Lost in Music. Giles Smith

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Lost in Music - Giles  Smith

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de El libro de la selva, comprado en el Woolworths de Colchester, y asimismo adquirido unos años antes de que John y Paul empezaran a pasar olímpicamente uno del otro.

      Un pequeño inciso sobre el disco de El libro de la selva: cuando lo escuché, descubrí que no era la banda sonora original de la película, sino una imitación de mala calidad de cantantes de segunda fila (un Mowgli fraudulento, un Balou falso). Era como esos discos baratos de números uno que se vendían como churros en la época y que solían incluir una selección de las canciones de moda interpretadas por imitadores que no vendían nada, salvo que en la portada de mi banda sonora de El libro de la selva no salía una mujer con un biquini de ante con flecos, sino una imagen bastante auténtica del Coronel y sus amigos pastoreando alegremente por la maleza, lo cual, en mi inocencia, tomé por una señal de que era un producto original de Disney. Tampoco es que importara mucho. Tras escucharlo una vez tras otra durante cinco días, me las arreglé para convencerme de que esa imitación barata era tan válida como el original; un efecto que volví a experimentar muchos años después, aunque con un éxito considerablemente menor, con los discos de Paul Young.

      Es igual. En el tema crucial de mi primer disco, en algún momento del camino empecé a desviarme y decidí saltarme algunas compras hasta 1970, cuando los Beatles estaban a punto de desintegrarse y la ocasión quedó marcada con «Let It Be», esa canción vidriosa y balanceante en la que puedes oírles despedirse virtualmente de la década de 1960 y de todos nosotros. En aquel momento, el New Musical Express definió la canción como «una lápida de cartón», argumentando que «Let It Be» (que, cabe mencionar, contiene una alta proporción de religiosidad) no era un tributo a la altura de los Beatles, que no era una última nota adecuada para el grupo que, en tantos sentidos, lo había empezado todo. Yo entiendo lo que quieren decir. No hay una forma más sencilla de medir hasta dónde llegaron los Beatles y cuánto perdieron por el camino que marcar la distancia entre «She Loves You», en la que cada segundo parece contar sumamente más que el anterior, y el derrotismo cíclico de «Let It Be».

      Una nota en falso como punto de partida, pero una nota mordaz con matices morbosos un tanto conmovedores: mi primer single y el último de los Beatles. Hay algo más —y huelga decir que es algo que me halaga, ya que de eso se trataba toda esa ilusión del «Let It Be»—: era mi manera de dejar claro que, a pesar de ser hijo de la década de 1970, tan pobre musicalmente hablando, al menos tenía un pie en la fecunda década dorada de 1960. También me permitía dejar claro de forma implícita que, si hubiera comprado discos en la década de 1960, habría conectado claramente con los Beatles y no habría sido de esa clase de tipos deprimentes que pensaban que Cliff Richard era mucho más emocionante.

      No obstante, debo admitir que nunca he sido totalmente leal al single de «Let It Be» como mi primer disco. Hubo un periodo largo, que acabó no hace mucho, en el que le contaba a la gente que el primer disco que había comprado era el single de «Hey Jude». Estoy bastante seguro de que mi intención no era engañar a nadie ni intentar demostrar algo. Lo único que pasó es que, por una combinación de desmemoria y confusión, dejé de responder «Let It Be» durante un tiempo y empecé a decir que el primer disco había sido el single de «Hey Jude» (algo bastante improbable, ya que yo tenía seis años cuando salió y no creo que estuviera preparado para Sparky y su piano mágico en el programa infantil Junior Choice de Ed «Stewpot» Stewart, así que menos aún para «Hey Jude», con los berreos de McCartney y un final eterno a medida que la canción se va apagando lentamente).

      El problema es que, una vez que empiezas a manipular los hechos, una vez que has visto cómo, cortando por aquí y pegando por allí, tu pasado musical adquiere importancia, no puedes parar. Por ejemplo, a principios de la década de 1970, cuando mi entrega al grupo T. Rex era total y absoluta, el primer disco que compré en la vida era el single de «Ride a White Swan».

