Ciudad y Resilencia. Отсутствует
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En paralelo, la agricultura de proximidad era descarrilada de sus canales de comercialización de proximidad: mercadillos y mercados de productoras suspendidos, a pesar de que podían asegurarse las medidas sanitarias, como evidenciaron en localidades de País Vasco o Galicia; distribuidoras que han recibido dinero público para incorporar de forma simbólica productos de hortalizas y lácteos de alguna pequeña productora; sanidad orientada a las medidas químico-sanitarias y a los mensajes de tranquilidad ante el temor de acudir a las nuevas catedrales del consumo de comida como único destino posible, haciendo invisible otra realidad que sí nos alimenta y nos nutre.
El cercamiento a favor del negocio de la comida ha avanzado. El grueso del negocio permanece fiel y alentador de monocultivos intensivos y proveedores que pasan a empotrarse bajo las reglas impuestas por las grandes multinacionales de alimentos. Frente a otras prácticas agrícolas y ganaderas que ayudaban a producir alimentos de forma más sosegada y más libre de productos químicos, nuestra dieta es hoy hipercalórica y poco rica en nutrientes. Incluso en verduras o frutas frescas, pues sus forzados y rápidos crecimientos hacen que los alimentos lleguen a nuestras mesas con menores dosis de vitaminas, antioxidantes o minerales como el cobre o el hierro, que son necesarios para evitar enfermedades y defendernos mejor de enemigos externos. Las medidas adoptadas frente al coronavirus, y dada la observada posición central y privilegiada de las grandes superficies, refuerzan la circulación de la comida chatarra (que no alimento) y kilométrica, ante la dificultad de movimientos para la comercialización de productos frescos y locales.
Los pirómanos, no obstante, se complacen en señalar el fuego y también se ofrecen como bomberos. Ante la malnutrición, las grandes corporaciones tienen su respuesta para salir indemnes e incluso reforzadas del shock alimentario: digitalización y suplementación alimentaria. En la práctica, estas medidas suponen, por un lado, monitorizar todos nuestros hábitos alimentarios e incluso nuestra información genética para poder realizar recomendaciones apropiadas y personalizadas, bien a través de productos comestibles más parecidos a alimentos, bien mediante suplementación en forma de productos farmacéuticos[6]. Desde una mirada reduccionista del concepto (ya limitante de por sí) de seguridad alimentaria, la dieta se reduce a contabilizar kilocalorías, y los alimentos, a meros productos comestibles que incluyen ciertos nutrientes, reforzando un enfoque «mecánico» de la nutrición en el que se establece una analogía entre el cuerpo que se alimenta y una máquina. Obesidad o diabetes infantil se disparan en este contexto, acompañando las hambrunas crónicas en países que han sido «fieles» a los ajustes neoliberales del Fondo Monetario Internacional. Problemas de países empobrecidos pero ya mundializados a través de la globalización de productos ultraprocesados, tal como explica el informe «Viaje al centro de la alimentación que nos enferma», de la ONG Justicia Alimentaria. Esto se ve agudizado aún más en el caso de las mujeres, quienes ven su salud afectada desde distintos frentes. Por un lado, son las responsables de alimentar en los hogares, pero, a la vez, su alimentación es la menos prioritaria, por lo que, en caso de pocos recursos, siempre son las últimas en comer. Y mientras unas padecen hambre por falta de recursos, otras sufren trastornos alimentarios para responder a unos cuerpos estereotipados que la sociedad consumista les impone.
DINERO AL ALZA, BIODIVERSIDAD Y DERECHOS A LA BAJA
Frente a las deficiencias nutricionales, la industria agroalimentaria vende más comida chatarra y el sector farmacéutico expande el mercado de suplementos de laboratorio. Lo público es puesto en cuestión, y la responsabilidad, depositada en los hábitos de los individuos. El shock nutricional alimenta la pandemia neoliberal, y viceversa.
La contracción neoliberal establece depredaciones y cercamientos no sólo sobre lo agroalimentario, sino también sobre el medio rural y sobre la fertilidad del planeta en general. Llueve sobre mojado. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, las fábricas de explosivos se reorientan hacia la producción de abonos químicos. El debate sobre condiciones de vida de un suelo fértil a través de procesos naturales cayó en el olvido. A partir de finales del siglo pasado, empresas de insumos como Monsanto y Bayer, fusionadas recientemente, más un puñado de grandes distribuidores en el lado de la oferta, pasan a gobernar estos imperios agroalimentarios[7].
En 2008 se habló de una escasez de alimentos que generó hambrunas, pero poco se comentaron las raíces de esta gran contracción y acaparamiento neoliberal. Como argumenta Eric Holt-Giménez, integrante de la organización internacional Food First:
La crisis no es silenciosa, y, mientras seamos conscientes de sus causas reales, tampoco somos impotentes. El Banco Mundial, la Organización Mundial de Comercio, el Programa Mundial de Alimentos, el Reto del Milenio, la Alianza por la Revolución Verde en África, el Departamento de Agricultura de EEUU, así como las grandes industrias como Yara Fertilizer, Cargill, Archer Daniels Midland, Syngenta, DuPont y Monsanto, se esmeran en evitar hablar sobre las raíces de la crisis alimentaria. Las «soluciones» que recomiendan son las mismas políticas y tecnologías que crearon el problema: hablan de incrementar la asistencia alimentaria, de liberalizar el comercio internacional agrícola y de introducir más paquetes tecnológicos y transgénicos. Estas medidas simplemente fortalecen el statu quo corporativo que controla el sistema alimentario.
Las crisis, pues, sirven para contraer economías y aumentar la depredación directa de bienes naturales a escala global, mientras se borran derechos. Al inicio del reconocimiento de la crisis mundial del coronavirus, la Unión Europea instó a los países mediterráneos a protocolizar de forma ágil las medidas a imponer para la recolección de frutas y verduras a partir de marzo. Los riesgos de desabastecimiento en mercados considerados centrales requieren que las economías periféricas se vean obligadas a garantizar suministros, aunque no derechos sociales a quienes viven del campo.
El dinero no trae la felicidad y Estados Unidos es un buen ejemplo en estos días de movilizaciones frente al racismo, crisis sanitaria y creación de enormes bolsas de exclusión. Sin embargo, el «éxito» del imaginario de vida made in USA ha significado que el consumo y el crédito asociado al mismo erosionen directamente la biodiversidad del planeta. Se demanda talar más, producir más, monoculturizarnos más, algo que estamos pagando todos y todas. Esta es una de las conclusiones del estudio «La política de biodiversidad más allá del crecimiento económico», firmado por una veintena de científicos de 12 países. El aumento del cambio climático, la erosión de nuestros suelos y el desarrollo de especies (y de virus) invasores están directamente relacionados con la necesidad de revalorizar un capital monetario que desvaloriza nuestras condiciones de vida. Biodiversidad amenazada y que se expone como una de las razones detrás de la proliferación de gripes en los últimos tiempos: aviar, porcina y ahora la enfermedad denominada covid-19. Los monocultivos intensivos, la deforestación y, sobre todo, la irrupción de las macrogranjas estarían detrás de la irrupción de nuevas formas víricas que afectan a nuestra especie, algunas de las cuales se transforman en pandemias mundiales.
La sucesión de crisis alimentarias (hambrunas, escasez, desafección alimentaria, gripes, etc.) también genera descontentos[8]. ¿Podría el actual panorama ser favorable