Nikola Tesla. Margaret Cheney
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Westinghouse era un empresario avasallador, pero desde luego no se conformaba sólo con hacerse rico. Desde su punto de vista, el éxito en los negocios no pasaba por untar a políticos ni por darle al público lo que quería. Supo ver y comprender de inmediato el potencial que entrañaba aquel sistema, que permitiría el transporte de electricidad de alto voltaje a cualquier parte de los inmensos Estados Unidos. Como Tesla, también había soñado con sacar provecho del potencial hidroeléctrico que representaban las cataratas del Niágara.
Fue a ver al inventor a su laboratorio. Los dos, enamorados por igual de aquella nueva fuente de energía y compartiendo los mismos gustos por la pulcritud en cuanto al atuendo, hicieron buenas migas. El laboratorio y los talleres de Tesla estaban atestados de intrigantes artilugios. Westinghouse iba de uno a otro, agachándose a veces, apoyando las manos en las rodillas, para verlos más de cerca; en ocasiones, alargaba el cuello y asentía con gesto de satisfacción al escuchar el leve zumbido de los motores de corriente alterna. No le hicieron falta demasiadas explicaciones.
Se dijo entonces, aunque lamentablemente no disponemos de documentación al respecto, que el empresario se volvió para mirar a Tesla y le ofreció un millón de dólares más un porcentaje por los derechos de todas las patentes de corriente alterna que había registrado a su nombre. Caso de ser cierto, el inventor debió de declinar la oferta, porque en los archivos de la empresa consta que Tesla recibió unos sesenta mil dólares de la compañía Westinghouse por cuarenta patentes, cantidad que quedó desglosada en cinco mil dólares en metálico y ciento cincuenta acciones de la sociedad. Sin embargo, en los archivos de la empresa también figura que recibiría dos dólares y medio por cada caballo de potencia mecánica generado gracias a la electricidad que se vendiese.[6] A la vuelta de unos pocos años, tales porcentajes llegaron a representar una suma de dinero tan considerable que dieron lugar a un singular problema.
En aquel momento, no obstante, dado que ese dinero había de compartirlo con Brown y otros que habían invertido en su empresa, Tesla estaba aún lejos de entrar a formar parte del selecto club de los millonarios. Con todo, pasar de ser un don nadie a convertirse en un personaje de buen tono y bien visto en los círculos sociales de Manhattan no dejaba de resultarle vertiginoso y agradable a un tiempo.
Así que aceptó el trabajo de asesor en la Westinghouse para adaptar su sistema monofásico, a cambio de un salario de dos mil dólares mensuales. Aquellos ingresos extra le venían de perlas, pero le obligaban a trasladarse a Pittsburgh, en el preciso momento en que empezaba a recibir invitaciones de las cuatrocientas mayores fortunas del país. De mala gana, pues, se mudó.
Como era de temer, un sistema tan novedoso no dejaría de plantear dificultades. La corriente de 133 hercios que se utilizaba en la Westinghouse no era la adecuada para el motor de inducción de Tesla, pensado para una frecuencia de 60 hercios. De no muy buenas maneras, así se lo expuso reiteradamente a los ingenieros de la empresa, haciéndoles ver que estaban equivocados. Sólo después de realizar vanos y costosos experimentos durante meses, los técnicos se avinieron a seguir sus indicaciones, y entonces el motor funcionó tal y como estaba previsto. A partir de ese momento, se adoptó la frecuencia de 60 hercios para la corriente alterna.
No mucho después, Tesla dio otro paso tan importante para su futuro como el desarrollo de sus inventos. El 30 de julio de 1891, se convirtió en ciudadano estadounidense, circunstancia ésta que, como solía decir a sus amigos, le enorgullecía más que los premios científicos que le habían concedido. Los diplomas y los reconocimientos dormitaban en sus cajones, pero siempre guardó a buen recaudo en su despacho el documento que lo acreditaba como ciudadano estadounidense.