      Luego, cuando las improvisaciones en los conciertos eran lo más a finales de la década de 1970, y en un triste esfuerzo por mi parte de sugerir una admiración precoz hacia Rod Stewart, el single de «Cindy Incidentally» de los Faces pasó a ser el primer disco que compré, aunque según mi elaborado sistema numérico (luego hablaré de mi elaborado sistema numérico) se encontraba en el puesto diecinueve. Y en otra época bastante más reciente de lo que me gusta reconocer, el primer disco que compré era el single de «(Sittin’ on) The Dock of the Bay» (1968) de Otis Redding. Eso lo dije para impresionar a una chica. Menuda vergüenza, ni siquiera lo tenía (aunque sí que lo tenía mi hermano, si eso cuenta).

      Sin embargo, después de cada uno de estos paréntesis, siempre volvía, avergonzado aunque con la satisfacción de quien regresa a casa, a «Let It Be».

      Entonces, ¿por qué no lo encuentro por ninguna parte? He subido al desván y he rebuscado en la caja donde tengo los discos y no está. No es probable que lo haya perdido ni que me lo haya dejado en algún sitio en el transcurso de los años. Bueno, creo que es el momento de mencionar algo: no vendo ni intercambio ni regalo discos que haya comprado. Son transacciones que no puedo ni siquiera plantearme. Estoy convencido de que las responsabilidades morales y la trascendencia personal implícita que hay tras la compra de un disco son demasiado importantes para prestarme a esos juegos como hacen algunos. Reconozco que he regalado a amigos discos que, por una razón u otra, tenía por duplicado, pero incluso en esos casos lo he hecho a regañadientes y con la actitud de quien concede un préstamo que pretende ver recompensado en los siguientes cinco minutos. En todos los demás aspectos, en relación con la forma de archivar y conservar los discos en buen estado, bibliografía sobre el tema y demás objetos relacionados con el pop, soy una combinación de un archivista que teme perder su trabajo y una ardilla tremendamente paranoica.

      De ahí que los diez años de Record Mirror y NME (1977-87) supongan un riesgo de incendio inminente en el desván de la casa de mi madre; de ahí también mi colección intacta de revistas Q (a punto de superar el centenar de ejemplares mensuales en el momento de escribir este libro, casi todos en un estado de conservación bastante aceptable) y la fotocopia de mala calidad que guardo con la lista de las fechas de la gira entregada en el concierto de la Tom Robinson Band al que fui en la Universidad de Essex en 1978.

      Así pues, sopesando la ausencia del single de «Let It Be» y la extrema eficiencia de mi sistema de clasificación, me veo forzado a tener que plantearme la posibilidad de que no solo «Let It Be» no fuera el primer disco que compré, sino que ni siquiera llegué a comprarlo nunca. A pesar de eso, soy capaz de visualizarlo al detalle (la manzana verde en mitad de la cara A y la media manzana en la cara B), aunque también podría recordarlo por haberlo visto en cualquier disco de los Beatles publicado por la discográfica Apple. Pero, ¿qué pasa con la funda interior blanca en la que iba? ¿Y las letras negras, casi demasiado oscuras para ser legibles, en la galleta del disco? ¿Podría ser una fantasía, un mito creado por mí?

      Entonces, ¿cuál fue el primer disco que compré? Me refiero a un disco que no sea de canciones infantiles, la primera obra de pop propiamente dicho. Volviendo a la caja de los discos, encuentro que el disco que está marcado con un claro número 1 en rotulador azul es «(Dance with the) Guitar Man» de Duane Eddy y las Rebelettes, pero lo descarto por dos razones: porque fue un éxito de noviembre de 1962, cuando yo tenía nueve meses, y porque se lo robé en algún momento a uno de mis hermanos. Lo sé porque los niños pequeños siempre tienen prisa por escribir su nombre en sus cosas, y en la funda de papel rojo de RCA, justo encima de donde escribí mi nombre en claras letras mayúsculas, taché, aunque no logré tapar por completo, las iniciales de mi hermano. Es un trabajo un tanto chapucero, aunque bastante mejor que el de mi hermano, como demuestran los arañazos en la galleta de la cara B, que ponen de manifiesto que intentó despegarla con las uñas, pero donde todavía es posible leer, claro como el agua, el nombre de su propietaria: «Ada Clark». (Desconozco quién es Ada Clark, pero sé que le robaron un disco.)

      Cuando por fin instauré el sistema numérico, que debió de ser en torno a 1972 o 1973, justo cuando mi colección había florecido hasta el grado de necesitar un

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