Lost in Music. Giles Smith

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Lost in Music - Giles  Smith

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guitarra se oía por el altavoz derecho. Tocaba breves frases de acompañamiento bastante independientes de la guitarra que tocaba el riff, un detalle que nunca había oído al poner el disco en el tocadiscos de mi casa. En cuestión de segundos, salté del sofá y me acerqué al tocadiscos en un estado de confusión ansiosa.

      Porque conocía a T. Rex: eran cuatro en el grupo —Bolan, voz y guitarra, Mickey Finn a los bongos y haciendo coros, Steve Curry al bajo y Bill Legend a la batería. No había otro guitarra en el grupo, solo Bolan. Entonces, ¿qué demonios estaba pasando? ¿Quién era esa otra persona que acababa de oír? No lo entendía. Los había contado una vez y ahora que volvía a contarlos me salían más. Sintiéndome mareado por el desconcierto, hundí la cabeza en la radiogramola e inspeccioné la aguja por si había alguna pelusilla.

      A Nigel no le impresionó nada «Jeepster», aunque también es cierto que se la estropeé al levantar la aguja de forma brusca al cabo de diez segundos de empezar a sonar, luego volví a bajarla y la subí y bajé varias veces antes de rendirme y dejar que la cosa siguiera adelante mientras volvía a dejarme caer sobre el sofá, exhausto por mi propia perplejidad.

      Luego Jeremy me lo explicó, de vuelta en casa: «Es una grabación multipista. No oyes solo al grupo tocando la canción en el estudio. Luego pueden añadir más trozos».

      Me pareció que lo que quería decir era que todo era falso, un artificio. Yo pensaba que «Jeepster» representaba, si no un reflejo de la naturaleza, al menos un micrófono delante de T. Rex. Sin embargo, era mucho más complicado que eso. Me sentí realmente engañado. Solo faltaba que me dijera que los grupos no tocaban de verdad cuando aparecían en Top of the Pops.

      No fue eso lo que hizo que dejara de buscar a Marc Bolan en Colchester, aunque en última instancia dejé de buscarle. El efecto acumulativo de las decepciones semanales, y del affair Weeley en particular, debieron de hacer mella en mí. No obstante, está claro que cuando dejas de buscar algo de forma activa es cuando tiene más probabilidades de suceder…

      Una brumosa tarde de un sábado de otoño de 1975, cuando tenía trece años, estaba jugando a fútbol en el Leisure Centre de Woods, donde hay unas instalaciones deportivas en las que también se celebran pequeños conciertos de música. De repente, un automóvil largo, estilizado y negro entró en el aparcamiento. En cuestión de segundos, se agolparon alrededor de la ventana trasera un montón de personas salidas de la nada. Todos los que estaban jugando a fútbol salieron disparados también, olvidándose del partido. Abriéndote paso a empujones, podías ver la ventana bajada, un pelo crepado y una mano con un enorme anillo en uno de los dedos.

      Era Alvin Stardust.

      Chris Sutton (no el Chris Sutton que se convirtió durante un tiempo en el jugador de fútbol más caro de Gran Bretaña, sino otro), que era más atrevido que el resto, se decidió a hablarle.

      Le dijo algo del tipo:

      —Hola, Alvin, me gustan tus discos.

      Y Alvin Stardust respondió algo del tipo:

      —Gracias. Muchas gracias.

      Al final, el automóvil se marchó —tal vez solo quería ver cómo era el sitio— y todo el mundo se quedó allí de pie, riendo y elogiando a Chris Sutton y exclamando: «¡Increíble! ¡Alvin Stardust en Colchester! ¿Quién lo habría dicho?».

      Sin embargo, yo no abrí la boca. Odiaba a Alvin Stardust.

      T. REX OTRA VEZ

      Marc Bolan murió en un accidente de coche en Barnes Common en el sudoeste de Londres en septiembre de 1977. Iba en el asiento del copiloto de un Mini violeta conducido por su compañera, Gloria Jones. El Mini se salió de la carretera en una curva y chocó contra un árbol. Jones sobrevivió. Bolan falleció. Tenía veintinueve años.

