8]

      Charles Batchelor, director de la planta, amigo íntimo y colaborador de Edison durante muchos años, se dio cuenta de la valía del joven serbio, y lo animó a trasladarse a Estados Unidos, donde no sólo la hierba sino hasta el dinero eran más verdes.

      Batchelor era un ingeniero inglés que había trabajado con Edison en la puesta a punto de una versión mejorada del primer teléfono de Bell. Edison había inventado el transmisor que hacía posible que la voz recorriese largas distancias. Batchelor le echó una mano durante la tumultuosa presentación del mencionado teléfono, con “sus vociferantes explicaciones y atronadoras cantinelas”, según relataba un periodista neoyorquino de la época.

      Después, el norteamericano y el inglés se encargaron de supervisar el montaje del primer grupo electrógeno autónomo que Edison colocó en el mercado, a bordo del buque Columbia de la Armada estadounidense. La nave hizo una deslumbrante demostración de tal ingenio al zarpar de la bahía de Delaware con destino a California, pasando por el cabo de Hornos.

      No le faltaban motivos, pues, a Batchelor para afirmar que conocía bien a Edison, y de ahí que escribiera una elogiosa carta de presentación que habría de poner en relación a dos genios igual de egocéntricos. Como más tarde los acontecimientos se encargarían de demostrar, Batchelor no entendía tan bien a Edison como pensaba.

      Liquidé lo poco que poseía –recordaba Tesla más adelante–, reservé pasajes y llegué a la estación de ferrocarril cuando el tren ya se disponía a partir. En ese instante, caí en la cuenta de que había extraviado el dinero y los billetes. ¿Qué iba a hacer? Hércules habría dispuesto de todo el tiempo del mundo para pensárselo, pero yo tenía que tomar una decisión mientras corría de vagón en vagón; un torbellino de ideas, tan opuestas como las oscilaciones de un condensador, se me pasó por la cabeza. Tomé la decisión acertada en el momento crítico…[9]

      Encontró unas cuantas monedas para subirse al tren, y eso fue lo que hizo. A continuación consiguió colarse en el buque Saturnia a base de labia, y nadie le reclamó el pasaje.

      Aparte de las pocas monedas que aún llevaba en el bolsillo, zarpó con destino a tierras americanas con unos cuantos poemas y artículos que había escrito, unos cálculos llenos de tachones relativos a algo que describía como un problema insoluble (sin más precisiones) y los planos de una máquina voladora. En su fuero interno, estaba seguro de que, con sólo veintiocho años, ya era uno de los grandes inventores de su tiempo. Pero eso sólo lo sabía él.

      1 Tesla, “Inventions”, pp. 42-44.

      2 Ibid., p. 43.

      3 Ibid., p. 44.

      4 Kenneth M. Swezey, “Nikola Tesla”, Science, vol. 127, nº 3307, 16 de mayo de 1956, p. 1.148; O’Neill, Genius, pp. 48-51.

      5 Tesla, “Inventions”, p. 46.

      6 Ibid., p. 46.

      7 Ibid., p. 48.

      8 Ibid., p. 50.

      9 Ibid., p. 50.

      IV

      EN LA CORTE DEL SEÑOR EDISON

      El día de junio en que pisó la Oficina de Inmigración de Castle Garden, en Manhattan, ataviado con un repulido sombrero hongo y una escueta levita negra, al menos nadie confundió a Tesla con un pastor de ovejas montenegrino ni con un preso por deudas escapado de la cárcel. Ocurría esto en 1884, el mismo año en que la nación francesa le regaló al pueblo estadounidense la Estatua de la Libertad. Como en respuesta a los versos de la poetisa Emma Lazarus, en cuestión de muy pocos años dieciséis millones de europeos y asiáticos recalaron en Estados Unidos, iniciando un movimiento migratorio que aún no ha finalizado. Hacían falta hombres, mujeres y hasta niños para poner en marcha la formidable revolución industrial que recorría el país de punta a cabo. 1884 fue también el año del pánico en la Bolsa.

      Tesla no pasó por el departamento de empleo, donde contrataban a cuadrillas de obreros para desempeñar penosas jornadas de hasta trece horas en la construcción del ferrocarril, en minas, en fábricas o como cuidadores de ganado. Ni mucho menos. Con su carta de presentación para Edison y la dirección de un conocido suyo en el bolsillo, solicitó a un policía las indicaciones pertinentes y, lleno de resolución, echó a andar por las calles de Nueva York.

      Pasó por delante de una tienda, cuyo propietario lanzaba toda clase de improperios contra una máquina que se había estropeado. Tesla hizo un alto y se ofreció a repararla. Tras verla recompuesta, agradecidísimo, el comerciante le dio veinte dólares.

      El joven serbio siguió adelante sonriendo, acordándose de un chiste que había oído en el barco. Iba andando por la calle un pastor de ovejas montenegrino que acababa de llegar a los Estados Unidos, y se encontró con un billete de diez dólares en el suelo. Ya se inclinaba para recogerlo, cuando se paró en seco, pensando para sus adentros: “No, no voy a trabajar el mismo día en que he pisado tierra americana”.

      A sus treinta y dos años y peinando ya algunas canas, Thomas Alva Edison, enfundado en una de sus batas de algodón a rayas, cortadas y cosidas a mano por su esposa, y abotonada hasta el cuello, era un hombre desgarbado, encorvado, que daba tumbos de un lado para otro arrastrando los pies. A primera vista, su rostro era tan vulgar que podía resultar anodino, pero quienes iban a verlo no tardaban mucho en reparar en el fulgor de penetrante inteligencia e inagotable energía que emanaba de sus ojos.

      Pese a ser un genio, no podía decirse que Edison fuera muy conocido en aquella época. Había puesto en marcha la Edison Machine Works, de Goerck Street, y la Edison Electric Light Company, sita en el número 65 de la Quinta Avenida. Su central eléctrica, instalada en los números 255-257 de Pearl Street, abastecía de electricidad a la zona de Wall Street y del East River. Disponía también de un enorme laboratorio de investigación en Menlo Park, Nueva Jersey, que daba empleo a numerosas personas y donde, en ocasiones, ocurrían cosas de lo más sorprendentes.

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