Al cabo de varios meses, física y mentalmente agotado, concluyó las obligaciones que lo habían llevado a Pittsburgh y regresó a Nueva York. Desde su punto de vista, aquellos largos meses se le antojaron una pérdida de tiempo: no había avanzado nada en sus investigaciones.
En septiembre, acudió a la Exposición Internacional de París y, desde allí, en compañía de su tío Petar Mandić, partió para Croacia. Petar lo llevó al monasterio de Gomirje, a cuya comunidad había pertenecido, cerca de Ogulin, para que el agotado inventor se recuperase.
También fue a ver su madre y a sus hermanas. No disponemos, por desgracia, de ningún documento referido a las circunstancias en que vivía su madre viuda, o si de algún modo la ayudó económicamente una vez que empezó a ganar dinero en tierras norteamericanas. Futuros acontecimientos se encargarían de poner de relieve, no obstante, lo mucho que la echaba en falta.
Cuando se enteró del acuerdo al que habían llegado Tesla y la Westinghouse para el desarrollo del sistema de corriente alterna, Edison se sintió dolido en lo más hondo. Por fin, las trincheras quedaban nítidamente delimitadas. Pronto puso en marcha su maquinaria propagandística de Menlo Park, y comenzó a imprimir y distribuir soflamas incendiarias sobre los supuestos peligros que entrañaba la corriente alterna.[7] Siguiendo las consignas de Edison, caso de que no se diera ninguno, había que provocar accidentes achacables a la corriente alterna, y advertir al público del riesgo que corría. En la guerra de las corrientes, no sólo entraban en lid las fortunas invertidas en el sector, sino también el amor propio de un genio egocéntrico.
Los malos tiempos económicos dieron paso a un periodo de crecimiento, y un talante favorable a la expansión recorría Estados Unidos. En Pittsburgh se montaron acerías; en Manhattan se construyó el nuevo puente de Brooklyn al tiempo que se erigían torres de edificios que parecían tocar el cielo. Los ferrocarriles, las tierras y el oro hicieron ricos a quienes habían apostado por el crecimiento en el momento oportuno. Con casi tres mil trabajadores empleados en sus centrales, hasta el propio Edison se había convertido en uno de los empresarios más prominentes del país.
Michael Pupin, que acabaría por aliarse con Edison y Marconi formando un trío diabólico para su colega serbio, se contaba entre los que supieron ver de inmediato las ventajas del sistema de corriente alterna de Tesla. De hecho, aseguraba que a punto había estado de que lo expulsasen de la escuela de ingeniería eléctrica de la Universidad de Columbia por elogiar aquella novedosa tecnología.
Pupin, un muchacho de origen campesino, criado en la frontera militar de Serbia, había llegado a Nueva York a los quince años con cinco centavos en el bolsillo (uno más que Tesla), había acarreado carbón a cincuenta centavos la tonelada y, con el tiempo, obtuvo becas para estudiar en la Universidad de Columbia y en Cambridge. Como Tesla, llegó a situarse entre los mejores ingenieros eléctricos y físicos de los Estados Unidos. Pero le molestaba la escasa consideración que los capitostes del sector eléctrico prestaban a especialistas en electricidad altamente cualificados. En su opinión, lo único que les preocupaba era que el desarrollo de la corriente alterna no pusiese en peligro sus sistemas de corriente continua.
“¡Una idea completamente antiamericana!”, clamaba aquel estadounidense de nuevo cuño. “Cualquier entendido que aborde la cuestión con imparcialidad e inteligencia reconocería que ambos sistemas se complementan de un modo admirable”.
Unos cuantos empresarios, sobre todo de la competencia, presentaron varias demandas contra las patentes adquiridas por Westinghouse, alegando que sus inventores se habían adelantado a Tesla. Se iniciaron pleitos, pues, en nombre de los descubridores perjudicados: Walter Baily, Marcel Deprez y Charles S. Bradley. Por si esto fuera poco, en un intento de soslayar las patentes de Tesla, General Electric presentó una reclamación a propósito de lo que se conocía como el sistema “monocíclico”, ideado por uno de sus matemáticos