Nikola Tesla. Margaret Cheney

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Nikola Tesla - Margaret Cheney Noema

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de una central situada a espaldas del laboratorio, y que, en cierta ocasión, descarriló al alcanzar los sesenta kilómetros por hora, haciendo las delicias de su inventor.[1] Hasta ese laboratorio se había acercado Sarah Bernhardt, entre otros, para que su voz quedase inmortalizada en el fonógrafo del señor Edison. Circunspecta, la actriz hizo algún comentario acerca de lo mucho que se parecía a Napoleón I el dueño de aquellas instalaciones.

      La central de Pearl Street producía energía suficiente para que un centenar de ricas familias neoyorquinas dispusieran de luz eléctrica, pero Edison también llevaba su corriente continua a plantas instaladas en molinos, fábricas y teatros repartidos por toda la ciudad. Recibía, asimismo, numerosas peticiones para instalarlas en barcos; un quebradero de cabeza más, porque la posibilidad de que se declarase un incendio a bordo era una pesadilla que nunca lo abandonaba.

      Por si fuera poco, mantenía la reputación de hombre mordaz y de lengua afilada: “En el comercio y en la industria, todo el mundo roba –solía decir muy serio–; hasta yo mismo he robado. Pero, al contrario que los demás, yo se cómo hacerlo; ellos, no”. Por “ellos” se refería a la Western Union, para la que había trabajado, al tiempo que vendía uno de sus útiles inventos a la competencia.

      O la desdeñosa aseveración de que ni falta que le hacía ser matemático pues, si necesitaba de ellos, los contrataba, afirmación susceptible de molestar a los científicos con título oficial. Nadie podía negar que, en el nivel de desarrollo que entonces conocía Estados Unidos, los ingenieros e inventores salían mucho más rentables que los investigadores de formación académica. Y para que nadie se llamase a engaño, Edison gustaba de afirmar que reconocía la importancia de sus inventos por los dólares que le hacía ganar, y que lo demás le importaba poco.

      El escritor Julian Hawthorne apuntaba: “Si el señor Edison dejase de lado esa manía suya de inventar cosas y se dedicase a la literatura, podría llegar a ser un gran novelista…”.

      Un ajetreado día de aquel verano de 1884, el inventor había salido por piernas del hogar de la familia Vanderbilt, en la Quinta Avenida, para solucionar una contingencia que se había producido en la central de Pearl Street. Por culpa de dos cables que se habían cruzado por detrás de las barras metálicas de las que pendían unos tapices, se había declarado un fuego en la mansión. Las llamas quedaron sofocadas con rapidez, pero la señora Vanderbilt, histérica tras el percance, había intuido que el origen de todos sus males residía en el motor de vapor y la caldera situados en el sótano. Fuera de sí, la mujer exigía que Edison retirase la instalación de su casa.[2]

      Edison envió una cuadrilla para reparar los daños, tomó un trago de café frío que quedaba en una taza y reflexionó sobre lo que iba a hacer a continuación. Sonó el teléfono. Acercó el auricular a su oído bueno.

      Era el director de la compañía naviera propietaria del buque Oregon que, con irritación no disimulada, quería saber si ya se le había ocurrido algo para recomponer las dinamos para su planta de iluminación de la nave. Fondeada muchos más días de lo previsto, estaba perdiendo dinero a espuertas.

      ¿Qué podía decirle Edison? No disponía de ningún ingeniero para atenderlo.

      No pudo por menos que acordarse de Morgan, de J. Pierpont Morgan, que contaba con un ingeniero a jornada completa, encargado de supervisar la caldera y el motor de vapor que había instalado en un pozo del jardín de su mansión de Murray Hill, una instalación tan ruidosa que los vecinos lo amenazaban con una querella. A Morgan le traía sin cuidado: cuando las cosas se torcían, enviaba una caja de sus habanos especiales, se embarcaba en su yate, el Corsair, y realizaba un largo crucero.

