Lost in Music. Giles Smith

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Lost in Music - Giles  Smith

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casi todo el sábado, pendiente de las pruebas de sonido y colgando la sábana de telón de fondo con el nombre «Relic» pintado. Yo me dediqué a pasear arriba y abajo histérico por casa hasta que me recogió cuando quedaba poco para el concierto. Parecía nervioso, con la expresión un poco tensa. Yo también estaba poniéndome de los nervios. Recorrimos el camino en silencio hasta llegar a la puerta lateral de la sala.

      Lexden Church Hall era el típico edificio municipal moderno: cortinas naranjas y verdes, un suelo chirriante y un ligero olor a hospital. Para adecuar el ambiente, se habían apagado casi todas las luces. Me colocaron en unas escaleras junto al escenario, en un sitio donde no molestaba. Mi hermano desapareció hacia el camerino. Estaban empezando a entrar adolescentes y veinteañeros que mostraban sus muñecas desnudas a la entrada para que les marcaran con un sello con la fecha. En una barra improvisada situada en una esquina se ofrecía cerveza y Pepsi en vasos de plástico. El DJ tenía los platos y las cajas de discos colocados sobre una mesa de caballete. De vez en cuando encendía una luz estroboscópica blanca, la dejaba unos segundos y luego volvía a apagarla. Por fin, todas las luces de la sala se apagaron y se oyó al DJ decir: «¡Demos la bienvenida con un aplauso a… Relic!».

      De la oscuridad del escenario brotaron cuatro compases de charlestón (la insolente apertura de Relic). Luego se abrió el pesado telón y se encendió una luz, iluminando a Jeremy, que le daba al pedal de distorsión y se agitaba al tocar un riff monstruoso, apenas discernible como el arranque de «Paranoid» de Black Sabbath.

      BLAN, BLAN, BLAN, DIDEL-DIDEL-DIDEL-DIDEL

      BLAN, BLAN, BLAN, DIDEL-DIDEL-DIDEL-DIDEL

      Luego se encendieron más luces y apareció el resto del grupo.

      Yo ya me había puesto en pie cuando se abrió el telón, pero tuve que volver a sentarme porque me mareé debido a una combinación de emoción y miedo, sensación que iba a volver a experimentar no mucho después en el circuito automovilístico de Ipswich mientras veía competir a un amigo de la familia en una carrera de bólidos. No obstante, el concierto era más intenso que eso porque incluso entonces ya pensaba que te exponías mucho menos a la humillación pública y a sufrir daños personales conduciendo un Ford tuneado a gran velocidad por un circuito que tocando con Relic.

      Retumbaron con «Long Train Running» de los Doobie Brothers. Retronaron con «Locomotive Breath» de Jethro Tull. La velada le ofreció a Fred algo más que una pequeña intervención. Salía a toda prisa, cada dos por tres, y se agachaba en el mejor estilo roadie para llevar a cabo reparaciones en el fatigado metal de la batería de Simon, protegiéndose con cuidado mientras trabajaba de las astillas que salían volando de las baquetas y de las esquirlas de los platillos.

      Nadie tenía la confianza suficiente para moverse por el escenario durante las canciones, a excepción del cantante, que tenía confianza para dar y regalar. Llevaba una camiseta apretada y escotada y un par de pantalones blancos tan apretados en la entrepierna como holgados en los tobillos. Parecía que se había aprendido de memoria el Manual Ilustrado de Movimientos con el Pie de Micro. Levantaba del suelo la pesada base circular del pie de micro y lo movía por el escenario como si fuera una pértiga, al estilo de Rod Stewart; saltaba por el escenario arrastrándolo, lo inclinaba hacia el suelo como si bailara un tango agresivo, daba alaridos con el micrófono pegado a la boca y luego estiraba el brazo para alejarlo. El techo bajo fue lo único que le disuadió de lanzarlo al aire.

      Durante los fragmentos instrumentales —sobre todo los solos de guitarra— se mantenía en su sitio en el centro del escenario, con la boca abierta, las fosas nasales ensanchadas, sacudiendo su largo pelo rubio, dando palmadas y contorsionándose en posturas desquiciadas. Era una actuación absolutamente imponente, la actuación de un hombre que sabía exactamente quién era el dueño del espectáculo. Por ello, justo al acabar el concierto, el resto del grupo acordó sustituirlo por alguien mucho más calmado, que se presentó con una bufanda de tres metros y se pasaba todo el tiempo fumando frente al micro. Perdieron el local de ensayo, pero debieron de pensar que había valido la pena.

