Nikola Tesla. Margaret Cheney
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Tras haber traspasado a oscuras el umbral de la nave, conectó el interruptor general. Al encenderse, unas lámparas tubulares colocadas en las paredes iluminaron un sótano cavernoso atestado de fantásticas máquinas. Lo sorprendente era que no estaban conectadas al cableado eléctrico que discurría por el techo; nada de conexiones, toda la energía que consumían procedía del campo de fuerza circundante, de forma que podía hacerse con cualquiera de las lámparas que no estaban fijas y desplazarse a su antojo por el taller.
Un extraño artilugio comenzó a vibrar silenciosamente en un rincón. Satisfecho, Tesla entrecerró los ojos. Bajo una especie de anaquel, se había puesto en funcionamiento el más diminuto de los osciladores: sólo él estaba al tanto de la asombrosa cantidad de energía que generaba.
Pensativo, desde la ventana, se quedó mirando las oscuras siluetas de las casas de abajo: sus vecinos, honrados trabajadores inmigrantes, descansaban tranquilos. La policía le había transmitido las quejas recibidas por los resplandores azulados que salían de las ventanas y los fogonazos eléctricos que se observaban desde la calle durante la noche.
Tesla se encogió de hombros y se puso a trabajar. Realizó una serie de microscópicos ajustes en una de las máquinas. Tan embebido estaba que ni siquiera se dio cuenta de la hora hasta que oyó que alguien llamaba a la puerta de la calle. Entonces, bajó a toda prisa para dar la bienvenida al periodista inglés Chauncey McGovern, del Pearson’s Magazine.
–Me alegra que haya encontrado un hueco, señor McGovern.
–Mis lectores me lo agradecerán. En Londres, todo el mundo habla del Nuevo Mago del Oeste, y le doy mi palabra de que no se refieren al señor Edison.
–Entonces suba; veremos si puedo mostrarle algo que avale esa reputación.
Ya se disponían a subir por la escalera cuando, en la puerta de la entrada, escucharon una risotada y una voz familiar para Tesla.
–Aquí está Mark.
Abrió la puerta de nuevo y saludó a Twain que, en compañía del actor Joseph Jefferson, acababa de llegar del Players’ Club. Los ojos de Twain brillaban de excitación.
–Que empiece el espectáculo, Tesla. Ya sabe lo que opino yo.
–Pues no. ¿Qué opina, Mark? –le preguntó el inventor, con una sonrisa.
–Pues lo de siempre, y ya verá como pronto alguien utilizará mis mismas palabras: un trueno es grandioso, impresionante; mas es el rayo el responsable de todo.
–Entonces, amigo mío, esta noche vamos a trabajarnos una buena tormenta. Adelante.
“Si alguien pisa por primera vez el laboratorio de Tesla y no se le encoge el corazón, es que posee un aplomo mental fuera de lo común…” –recordaría McGovern más tarde.
Imagínense sentados en una espaciosa nave bien iluminada, repleta de extraños artefactos. Un hombre joven, alto y delgado, se les acerca y, con un simple chasquido de los dedos, crea al instante una bola que emite una llama roja y la sostiene tranquilamente en las manos. Al contemplarla, lo primero que les llama la atención es que no se queme los dedos. Al contrario: se la pasa por la ropa, por el pelo, la deposita incluso en el regazo de las visitas, hasta que, por fin, guarda la bola de fuego en una caja de madera. Más se sorprenderán cuando observen que no hay ni rastro de chamusquina, y tendrán que frotarse los ojos para convencerse de que están despiertos.[3]
McGovern no fue el único en mostrar su desconcierto al contemplar la bola de fuego de Tesla. Ninguno de sus contemporáneos encontró justificación para aquel efecto que repitió tantas veces. Tampoco, a día de hoy, disponemos de una explicación plausible.
Una vez que la extraña llama se extinguió tan misteriosamente como se había producido, Tesla apagó las luces y la nave quedó a oscuras, como una cueva.
–Ahora, amigos míos, permítanme que les proporcione un poco de luz.
De repente, una extraña y maravillosa luz inundó el laboratorio. Sorprendidos, McGovern, Twain y Jefferson miraron a su alrededor, pero no encontraron nada parecido a una fuente luminosa. Por un momento, el periodista pensó si aquel sorprendente efecto no guardaría relación con aquel otro que, al parecer, Tesla había producido en París, haciendo que se iluminasen dos enormes platos, carentes de fuente de alimentación, situados a ambos lados del escenario (nadie hasta hoy ha conseguido un efecto similar).
Con todo, el espectáculo de luz no era sino el entremés para los visitantes. Bastaba la tensión que podía leerse en el rostro de Tesla para imaginar la importancia que otorgaba al siguiente experimento.
Sacó un animalito de una jaula, lo colocó en el tablero, y lo electrocutó de inmediato; el voltímetro marcaba mil voltios. Retiraron el cuerpo del animal. A continuación, con una mano metida en el bolsillo, él mismo saltó con agilidad al tablero. La aguja del voltímetro comenzó a subir lentamente hasta indicar que una descarga de dos millones de voltios circulaba por aquel hombre joven y de buena estatura, sin que éste moviese un solo músculo: Tesla emitía un perceptible halo de electricidad, formado por una miríada de lenguas de fuego que emanaban de su cuerpo.
Al ver el gesto de sobresalto de McGovern, tendió una mano al periodista inglés, quien así refirió la extraña sensación que experimentó: “Me agité como si estuviese aferrado a los bornes de una potente batería eléctrica. Nuestro joven inventor se había convertido, literalmente, en un cable eléctrico viviente”.
El inventor se bajó de otro salto del tablero, desconectó la corriente y procuró tranquilizar a los presentes afirmando que no era más que un truco.
–¡Bah! Pequeñeces que no conducen a nada, sin importancia para el vasto mundo de la ciencia. Si tienen la bondad de acompañarme, les mostraré algo que, en cuanto consiga ponerlo a punto, supondrá una verdadera revolución en nuestros hospitales y, si me apuran, hasta en nuestros hogares.
Guió a los visitantes hasta un rincón donde había un extraño tablero montado sobre una capa de goma; accionó un interruptor y aquella cosa comenzó a vibrar rápida y silenciosamente.
Muy decidido, Twain dio un paso adelante.
–Permítame que lo pruebe, Tesla.
–No, no; aún está en fase de experimentación.
–Se lo ruego.
–Está bien, Mark, pero no esté mucho tiempo. Bájese cuando yo se lo indique –dijo Tesla, riendo para sus adentros, al tiempo que le hacía un gesto al ayudante para que cerrase el interruptor.
Con el traje blanco y el lazo negro tan propios de él, Twain comenzó a agitarse y a vibrar sobre el tablero como un gigantesco abejorro. Encantado, no dejaba de dar voces moviendo los brazos sin parar. Los demás le observaban, divertidos.
Pasado un rato, el inventor le dijo:
–Bueno, Mark, es hora de bajarse. Ya lleva un buen rato.
–Ni soñarlo –repuso el simpático escritor–. Me lo estoy pasando