      –Le enviaré a un ingeniero esta misma tarde –le prometió Edison al naviero.

      Morgan era el principal accionista de la Edison Electric Company, cuyos tendidos de cables de corriente continua se extendían como precarias telas de araña, sobrevolando algunas calles de la ciudad. Aunque los financieros y los empresarios no prestaban demasiada atención a la electricidad, otros, como el propio Morgan, habían intuido de inmediato que era el avance más significativo que se había conocido desde el tornillo de Arquímedes: todo el mundo demandaba energía y, en cuestión de poco tiempo, todo el mundo recurriría a las lámparas incandescentes de Edison.

      La ingeniería eléctrica ofrecía un campo abonado para cualquier emprendedor afín a la ciencia o a los inventos, y no sólo por las compensaciones económicas. También había que tener en cuenta la atracción y los peligros, que representaban una frontera casi inexplorada.

      La Universidad de Cornell y el Columbia College figuraban entre las pocas instituciones académicas que se jactaban de contar con magníficos departamentos de ingeniería eléctrica. Aparte de gigantes como Edison, Joseph Henry y Elihu Thomson, pocos eran los especialistas estadounidenses en este campo. De ahí que los empresarios del país no dudasen en contratar a profesionales llegados del extranjero, como Tesla, Michael Pupin, Charles Proteus Steinmetz, Batchelor y Fritz Lowenstein, por citar a unos pocos.

      Sólo gracias, no obstante, al empeño de Edison, se encendían (o se apagaban) las luces que adornaban la ciudad de Nueva York. Hacía sólo un año que la señora de William K. Vanderbilt había organizado el recordado baile que habría de poner fin a las rivalidades entre los Astor y los Vanderbilt. En aquella ocasión, la señora de Cornelius Vanderbilt bajó la escalera principal de la mansión familiar vestida de “Luz Eléctrica”: una suntuosa puesta en escena, raso blanco y diamantes incluidos, que pocos de los privilegiados asistentes olvidarían.

      Era tal el hechizo que provocaba la nueva fuente de energía que los anuncios navideños de un empresario de la época animaban a los padres a “dejar boquiabierta a la familia con nuestro enchufe doble”. No menos atractivos, aunque sorprendentes, eran otros presentes que aseguraban que el comprador se situaría a la altura de las celebridades del momento, como el corsé eléctrico para mamá y el cinturón magnético para papá. En las romerías populares, los aldeanos pagaban por recibir las descargas de un acumulador eléctrico.

      Nada más prometer al naviero la presencia de un ingeniero con el que no contaba, no bien acababa de colgar el auricular del teléfono, apareció un chico que, sin resuello, le anunció que había dificultades en las calles de Ann y Nassau: se había producido una avería en la caja de empalmes instalada por uno de los inexpertos electricistas que trabajaban para el inventor. Sin ahorrarse detalles, el muchacho describió cómo un trapero y su caballo habían saltado por los aires y habían desaparecido calle abajo en un santiamén.

      Edison le dio una voz al capataz:

      –Reúna una cuadrilla, si todavía quedan hombres disponibles. Corte la corriente y arregle la avería.

      Al alzar la vista, reparó en los cabellos negros de un hombre alto que se inclinaba sobre su mesa de trabajo.

      –¿En qué puedo ayudarle, señor mío?

      Tesla se presentó, hablando un correcto inglés con acento británico, un poco más alto de lo que tenía por costumbre en atención a la sordera que padecía Edison.

      –Traigo una carta del señor Batchelor.

      –¿Batchelor? ¿Algo no va bien por París?

      –Todo en orden que yo sepa, señor.

      –Tonterías. En París, siempre hay algo que anda mal.

      Edison leyó la sucinta nota de recomendación de Batchelor y soltó un bufido. Observó a Tesla con atención.

      –‘Conozco a dos grandes hombres,

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