      La iluminación del escenario provenía de un grupo de cajas de conglomerado pintadas de negro y unidas con clavos por Jeremy en nuestro garaje. Un tipo se encargaba del manejo de una primitiva mesa de luces para que la iluminación siguiera el ritmo de la música —todas las luces encendidas y parpadeando como una ambulancia durante las canciones rápidas y, durante la lenta (solo había una lenta, que era «Nights in White Satin»), todas apagadas a excepción de las tenues bombillas verdes situadas detrás de la batería—.

      Cada cinco segundos yo miraba hacia la sala para ver qué efecto estaba teniendo entre el público. Cabe decir que el efecto era bastante discreto. Solo se había llenado una cuarta parte del aforo y casi todos los tíos, ataviados con diversas combinaciones de cuero, tejano y borrego, se encontraban apoyados contra la pared del fondo con los pulgares engarzados en las trabillas del pantalón. Me fijé en que el puñado de personas que bailaban animadas en la parte de delante eran las novias de los miembros del grupo. Sin embargo, había otras tres o cuatro chicas que no conocía observando con atención. Miraban de forma acaramelada ese despliegue de pantalones blancos de campana y guitarras eléctricas baratas.

      Casi al final de los veinte minutos de los que disponía Relic, Simon cerró «Honky Tonk Women» con una magnífica floritura final de batería. Por desgracia todavía quedaba una estrofa. Todos los demás, captando la fuerza imperativa de ese último redoble final, tuvieron que detenerse también. Se produjo una pausa, probablemente solo de unos dos segundos, pero de repente el tiempo pareció tan pesado como el plomo. Relic se intercambiaron miradas desconcertadas. Yo estuve a punto de vomitar. Pero entonces, como una reagrupación de caballería, empezaron a tocar de nuevo, consiguieron recuperar el ritmo, se abrieron paso hasta la estrofa final y volvieron a acabar. La floritura de Simon sonó un poco más tímida esta vez. Después de eso, salieron del escenario. No hubo bises.

      En el breve intervalo de tiempo que discurrió entre la actuación de Relic y la llegada de Plod, la sala se llenó por arte de magia. Plod tenía más equipo, más luces, más maquillaje y más pelo. No obstante, solo vi la mitad de su actuación porque llegó uno de mis hermanos y me gritó al oído: «Tengo que llevarte a casa».

      Esa noche me tumbé en la cama y me pitaban los oídos. Con los años, he llegado a pensar que Relic fue por defecto el primer grupo punk de Colchester, aunque no por méritos propios. No obstante, es algo que no pensé en ese momento. Entonces pensaba en el ruido, las luces y los saltos por el escenario. Pensaba en las chicas de mirada acaramelada. Pensaba que se abría un camino ante mí.

      FACES

      Mi padre, que odiaba la música pop, preguntaba: «¿Por qué tiene que estar tan alta?». En ocasiones se trataba de una reprimenda retórica, pero otras veces lo preguntaba con franca curiosidad. Porque el silencio era uno de sus proyectos. Anhelaba una vida silenciosa. Iba por la casa bajando el volumen de las cosas (la radio, la televisión, el tocadiscos) con expresión de dolor y luego cambiaba a otra de alivio exagerado cuando se erguía, exhalaba y decía: «Ahora sí, mucho mejor». (Esta manía se extendía a una determinación tenaz por eliminar cualquier ruido interno extraño del coche de la familia —traqueteos, zumbidos, chirridos—, una lucha infructuosa teniendo en cuenta la edad del vehículo. Huelga decir que mis peticiones para poner un equipo de música en el coche fueron totalmente obviadas.)

      Mi padre también me decía otras cosas sobre el pop: que no entendía qué le veía, que a él todo le parecía igual, que no era más que ruido. Bueno, es posible, ¡pero qué ruido! Sobre todo si subías el volumen. Algunos temas te obligaban a ser generoso con el volumen, como «Pool Hall Richard» de los Faces, de 1973, que no tanto empieza como tropieza y luego convierte ese traspiés en una carrera. Y cuando lo oía lo bastante alto y la puerta del dormitorio estaba cerrada, podía correr con él, frente al espejo, simulando con

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