Ciudad y Resilencia. Отсутствует

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Ciudad y Resilencia - Отсутствует

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Una estructuración de tiempo, espacio y economías en clave neoliberal donde se potencian desigualdades a través de múltiples factores: exclusión de matrices socioeconómicas, racismo, patriarcado, polarizaciones entre lo rural y lo urbano, centros económicos que refuerzan dinámicas colonialistas, estereotipos culturales y reproducción de instituciones autoritarias[4].

      LA CONTRACCIÓN ALIMENTARIA

      Estamos cargados de razones (neoliberales) y de irracionalidades (en tanto que somos especie). Sube el presupuesto armamentístico, se insufla aire a nuevas guerras, se digitalizan las vidas y se deterioran ecosistemas y sociedades. Todo ello hace ascender el Producto Interior Bruto, pero no el bienestar ni la felicidad ni la sustentabilidad (principio de sostenibilidad fuerte) de la vida de las personas. Las pandemias amenazan. Las amenazas desesperan. El hambre afecta a más de 800 millones de personas en el planeta. La desesperación no lleva, al contrario de lo que podría pensarse desde una lógica utilitarista, a tomar la mejor de las elecciones. En primer lugar, por el propio pánico, que activa mecanismos de respuesta rápida, a veces con poca memoria. En segundo lugar, por el adiestramiento educativo o derivado de un control de las posibles interacciones. Los supermercados y las grandes cadenas de producción chatarra o de consumo poco saludable, por ejemplo, funcionan hoy como un encadenamiento de instituciones totales que limitan cualquier posibilidad de decidir, de entender, de informarse o de compartir al margen de las mismas. Las aulas, las prisiones o los centros psiquiátricos representaban para sociólogos como Goffman o Foucault los espacios donde encerrar cuerpos y encauzar mentes hacia una supuesta «normalidad». Hoy cabría añadir los hogares como espacios que encarcelan, reforzados por los encierros virtuales derivados de las nuevas tecnologías, la construcción de lugares de reserva para personas mayores o los propios supermercados ligados a esa red poco nutricional que conforman las grandes empresas de producción de comida.

      Las grandes cadenas de supermercados introducen, en primer lugar, una «normalización» de lo que se considera alimento: qué es comestible, qué tiene sellos de seguridad concedidos por Administraciones (confundiendo «inocuidad» con nutrición) o por terceras compañías (al estilo de las agencias financieras de rating), qué imágenes de un producto (una ciruela grande y redonda, igual al resto) son reconocidas como «de calidad» o «suculentas», cómo debe presentarse o elaborarse un plato, etc. Una «normalización» de utilidades que nos hace prestar más atención a lo que «nos distingue» del resto o de épocas de mayores penurias, acudiendo a la relación entre gustos y clases socioeconómicas que analizara Bourdieu. Desarrollamos «necesidades» e impulsos de compra frente a un mundo donde carecer de determinadas «cosas» no es accesorio, sino un descuadre existencial. Hemos visto la reacción nerviosa y compulsiva, al inicio de que el estado de alarma fuera decretado en este país, con respecto al acaparamiento de productos como conservas, precocinados, leche o papel higiénico: ¿en qué hábitos alimentarios andamos metidos?; ¿podemos hablar de una creciente inseguridad alimentaria en países que se supone «desarrollados»? La respuesta a esta pregunta es un rotundo sí, y lo justificaremos posteriormente.

      En segundo lugar, son también fuente de un (disimulado) cercamiento. En un súper, el cliente actual tiene la sensación de estar ante miles de referencias alimentarias. Pareciera que el mundo de la escasez, que se considera propia de tiempos rurales o premodernos, se deja atrás. Llega la sensación de «infinitud». Lo que no cuenta la pantalla de normalización del supermercado (su publicidad, sus estantes, los envases, los «consejos» que da) es que, en la práctica, la oferta se compone de productos que reducen la biodiversidad cultivada –reflejada en la reducción de miles de variedades de patatas a dos tipos (freír y cocer)–, crean simulacros de carne de pavo o de cangrejo mediante harinas, provocan adicciones o acuden a reflejos de nuestras papilas gustativas mediante el abundante uso de saborizantes artificiales.

      En tercer lugar, el cercamiento que construyen es también físico: el comercio minorista disminuye a marchas forzadas ante nuestra vista, lo que es expresión del ascenso de los metros cuadrados que la ciudad está concediendo a la instalación de grandes distribuidoras. Dicha instalación requiere también infraestructuras especiales, normalmente sufragadas por ayuntamientos, y facilita licencias para otros comercios o actividades de ocio que provocan la eliminación de canales de comercialización para la producción artesanal, de temporada, sostenible, etc.; canales estos que son espacios generadores de economía, pero no sólo monetaria, son espacios en los que generar lazos y relaciones de cuidado comunitario.

      Así, bajo la pandemia del coronavirus, la pandemia neoliberal está aumentando el acorralamiento de circuitos que se oponen a este aumento de cercamientos de economías de proximidad, cercamientos de una insalubridad y dependencia garantizadas, y de pérdida de biodiversidad natural o cultivos que implantan las grandes cadenas de distribución y el negocio de la comida en manos de Unilever, Nestlé o Coca-Cola. El cercamiento que se ha venido produciendo es triple:

      – territorial: a favor de la extensión física del negocio de la comida;

      – simbólico: los supermercados y no los territorios nos dan la vida y las seguridades alimentarias;

      – nutricional: el funcionamiento del negocio de la comida es lo que hay que defender, no la dieta equilibrada basada en productos frescos, locales y de temporada.

      Bajo la actual crisis, el alimento y la vida se transforman en sucedáneos, algunos tóxicos y otros de cartón piedra, como ocurre con otras necesidades y con deseos impuestos. Vemos la rapidez con que las ligas de fútbol vuelven a la televisión con estadios repletos de figuras de cartón piedra, y, en el caso de algunos clubes (alemanes), son rostros de aficionados que han pagado 19 euros por «asistir». El coronavirus proviene del modelo que estamos describiendo y que conlleva la intensificación en la explotación de bienes naturales, macrogranjas, incremento de deforestación, vuelco climático… y a la par nos propone desintensificar nuestros lazos sociales. Amazon es el lugar donde adquirir infinitos deseos en tanto que el dinero virtual pueda fluir. Netflix o HBO son plataformas de ocio para una minoría que se considera afortunada (menos de un 20 por 100 de seguimiento), pero sí son referencia de conversaciones sociales. Son también un repaso a nuestra memoria histórica a través de biopics o recreaciones históricas, por lo general con algún sesgo neoliberal, anticomunista o tendente a situar en lo anecdótico de personajes encontrados la hondura de ciertos conflictos: la serie El mecanismo como remedo del caso de corrupción política de «Lava Jato» y también como ariete político contra Lula; la serie Chernóbil, que, si bien expresa una catástrofe propia de nuestra falta de conciencia de especie, la sitúa como un problema del «comunismo ruso», sin valorar, por ejemplo, el trabajo que las grandes potencias atómicas hicieron por enterrar las consecuencias del uso de estas energías; Juego de Tronos como afianzamiento de que la guerra es firme expresión de la política, siguiendo a Karl von Clausewitz, lo que justifica también que la política, o es autoritaria, o es un juego sin tronos.

      ¿Qué tiene que ver esto con la alimentación en tiempos de la covid? No todo, pero sí bastante. En los discursos de los gobernantes y en los grandes medios de comunicación se

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