Nikola Tesla. Margaret Cheney

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Nikola Tesla - Margaret Cheney Noema

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aquella época, ya no corría el peligro de convertirse en ludópata. El propio Tesla ha relatado cómo se dio al juego y los esfuerzos que hizo para dejarlo:

      Para mí, la quintaesencia del placer consistía en sentarme a jugar una partida de cartas –recordaría más tarde–. Mi padre, que siempre llevó una vida ejemplar, no encontraba disculpas para aquel derroche de tiempo y de dinero por mi parte […]. Yo solía decirle: ‘Puedo dejarlo cuando me apetezca, pero ¿merece la pena renunciar a todo lo que pueda comprar por la vida eterna?’. Más de una vez, me apostrofó con expresiones cargadas de ira y desprecio. Mi madre era otro cantar. Entendía la forma de ser de los hombres, y sabía que la salvación de cada cual dependía del empeño que pusiese en alcanzarla. Recuerdo una tarde en que, tras haberlo perdido todo y muriéndome de ganas por jugar, se acercó a mí con un fajo de billetes enrollados y me dijo: ‘Ve y pásalo en grande. Cuanto antes dilapides todo lo que tenemos, mejor. Estoy segura de que lo superarás’. Y tenía razón. En aquel preciso instante, logré dominarme […]. No sólo me sobrepuse a mi desmedida afición, sino que me la arranqué del corazón para no volver a sentir el deseo de jugar…[21]

      Con el paso de los años, comenzó a fumar en exceso y cayó en la cuenta de que tanto café como tomaba en nada beneficiaba a su corazón. La fuerza de voluntad se impuso de nuevo, y erradicó ambos vicios; incluso dejó de tomar té. Está claro que Tesla sabía diferenciar con nitidez entre el ejercicio del libre albedrío (del que carecían los seres humanos que no son sino “máquinas revestidas de carne”) y la fuerza de voluntad, o la puesta en práctica de una determinación tomada.

      1 Nikola Tesla, “My Inventions”, Electrical Experimenter (mayo, junio, julio y octubre de 1919), reimpreso por Školska Knjiga, Zagreb, 1977, p. 30.

      2 Ibid., pp. 30-31.

      3 Ibid., p. 26.

      4 Ibid., pp. 8-9.

      5 Ibid., p. 17.

      6 Ibid., p. 18.

      7 Ibid., pp. 9-10.

      8 Ibid., pp. 10-12.

      9 Ibid., pp. 12-13.

      10 Ibid., p. 12.

      11 Ibid., p. 13.

      12 Ibid., p. 13.

      13 Ibid., p. 14,

      14 Ibid., p. 16.

      15 Ibid., p. 14.

      16 Ibid., pp. 35-36.

      17 Ibid.

      18 O’Neill, Genius, pp. 36-37.

      19 Tesla, “Inventions”, p. 41.

      20 Nikola Trbojevich, Spomenica (Anuario Conmemorativo de la Federación Nacional Serbia, 1901-1951), Pittsburgh, Pennsylvania, p. 172. Fuente: Archivos de Inmigrantes de la Biblioteca de la Universidad de Minnesota.

      21 Tesla, “Inventions”, p. 18.

      III

      INMIGRANTES DE POSTÍN

      Entre Europa y Estados Unidos ya funcionaba el telégrafo, es decir, ya estaba tendido el cable transatlántico. En 1881, cuando el teléfono de Alexander Graham Bell fue conquistando el continente europeo, se recibió la noticia de que no tardaría en abrirse una central telefónica en Budapest, una de las cuatro ciudades elegidas por la filial europea de Thomas Alva Edison.

      En enero de aquel año, Tesla se trasladó a Budapest donde, con ayuda de un influyente amigo de un tío suyo, enseguida encontró trabajo en la Oficina Central de Telégrafos del gobierno húngaro. Desempeñarse como auxiliar en un puesto dotado con un salario muy bajo no era lo que había soñado el joven ingeniero eléctrico. Pero se entregó a ello en cuerpo y alma.

      Por entonces, se vio aquejado de una extraña afección que los médicos, a falta de un término mejor, diagnosticaron como crisis nerviosa. Tesla tenía los cinco sentidos acusadamente desarrollados. Según él, durante su niñez y en diversas ocasiones, desvelado por el crepitar de las llamas, había salvado de perecer en incendios a unos cuantos vecinos suyos. Entrado ya en los cuarenta, cuando llevaba a cabo sus investigaciones sobre rayos en Colorado, aseguraba que podía oír el estallido de un trueno a más de ochocientos kilómetros de allí, cuando el límite de sus jóvenes ayudantes se situaba en torno a los doscientos cuarenta.

      Pero la experiencia que le tocó vivir durante aquel episodio nervioso superaba incluso los parámetros habituales de Tesla: podía oír el tictac de un reloj de pulsera tres cuartos más allá del que ocupaba; el aleteo de una mosca en la mesa de su habitación le producía un molesto zumbido en los oídos; un carro que pasase a unos cuantos kilómetros de distancia le hacía estremecerse de pies a cabeza; el pitido de un tren a más de treinta kilómetros ocasionaba una vibración tal en su silla que sentía un malestar insoportable. Tenía la sensación de que temblaba el suelo que pisaba y, para facilitarle el descanso, no quedó más remedio que colocarle unas almohadillas de goma bajo las patas de la cama.

      De no haber sido capaz de disociarlos en sus diferentes componentes, los ruidos fuertes –escribió–, alejados o próximos, me sonaban como expresiones altisonantes. Si aparecían de forma intermitente, mi cerebro percibía la discontinuidad de los rayos de la luz del sol como fogonazos de una intensidad tal que me aturdían por completo. Era tan opresiva la sensación que notaba en el cráneo que tenía que hacer acopio de todas mis fuerzas para pasar por debajo de un puente o de cualquier otra estructura. En la oscuridad, mis sentidos se asemejaban a los de los murciélagos: era capaz de detectar la presencia de un objeto situado a cuarenta metros de mí por el extraño hormigueo que sentía en la frente.[1]

      En aquel momento, su pulso oscilaba desde niveles muy bajos hasta las 260 pulsaciones por minuto. Las contracciones y espasmos que le recorrían el cuerpo le resultaban casi intolerables.

      Como es natural, los médicos de Budapest estaban desconcertados. Hubo incluso un galeno de gran renombre que, al tiempo que aseguraba que el mal que padecía era insólito y no tenía cura, le prescribió la ingesta de grandes dosis de potasio.

      O, en palabras del propio Tesla: “Siempre lamentaré que, en aquella ocasión, no hubieran estado pendientes de mí especialistas en fisiología y en psicología. Aunque creía que no saldría con bien de aquélla, me agarraba desesperadamente a la vida”.[2]

      El caso es que no sólo recobró la salud, sino que, con la ayuda de un buen amigo, pronto recuperó el vigor que lo animaba antes de aquel episodio. El amigo en cuestión se llamaba Anital Szigety, un deportista y oficial mecánico con quien trabajaba. Él fue quien le hizo ver la importancia del ejercicio físico, y juntos dieron largos y frecuentes paseos por la ciudad.

      Desde los tiempos en que hubo de abandonar la Politécnica de Graz, Tesla no había dejado de darle vueltas al desafío que representaba el motor de corriente continua. Más adelante, recurriría a su pomposa grandilocuencia para afirmar que no afrontaba la cuestión como un problema más que hubiera de resolver: “Para mí era una especie de voto sagrado, una cuestión de vida o muerte. Si no daba con la solución, mi vida no tendría sentido”.

      Con todo, sin saber cómo, tenía la convicción

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