      Mi madre me contó durante el desayuno que había muerto, igual que haría tres años más tarde al despertarme con una taza de té y darme la noticia de que habían asesinado a John Lennon. Ojalá pudiera decir que me desvanecí sobre el mantel de la mesa, que subí sollozando a mi dormitorio, que lloré amargamente y que me pasé allí una semana, inconsolable y rodeado de velas. Pero eso no es lo que sucedió. Sentí ese escalofrío que se produce cuando te enteras de una muerte, pero nada más personal.

      Lo que quiero decir es que en 1977 tenía muy superado lo de Bolan. Había comprado el single de «The Groover» en 1973, pero básicamente por los viejos tiempos. En realidad, no me gustaba. Peor aún, cuando falleció, yo tenía quince años y hasta cierto punto estaba en una fase de negación de mi etapa Bolan. Durante un año y medio me había comportado como si nada más importara en el mundo. Y luego, en clara contradicción, había pasado a Sweet y Mud y a muchos otros (experimentar una muerte temprana como una noticia cualquiera consiguió que floreciera mi cuota de desechables). En 1976, haciendo gala de una descarada deslealtad, incluso había sentido un leve interés por Peter Frampton, que era una especie de Bolan del pasado, con cara de bebé y cabello de ángel. En otras palabras, en lo que a Bolan se refería, había recorrido el corto camino que va de la pasión a la indiferencia y había empezado a regocijarme con la despiadada poligamia del fan del pop.

      Mucho después sí que me acordé de él con cariño. En la década de 1990, algunas estrellas del pop consiguieron reencarnarse. Volvían para anunciar pantalones vaqueros. En 1991, le gustara o no, le tocó el turno a Marc Bolan. «20th Century Boy» podía oírse en un anuncio de Levi’s que formaba parte de una serie que recurría a viejos discos pop para inocularte un llamativo relato audiovisual en torno a los pantalones. Tu reacción emocional depende en gran medida del desasosiego que sientas al escuchar la banda sonora de tu pasado convertida en la banda sonora de una estrategia de ventas de otro. No obstante, ese año visité por primera vez el árbol de Bolan, el escenario del accidente de coche, del que los fans de T. Rex se han apropiado para convertirlo en una especie de templo.

      No se trató de una peregrinación. Vivía a diez minutos del lugar en aquella época y fui allí para escribir un artículo para el periódico. Durante todo el año la gente decora el árbol con recuerdos, pero a medida que se acerca el aniversario de la muerte de Bolan, ponen tantos que el tronco queda totalmente cubierto y las ramas acaban envueltas en poemas, flores de papel brillante, escarapelas, dibujos, fotografías fotocopiadas y fundas de discos. El árbol está situado en un lugar en el que las luces de las casas y de la calle se extinguen en una red de carreteras que cruza el lugar. El suelo se desliza cuesta abajo a un lado del árbol y la zona está ahora delimitada por un quitamiedos por el otro. Está claro que Bolan no ha sido el único en realizar una parada inesperada en este punto.

      Esa noche lloviznaba. Era una típica noche de otoño, pero ahí había unas veinte personas, sentadas como si velaran un cuerpo y conversando en voz baja mientras la lluvia mojaba los árboles y los coches circulaban por la carretera. Casi todos los presentes se habían reunido en el crematorio Golders Green durante el día para rendir tributo frente a la placa conmemorativa de Bolan y luego se habían trasladado al árbol. En el equipo de música de un coche aparcado en la carretera sonaba «Solid Gold Easy Action».

      Me sentía como un impostor, un bolanista no practicante camuflado entre los que mantenían viva la llama, esas personas cuya fijación había durado veinte años más que la mía. Sin embargo, teníamos cosas en común: «Hot Love», «Get It On», «Jeepster» y el desasosiego que nos causaba el anuncio de Levi’s. Me abrí camino como pude hasta el quitamiedos y me coloqué junto al tipo que estaba más cerca del árbol. Tenía mi edad, el pelo igual de largo que Bolan y una línea de purpurina violeta debajo de cada ojo. Observaba con tristeza el mástil de la guitarra eléctrica que sostenía y dijo: «Marc ni siquiera llevaba nunca vaqueros».

      Estar

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