Los afectos religiosos. Jonathan Edwards

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Los afectos religiosos - Jonathan  Edwards

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Introductorios

      El apóstol Pedro, refiriéndose a la relación entre los cristianos y Cristo, dice: “a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso;” (1 Pedro 1:8)

      El versículo anterior aclara que los creyentes a quienes Pedro escribía estaban sufriendo persecución. El aquí observa cómo su cristianismo les afectaba durante estas persecuciones. Menciona dos señales claras de que su cristianismo era genuino:

      1. Amor por Cristo. “A quien amáis sin haberle visto.” Los no cristianos se aterraban de ver que los cristianos estuvieran dispuestos a exponerse a semejantes sufrimientos, dejando atrás los deleites y las comodidades de este mundo. Para sus vecinos no creyentes, estos cristianos parecían locos. Se portaban como si se odiaran a sí mismos. Los incrédulos no veían nada que los inspirara a sufrir así. A la verdad, los cristianos tampoco veían nada con sus ojos terrenales. Amaban a alguien a quien no podían ver. Amaban a Jesucristo, Porque lo veían espiritualmente, aunque no físicamente.

      2. Gozo en Cristo. Aunque sus sufrimientos externos eran terribles, sus gozos espirituales internos eran mayores. Estos gozos los fortalecían y los capacitaban para sufrir con buen ánimo. Pedro recalca dos cosas en cuanto a este gozo. Primero, nos dice su origen. Era producto de la fe. “En quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable.” En segundo lugar, nos describe la naturaleza de este gozo: “inefable y glorioso”. Era gozo que no se podía expresar porque era tan diferente de los gozos del mundo. Era puro y celestial. No había palabras para describir su excelencia y dulzura. Era inefable también en el sentido de que Dios lo había derramado sobre su pueblo atribulado en tanta abundancia, que era imposible definir su alcance.

      Ahora, la doctrina que Pedro nos está enseñando es esta: La verdadera religión consiste principalmente de emociones santas.

      Pedro selecciona las emociones de amor y gozo cuando describe la experiencia de estos cristianos. Recuerde, está hablando de creyentes que estaban sufriendo persecución. Sus sufrimientos estaban purificando su fe, haciendo que fuera “hallada en alabanza, gloria, y honra cuando sea manifestado Jesucristo” (v. 7). Estaban, por lo tanto, en una condición espiritual saludable, y Pedro resalta su amor y gozo como evidencias de esta salud espiritual.

      Se podría hacer en este momento la pregunta: “¿Precisamente a qué se refiere usted cuando habla de emociones?”

      Mi respuesta sería la siguiente: “Las emociones son las actuaciones enérgicas e intensas de las inclinaciones y la voluntad del alma.”

      Dios ha dado al alma humana dos capacidades centrales. La primera es entendimiento a través del cual examinamos y juzgamos las cosas. La segunda capacidad nos permite observar las cosas, no como espectadores indiferentes, sino como quienes, agradados o no agradados, gustando o no gustando, las aprobamos o rechazamos. A veces llamamos a esta segunda capacidad inclinación. En su relación a nuestras decisiones, solemos llamarla la voluntad. Cuando la mente ejerce su inclinación o voluntad, nos es común referirnos a la mente como el corazón. Las capacidades del alma son, pues, las del entendimiento, y de la voluntad para responder a aquello que entiende.

      Hay dos maneras en las cuales los seres humanos respondemos con nuestras voluntades:

      a) Podemos acercarnos a las cosas que vemos, gustando de ellas y aprobándolas.

      b) Podemos alejarnos de las cosas que vemos, y rechazarlas. Estos actos de la voluntad, claro, difieren grandemente en grado de intensidad. Hay inclinaciones de gusto o disgusto que apenas logran movernos de una total apatía. Hay otras en que el gusto o el disgusto es más fuerte hasta el punto de ser tan fuerte que nos lleva a actuar con propósito y energía.

      A estas actuaciones enérgicas e intensas de la voluntad llamaremos “emociones”.

      ¿Quién puede negar que la verdadera religión tenga como ingrediente fundamental las emociones, esas acciones vigorosas y enérgicas de la voluntad? La religión que Dios requiere no consiste de emociones debiluchas, pálidas, y sin vida que escasamente logran desalojarnos de la apatía. En su palabra Dios insiste en que seamos serios, espiritualmente enérgicos, teniendo nuestros corazones vigorosamente comprometidos con el cristianismo. Tenemos que ser “fervientes en espíritu, sirviendo al Señor” (Romanos12:11). “Ahora, pues, Israel, ¿qué pide Jehová tu Dios de ti, sino que temas a Jehová tu Dios, que andes en todos sus caminos, y que lo ames, y sirvas a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma?” (Deuteronomio 10:12). “Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es. Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas” (Deuteronomio 6:4-5).

      Esta participación viva y vigorosa del corazón en la verdadera religión viene como resultado de la circuncisión espiritual, o regeneración, a la cual pertenecen las promesas de la vida. “Y circuncidará Jehová tu Dios tu corazón, y el corazón de tu descendencia, para que ames a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, a fin de que vivas” (Deuteronomio 30:6).

      Si no tenemos seriedad en nuestro cristianismo, y si nuestras voluntades no están vigorosamente activas, no somos nada. Las realidades espirituales son de tal magnitud que si nuestros corazones han de dar respuesta adecuada a ellas, deberá ser con poder y energía.

      No hay campo en el cual el esfuerzo de nuestras voluntades sea tan necesario como lo es en el de las cosas espirituales; aquí, como en ninguna otra parte, es odiosa la tibieza. La religión verdadera es poderosa, y su poder se manifiesta en primer lugar en el corazón. Es por esto que las Escrituras se refieren a la verdadera religión, “el poder de la piedad”, como distinta a las apariencias externas que son tan solo su forma--” tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella...” (2 Timoteo 3:5). El Espíritu Santo es un Espíritu de santa y poderosa emoción en los cristianos genuinos. Por esto, las Escrituras dicen que Dios nos ha dado un espíritu “de poder, de amor, y de dominio propio” (2 Timoteo 1:7). Cuando recibimos al Espíritu Santo, las Escrituras dicen que somos bautizados en “Espíritu Santo y fuego” (Mateo 3:11).

      Este “fuego” representa las emociones santas que el Espíritu produce en nosotros haciendo que nuestros corazones ardan dentro de nosotros (Lucas 24:32).

      A veces las Escrituras hacen una comparación entre nuestra relación a las cosas espirituales y aquellas actividades seculares en las cuales los hombres agotan mucha energía. Hablan, por ejemplo, de correr (1 Corintios 9:24), luchar (Efesios 6:12), agonizar por un premio, pelear contra enemigos fuertes (1 Pedro 5:8-9), y librar una guerra (1 Timoteo 1:18). La gracia, por cierto, tiene grados, y hay cristianos débiles en los cuales los actos de la voluntad hacia las cosas espirituales tienen relativamente poca fuerza. No obstante, las emociones de todo cristiano verdadero hacia Dios son más fuertes que sus emociones naturales o pecaminosas. Todo genuino discípulo de Cristo lo ama más que “padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida” (Lucas 14:26).

      Dios, quien nos creó, no solo nos ha dado emociones, sino que también ha hecho que sean muy directamente la causa de nuestras acciones. No tomamos decisiones ni actuamos a no ser que el amor, el odio, el deseo, la esperanza, el temor, o alguna otra emoción nos influencie. Esto es cierto tanto en los asuntos seculares como en los espirituales. Es la razón por la cual muchas personas escuchan que la palabra de Dios les habla de cosas de importancia infinita--de Dios y de Cristo, el pecado y la salvación,

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